El
enfrentamiento en Salamanca el 12 de octubre de 1936 entre el
intelectual y el fundador de la Legión resucita en libros y películas
que aportan datos para esclarecer lo ocurrido.
La vida de Miguel de Unamuno fue algo más que unos minutos de desafío dialéctico con José Millán Astray
en la Universidad de Salamanca. En los últimos años, sin embargo, todo
parece arrinconarle ahí: en ese momento de osadía e integridad en un
paraninfo donde los jóvenes legionarios y falangistas voceaban más que
la treintena de catedráticos presentes aquel 12 de octubre de 1936, Día
de la Raza. Lo ocurrido en esos minutos adquirió tal carga simbólica —la
inteligencia frente a la sinrazón, el pacifismo frente a la violencia—
que, 83 años después, ha inspirado un pequeño boom unamuniano, espoleado por la película de Alejandro Amenábar (Mientras dure la guerra),
que se estrena en salas el 27 de septiembre. Amenábar se ciñe a esos
meses inciertos y violentos en los que Unamuno transita de la
celebración del golpe militar a la condena del mismo. El 12 de octubre
es el punto de no retorno. El momento en que los rebeldes se dan cuenta
de que aquel escritor decepcionado con la Segunda República es una mente
demasiado libre para callar lo que no comparte.
Aparte de las notas escuetas del propio Unamuno para su improvisada
intervención, no había apenas testimonios inmediatos de lo ocurrido sin
la contaminación de la propaganda o la censura (como las crónicas
periodísticas del día siguiente).
Hasta ahora. Colette y Jean-Claude Rabaté, biógrafos de Unamuno,
desvelan en dos obras de inminente publicación la aparición de un
documento redactado por uno de los catedráticos presentes en el acto
pocas horas después de los hechos.
“Este testimonio da cuenta de que
Unamuno recordó que era vasco, que tanto las mujeres rojas como las del
bando nacional daban muestras de su falta de compasión, y pronunció
también el famoso ‘vencer no es convencer’ al mismo tiempo que rebatió
la noción de anti-España, y terminó haciendo el elogio de Rizal”,
escriben en su biografía Miguel de Unamuno (1864-1936). Convencer hasta la muerte,
que publica en los próximos días Galaxia Gutenberg y que es una versión
actualizada con nuevas aportaciones de la publicada en 2009 por Taurus.
El testigo, que no identifican, enjuicia a los dos
protagonistas del duelo verbal. “Critica ciertos términos pronunciados
por Unamuno, tachándolo de antipatriota, pero denuncia también la
violencia de Millán Astray, que terminó con vivas y mueras, y añade que
le pareció mal excitar a la juventud”. El documento, en opinión de los
biógrafos, corrobora “sin lugar a duda, que hubo un enfrentamiento
verbal entre dos hombres cuyo carácter, vivencias e ideología eran
totalmente dispares”. Los hispanistas han silenciado en esta biografía
la identidad del testigo, que será divulgada en un largometraje
documental de Manuel Menchón, que se estrenará en salas en diciembre o
enero, y que coincidirá con la publicación en Pre-Textos de El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra civil,
el último escrito de Unamuno, en una edición crítica de los Rabaté. En
los pasajes sobre el asunto en la biografía, Colette y Jean-Claude
Rabaté escriben: “Si bien Millán Astray debió pronunciar un ‘¡Viva la
muerte!’, grito habitual entre miembros de la Legión, precedido o
coreado por una parte del público, lo más polémico es el ‘¡Muera la
inteligencia!’ que los más de los comentaristas le atribuyen. Lo único
seguro es que el legionario se alzó en contra de los intelectuales,
actitud adoptada por la mayoría de los militares, sobre todo desde la
dictadura de Miguel Primo de Rivera”. La elogiosa mención de Unamuno a
José Rizal, héroe de la
independencia filipina fusilado por los españoles, se considera el
detonante que provocó al fundador de la Legión, que había tenido su
bautizo bélico en la colonia.
A la vista de dos testimonios presenciales recogidos en el libro Arqueología de un mito
(Sílex), que publicará el 25 de septiembre el historiador Severiano
Delgado y que recopila las cinco versiones del 12 de octubre conocidas
hasta hoy, el grito de Millán Astray es “¡Mueran los intelectuales!”. Esto es lo que afirmaron haber escuchado tanto el catedrático de
Medicina José Pérez-López Villamil como el falangista Felipe Ximénez de
Sandoval, presentes en el paraninfo. El psiquiatra Pérez-López Villamil
lo recordó años después con temor: “Aquel momento fue de un gran miedo,
había unos objetos reales que nos lo producían: las metralletas y las
pistolas amartilladas de los legionarios y falangistas que estaban
presentes en el claustro. Terrible, aquello fue tremendo”. Su relato, recogido en la revista de la Asociación Española de
Neuropsiquiatría en 1985, concuerda con el del testigo anónimo
encontrado por los Rabaté y las notas manuscritas del propio Unamuno,
que improvisó sus palabras movido por la irritación que le produjeron
las alusiones a la anti-España. Lo que él pensaba del asunto quedó
recogido con nitidez en esta cita de El resentimiento trágico de la vida: “No son unos españoles contra otros —no hay anti-España—, sino toda España, una, contra sí misma”.
“Este supuesto caudillo que no civiliza a los suyos”
A Unamuno le costó más desmarcarse de Franco que
de su bando. “¡Qué cándido anduve al adherirme al movimiento de Franco,
sin contar con los otros, y fiado —como sigo estándolo— en este
supuesto caudillo que no consigue civilizar y humanizar a sus
colaboradores!”, escribe en una carta citada por Colette y Jean-Claude
Rabaté. “Al contrario de otros intelectuales que muy pronto se fueron de
España, Unamuno careció de lucidez en ese momento preciso, y sobre todo
resulta incomprensible la indulgencia que demostró hacia el dictador,
como si hubiera olvidado la guerra de África o la represión de
Asturias”, sostienen los biógrafos.
Una observación que comparte el historiador Severiano Delgado:
“Incluso hasta el final de su vida mantuvo mucha fe en Franco, no sé por
qué, pero Unamuno creía que el impulsor de la represión era el general
Mola”. En diciembre de 1936, sin embargo, su opinión se ha endurecido:
“Me temo que bajo la dictadura de Franco lo que menos se permita sea la
franqueza. Lo que dominará será la molienda”. Unamuno sabe que han
asesinado a sus amigos Salvador Vila, rector en Granada; Atilano Coco,
pastor protestante, y Casto Prieto, alcalde de Salamanca. Digerida la
ira por estas muertes, acabará insistiendo en sus últimas notas en una
idea: “Hay que renunciar a la venganza”.
¿Cómo es posible que este escalafón de abusadores haya sido tan común,
tan pertinaz? Aun teniendo noticias de sus actos, los demás no les
condenan.
Hace poco vi un chiste en Abc de un tipo que dice: “Soy un
don nadie, un fracasado. Cuarenta años en la empresa y a nadie nunca se
le ha pasado por la cabeza acusarme de acoso sexual”. Me rechinó tanto
como el cierre de apretadas filas en apoyo de Plácido Domingo, coronado por esos espectadores de Salzburgo y otras ciudades que le ovacionan con ardor,
y no por su magnífica carrera como tenor (ese mérito es monumental e
imborrable), sino como incomprensible cheque en blanco ante las
acusaciones de las mujeres.
El caso de Plácido me parece paradigmático. En su defensa han
utilizado dos tópicos que también se han usado en otras ocasiones. El
primero consiste en decir: “¿Y no podrían haberlo denunciado hace 30
años?”. Pues no. Claro que no podían. Incluso ahora, que los vientos son
mucho más favorables, miren la que se arma, y cómo todos los poderes se
lanzan a defender al implicado. El segundo argumento consiste en restar
credibilidad a los acusadores; en esta ocasión el acento está puesto en
que son ¡denuncias anónimas! Son fuentes de una periodista de un medio importante, AP,
que prefirieron no salir con su nombre por miedo a las represalias.
Plácido Domingo ostenta un enorme poder en el mundo de la música,
legítimamente ganado; y además de eso, ya se sabe, los poderosos
manifiestan una fastidiosa tendencia a protegerse los unos a los otros. Mantener el anonimato de una fuente es una práctica común en
periodismo y conlleva un trabajo de verificación antes de publicar el
tema. En el caso de Plácido, como indicaba Amaya Iríbar en su estupendo
artículo en EL PAÍS titulado Presunción de profesionalidad,
la periodista Jocelyn Gecker, además de reflejar las nueve denuncias
(la mezzosoprano Patricia Wulf dio su nombre, qué valiente, la han
vapuleado), habló con otras seis mujeres que denunciaron proposiciones
incómodas, y casi una treintena de trabajadores de la ópera dijeron
haber presenciado “comportamiento inadecuado de índole sexual” por parte
del tenor. Una inquietante suma de datos.
Cierto, puede haber denuncias falsas. Es más, estoy segura de que dentro del ingente movimiento mundial del MeToo
las ha habido y las habrá. Somos humanos. Pero también estoy segura de
que se trata de un porcentaje mínimo e inevitable en la búsqueda de la
justicia. De hecho, sucede en todos los campos. Nuestro sistema
judicial, por ejemplo, también se equivoca y condena a inocentes. No lo
sabemos hacer mejor. Por eso, para intentar paliar los errores, creo
que, si no hay sentencia, no se debe anular contratos o despedir a los
denunciados. Pero otra cosa es la opinión que podemos tener de ellos. La
gran cineasta argentina Lucrecia Martel, presidenta del jurado del festival de Venecia, lo acaba de expresar muy bien con respecto a Roman Polanski,
otro personaje controvertido: “No voy a asistir a la proyección de gala
del señor Polanski porque (…) no querría levantarme para aplaudirle. Pero me parece acertado que su película esté en el festival, que haya
diálogo y se debatan estos asuntos”. Exacto. Hay que airear e iluminar
esas sombras. Con más inteligencia y más elegancia que la mayoría de sus
cacareantes defensores, Domingo declaró que “las reglas y valores por
los que hoy nos medimos, y debemos medirnos, son muy distintos de cómo
eran en el pasado”.
Pues sí, pero no. Porque muchos, muchísimos hombres de ese mismo pasado
nunca se propasaron ni incomodaron a una mujer. Hay un amplio abanico de
tropelías que van desde lo nimio, el pelmazo guarro que hace todo el
rato comentarios procaces, hasta los criminales violadores de menores tipo Epstein.
¿Y cómo es posible que este escalafón de abusadores haya sido tan
común, tan pertinaz? Verán, lo hacen porque pueden. Porque, aun teniendo
noticias de sus actos, los demás no condenan. Porque ostentan el poder,
se creen guapos y magníficos, piensan que las chicas a las que ellos
escogen les deberían estar agradecidas. Por eso, si alguna les rechaza,
incluso la apartan (“esta tonta, qué se creerá”) sin apenas darse cuenta
de que eso es chantaje. Sí, lo hacen porque pueden. Y mientras haya
gente dispuesta a aplaudir ciegamente, seguirán haciéndolo.
Sin dar la cara, cualquiera puede atribuirle a otro una vileza,
impunemente. Pero hoy, los Estados, la prensa, la policía, alientan una
sociedad de delatores.
ME GUSTARÍA SABER desde cuándo y por qué las denuncias anónimas
tienen valor y merecen crédito, o la prensa “seria” se hace eco de ellas
y las aumenta y acaba por elevarlas a la categoría de “verdad”. Una
denuncia anónima ha sido siempre algo ruin y cobarde, a lo que se solía
hacer caso omiso. Sin dar la cara ni el nombre, cualquiera puede
atribuirle a otro una vileza, impunemente: no se arriesga a ser
desmentido, a que se le afee el infundio, a que el calumniado lo demande
por difamación. Hoy, lejos de condenarse, esas denuncias se fomentan, y
los Estados, la prensa, la policía, alientan una sociedad de delatores,
con todas las garantías para el delator. Se invita a la gente a que
denuncie a sus parientes, vecinos y conocidos, y a la vez nos
horrorizamos de esa misma práctica cuando la llevaba a cabo la Stasi. Lo que se mostraba en la película La vida de los otros
es lo que hoy propician nuestras democracias. Hay quienes sostienen que
esto está bien según el delito: abuso de menores, narcotráfico,
terrorismo, fechorías eclesiásticas, medioambientales o de corrupción. abuso de menores, narcotráfico, terrorismo, fechorías eclesiásticas,
medioambientales o de corrupción. Puede ser, pero es muy fácil que la
justificación de unos casos lleve rápidamente a la de todos. La línea es
tan delgada que más vale no intentar convertir a los ciudadanos en
soplones anónimos y arbitrarios, porque, si todos lo son, entonces
ninguno estamos a salvo. Cualquiera que nos tenga ojeriza o envidia, o
se sienta ofendido por nuestra existencia, nos la puede arruinar con
unas declaraciones a la prensa o unos tuits anónimos.
Hace poco este periódico dio una cobertura exagerada (dos páginas enteras el primer día) a los supuestos acosos de Plácido Domingo.
Uno iba leyendo la prolija información y se encontraba con que: 1) de
las nueve denunciantes sólo una daba su nombre; 2) ninguna había acudido
a la policía ni a un juez; 3) los hechos hoy aireados se remontaban a
veinte o treinta años atrás; 4) no se presentaban pruebas ni testimonios
imparciales, sólo las afirmaciones anónimas y las de la cantante
Patricia Wulf. La fuente era Associated Press. Que ésta sea una agencia
fiable significa poco si no aporta pruebas. También el New York Times
ha incurrido en pifias en más de una ocasión. Cualquier periódico
debería saber que lo mal hecho, mal hecho está, venga de donde venga.
Miraba uno en qué consistían las acusaciones. No he visto a Domingo más
que en televisión y no tengo ni idea de cómo es. Dando por buenas esas
acusaciones (y ya es dar), sería lo que comúnmente se llama “un ligón”. “Que alguien te esté cogiendo la mano durante un almuerzo de negocios es
raro, o que te ponga la suya en la rodilla”, dice una voz anónima. Bueno, yo no lo veo raro: indica que quien lo hace pretende ligar o es
“tocón”, como Mercedes Milá,
que no paraba de tocar a sus entrevistados sin aparente intención. Otra
voz asegura que Domingo le pidió insistentemente salir con ella. Eso
significa que le gustaba, pero no veo delito ni cerdada ahí. Siete de
las mujeres aseveran que sus carreras se vieron afectadas “por los
avances no consentidos de Domingo”. Me temo que eso no hay forma de
saberlo a ciencia cierta, y ningún avance puede ser consentido hasta que
la persona “avanzada” da o deniega su consentimiento. La gente
“prueba”, tanto hombres como mujeres —muchas mujeres, sí—, y hasta
anteayer era la forma natural y aceptada de ligar. Dos de las
denunciantes “sucumbieron” a las proposiciones del tenor. “¿Cómo le dices no a Dios?”, se pregunta una de ellas.
Dan ganas de contestarle: “Pues diciéndole que no. Y además, nadie ha
visto nunca a Dios”. La otra alega: “Me quedé sin excusas”, lo cual es
una alegación extraña, porque siempre se puede dejar una de excusas y
decir: “Es que no quiero y ya está”. ¿Acaso Domingo las forzó o amenazó? No,
al parecer sus felonías van de proponer tomar una copa a besar a una
mujer en la cara y “apoyar una mano en un lado de su pecho” (luego no
“en su pecho”); de coger a otra por la cintura cuando se cruzaban y
besarla “muy cerca de la boca” (luego no “en la boca”) a preguntar
reiteradamente: “¿Te tienes que ir a casa?” Wulf, víctima de esta
ofensiva pregunta, reconoce que Domingo no llegó a tocarla, “pero no
había duda de sus intenciones”. Uno se asombra de que ahora se juzguen
las intenciones y además estén penadas. Domingo puede que fuera un
pelmazo, pero no un depredador sexual.
¿Merecía todo esto dos páginas enteras y el linchamiento
subsiguiente? Ya he leído aquí mismo un par de artículos en los que,
oportunistamente, se juntaba a Domingo con el nunca condenado Woody Allen, Michael Jackson y el millonario Epstein,
involucrado en una red de menores. ¿Es todo lo mismo? Para los
inquisidores actuales, sí. EL PAÍS no podía silenciar la “noticia” de
Associated Press, pero sí haberle dedicado una modesta columna, hasta
ver si las acusaciones eran menos insustanciales.
El daño ya está hecho, sin embargo, y Domingo no se quitará jamás el
sambenito de “acosador sexual”. Por ocho denuncias despreciablemente
anónimas y la de Wulf, a la que el cantante no llegó a tocar. Basta de
juicios populares precipitados y condenatorios, por favor.