Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

15 sept 2019

Vargas Llosa e Isabel Preysler, entre los invitados a la boda de Valls en Menorca

El ex primer ministro francés contrae matrimonio con la heredera de Almirall, Susana Gallardo.

Mario Vargas Llosa e Isabel Preysler, a su llegada a la finca privada de Menorca donde contrae matrimonio Manuel Valls.
Mario Vargas Llosa e Isabel Preysler, a su llegada a la finca privada de Menorca donde contrae matrimonio Manuel Valls.
El ex primer ministro francés y actualmente concejal del Ayuntamiento de Barcelona, Manuel Valls, y la heredera de los laboratorios Almirall, Susana Gallardo, festejan este sábado en Menorca su matrimonio
 El convite de la boda se celebra en la finca propiedad de Gallardo ubicada en Binidalí, en Mahón.
 Anoche, ambos recibieron al centenar de invitados a la celebración con un cóctel en las Bodegas Binifadet, situadas en una zona rural del término municipal de Sant Lluís y rodeadas deviñedos.
Los asistentes, entre los que se encuentra el escritor Mario Vargas Llosa, Isabel Preysler e importantes empresarios, como el propietario de Naturhouse, Félix Revuelta, y el presidente del Grupo Planeta y Atresmedia, José Creuheras, han accedido al recinto a través de una entrada privada.
 Los distintos invitados han llegado en vehículos particulares, de alquiler, minibuses e incluso en taxi.
Desde un punto del exterior se ha podido observar las carpas que se han instalado para celebrar la fiesta nupcial.
 Diferentes empresas locales han acudido durante la mañana a la finca para ultimar los preparativos.
 La fiesta de la boda se alargará hasta las 3:00 horas. 
 El acto final del enlace llegará este domingo en un almuerzo informal en el Club Náutico de Binisafua, Sant Lluís.

 

Brad Pitt: “La vida puede ser jodidamente complicada”





brad pitt

Su papel en la última película de Tarantino lo proyecta en las quinielas para el Oscar.
 Es el enésimo renacimiento de un actor con media vida en el cine que vuelve a reinventarse a los 55 años. 
Ahora estrena Ad Astra, un título futurista que compagina con la faceta de productor.
 Tras superar escándalos y adicciones, pasar un día con él es lo más parecido a estar con un tipo encantado de hacer lo que le da la gana.

Hubo un tiempo en que Brad Pitt era un pollo. 
Literalmente. 
Nada que ver con el cine: más bien, la vida real de un joven recién desembarcado en Los Ángeles (California, EE UU). Llegaba a la agencia, miraba la pizarra y escogía uno de los extraños trabajos que se ofertaban esa semana. 
“Hice de chófer, de estríper; entregué neveras portables a estudiantes de la universidad…”, relata el actor.
 Y también se convirtió en el hombre imagen de El Pollo Loco, un establecimiento de comida en el Sunset Boulevard.
 Su labor era sencilla, aunque quizá no muy gratificante: se introducía en un disfraz plumado, se colocaba en la acera y empezaba a bailar.
 A saber cuántos transeúntes huyeron de aquel pájaro. Bromas y revanchas del destino: hoy día, muchos firmarían un cheque por pasar 30 segundos en compañía del mismo tipo.
“Ya. Fui el pringado dentro de ese disfraz. 
Pero me permitía pagarme las clases de actuación”. 
Pitt se ríe ahora de aquello en un encuentro durante el pasado festival de cine de Venecia
 De alguna manera, aquellos trabajos a lo Bukowski fueron precisamente el primer paso de su camino triunfal. 
Hay muchas estrellas en la galaxia de Hollywood, pero pocas brillan con su intensidad.
 Y desde hace tanto. Actor, productor, filántropo, activista; sabe pilotar avionetas, toca la guitarra y ha sido elegido hasta dos veces por la revista People como el hombre más sexi del año
 Ahora que tiene 55 años, su atractivo no cesa, sino que parece multiplicarse.
 Y su carrera ha vuelto por enésima vez a subirse a la cresta de la ola. 
Primero, ha encarnado al doble de riesgo Cliff Booth en el último filme de Quentin Tarantino, Érase una vez… en Hollywood
 “Su plató es el paraíso, él es Dios y a los herejes no está permitido el ingreso”, resume sobre la experiencia.
 Y ahora llega a las salas españolas Ad Astra, de James Gray, un viaje al espacio y a la soledad de un hombre, donde el personaje de Pitt (Roy McBride) ocupa casi cada plano.
 “Puede que sea mi película más potente. Me obligaba a ser dolorosamente honesto en mi actuación”. 
Un astronauta con un oscuro mundo interior y un monumento zen, dedicado a dejar fluir la vida.
 Dos papeles radicalmente distintos, que el actor conecta con un hilo: “Todos tenemos que adentrarnos en algún grado de Roy para llegar hasta Cliff”. 
Ambos están unidos también por el resultado final.
 La crítica le aplaude, los fans nunca han dejado de adorarle y la palabra Oscar vuelve a resonar a su alrededor. “Es demasiado pronto”, dice él.
 “Y se trata de que las películas tengan significado para la gente. Si haces este trabajo por los premios, estás jodido”.
 Más que normal, en todo caso, que el actor esté de muy buen humor cuando aparece por la puerta. 
Y eso que lleva un día entero dedicado a una sola actividad: “Jetlaguear”. 

Pitt, en una escena de 'Ad Astra'.
Pitt, en una escena de 'Ad Astra'. Fox
En efecto, de cerca, sus ojos azules desvelan cierta fatiga. De ahí que la combata con una cocacola.
 Y con una simpatía inmediatamente contagiosa. 
“Estoy en ese momento del día en que justo te entra sueño”, admite tras estancarse en una respuesta.
 Aun así, le cuesta apenas otro par de chistes meterse al periodista en el bolsillo. 
Luce una camiseta verde ajustada, gorra de pintor, varios brazaletes, entre ellos un candado de una bicicleta que le regaló un amigo.
Pitt, en una escena de 'Ad Astra'.
Pitt, en una escena de 'Ad Astra'. Fox

Y en el antebrazo izquierdo, un tatuaje que es una declaración de intenciones: “Invictus”.

Y eso que la charla se mueve por los derroteros contrarios. Porque Ad Astra habla de un hijo que viaja hasta el otro lado del universo para encontrar a su padre.
 Pero por el camino tiene tiempo de sobra para interrogarse sobre sí mismo. “¿Qué es ser hombre?
Crecimos con una idea de la masculinidad centrada en ser fuerte, no mostrar ni debilidades ni vulnerabilidades.
 Eso nos lleva a reprimir una parte de nosotros, y con ella, nuestros dolores, arrepentimientos, heridas.
 Te construyes una barrera que te obstaculiza en la relación con los demás, y también contigo mismo”, reflexiona el intérprete.
 Más aún en Shawnee, la pequeña localidad de Oklahoma donde el actor nació en 1963 y se crio. 
La religión fue un pilar de su educación, que no dejó atrás hasta los 20 años: ahora se considera 80% agnóstico y 20% ateo. 
Pero, sobre todo, la huella de su ciudad natal queda en el subconsciente: “Allí, si te rompes el brazo, no te quejas. Sigues adelante. 
Y lo mismo con los sufrimientos interiores. Es algo indeleble, probablemente ya desde la guardería.
 Tiene que ver también con la idea del hombre estadounidense de posguerra, que siempre gana”.
 Durante esta conversación volverán de nuevo los recuerdos de casa Pitt.
 Admite que le sirven para anclar su cabeza a la tierra, para pinchar la burbuja de la fama.
 Hace años confesó en una entrevista que el secreto de su humildad residía en sus raíces.
Y compartió el ejemplo más claro: una vez, su abuelo le contó al teléfono que acababan de ver uno de sus filmes. “¿Cuál?”, preguntó el nieto.
—Betty, ¿cómo se llamaba esa película que no me gustó? —escuchó al otro lado de la línea.

Al envejecer ganas sabiduría y pierdes poderío físico. pero me enorgullece aceptar
lo que soy
Pitt sostiene que también le ayuda pensar en su infancia.
 Hay detalles de su biografía, en efecto, que a posteriori resultan sorprendentes. 
Hasta después de la adolescencia, no había explorado más allá de su pequeño microcosmos. Sus únicos viajes sucedían en la gran pantalla: 
“Amo las películas. Fueron mi vía de escape, me enseñaron el mundo.
 Nunca había estado ni siquiera más al oeste de Colorado”.
 Y ya había cumplido 23 años cuando se subió por primera vez a un avión.
 Ahora calcula que hasta sus hijos más pequeños ya han volado por todo el mundo al menos un par de veces.


  Y Tyler Durden, el papel que tal vez mejor resuma lo que significa para muchos el icono Brad Pitt.
 “Soy como tú quisieras ser, follo como tú quisieras follar…, estoy libre de todas las inhibiciones que tú tienes”, decía el personaje en un momento de El club de la lucha.
El actor, en su reciente papel en 'Érase una vez... en Hollywood'.
El actor, en su reciente papel en 'Érase una vez... en Hollywood'.
Quizá tal bagaje de heridas le sirva cuando se enciende la cámara.
 Incluso en el día a día, por lo menos, le habrá regalado alguna lección. Pitt responde con serenidad: “Es solo envejecer. Ganas sabiduría y pierdes poderío físico. 
Pero me enorgullece aceptar lo que hago y lo que soy”.
 En este sentido, el actor cree que la paternidad también le ha impartido unas cuantas clases de equilibrio. Y le ha acercado a sus propios progenitores:
 “A medida que creces, los entiendes más, así como ciertos comportamientos suyos que te hirieron de pequeño.
 Veo a mi padre en todo lo que hago, al 100%. Siento que quiero ser él, emularle, o rebelarme contra su figura. 
Él venía de la pobreza, se esforzó por darnos una vida mejor que la suya y lo consiguió.
 Quiero hacer lo mismo con mis hijos”.
Y no solo. También se vuelca en decenas de causas por todo el planeta.
 Ha viajado a la Cachemira paquistaní o a Haití. Repartió millones de ayudas en Darfur o en Chad. 
Y cuando el huracán Katrina arrasó Nueva Orleans, lanzó un proyecto para construir 150 casas donde recolocar a familias desalojas por la catástrofe. 
La Jolie-Pitt Foundation, que la expareja creó en 2006, también ha ayudado a la agencia de refugiados de la ONU y Médicos Sin Fronteras. 
Y de ese mismo año procede la donación más polémica que realizaron ambos intérpretes: encargaron a la agencia Getty Images la distribución y venta de las primeras fotos exclusivas de su recién nacida hija Shiloh Nouvel.
 La puja millonaria de revistas y magacines, que sumó casi nueve millones de euros, fue destinada íntegramente a causas benéficas.
Pitt en 'Amor a quemarropa' (1993).
Pitt en 'Amor a quemarropa' (1993).
Tanto empeño activista le ha cosechado también algún enemigo: a raíz de Siete años en el Tíbet, fue vetado de por vida por el Gobierno chino.
 En aquella ocasión, el actor también dejó otra frase que define su personalidad: 
“No deberías hablar a no ser que sepas de algo. Por eso a veces me incomodan las entrevistas. 
Me preguntan qué tendría que hacer China con Tíbet. 
Pero ¿a quién le importa lo que yo diga sobre ello? Soy un puñetero actor, estoy aquí para entretener. 
Básicamente, si quitas todo lo demás, soy un hombre mayor que se maquilla”.

Su frente de amigos también es sonado: estrellas del celuloide como George Clooney, Julia Roberts, Matt Damon, Edward Norton o Cate Blanchett, por citar los más íntimos.
 Con todos ha compartido el protagonismo en alguna película. Y se puede dar por hecho, presumiblemente, que de todos se acuerde. 
No es ninguna broma: el intérprete sospecha que padece prosopagnosia.
 Es decir, le resulta a menudo imposible recordar los rostros de personas que ya ha visto o conoce.
 Desde la perspectiva de los fans, el lado positivo es que cada encuentro con Brad Pitt puede ser nuevo. 
El negativo: incluso si un día coincidieran con él, es una utopía pretender que le resulte inolvidable. 
 
Hay un concepto que confirma hoy de manera idéntica a como lo expresó hace años.
 Por un lado reitera: lo que le gusta es ser actor y productor con su compañía Plan B Entertainment.
 Cada faceta le ha cosechado tres nominaciones al Oscar, aunque solo ganó cuando 12 años de esclavitud, de Steve ­McQueen, fue elegida como mejor película en 2014.
 Y eso que también produjo Infiltrados, pero la Academia de Hollywood solo reconoció a Graham King a la hora de entregar la estatuilla principal.
 En todo caso, le encanta buscar talentos que “sepan contar historias de calidad” y defender un cine alternativo: “Muchos estudios ya no pueden jugársela con materiales más complejos”.
 Por otro lado, tiene claro que él no piensa ponerse jamás detrás de una cámara.
 Dirigir no es para Brad Pitt: “No tengo la paciencia de pasarme tres o cuatro años detrás de un proyecto. Y, sobre todo, no tengo nada que ofrecer, nada que contar”. Cualquiera diría justo lo contrario. 

Vínculo entre hermanos..........................Diego Salazar

Una relación amor-odio. Un estudio asegura que, de niños, los hermanos pelean aproximadamente cada 17 minutos. El autor recrea esa relación.
QUERIDA CHIVI, ¿cómo estás? Te escribo desde México mientras por la ventana se escucha la que probablemente sea la voz más reconocible de la ciudad. 
Una mujer que repite, una y otra vez, 24 horas al día, siete días a la semana, por las calles de esta metrópolis gigante: “Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadores, microondas o algo de fierro viejo que vendan”.
 Seguramente la oíste cuando estuviste de visita hace unos meses. Como siempre, el tiempo que pasamos juntos fue poco y nuestras charlas escuetas, pero eso es algo, creo, a lo que ambos nos hemos acostumbrado.
A veces, no sé si te pasa a ti, recuerdo nuestros juegos infantiles, las largas horas que pasábamos entreteniéndonos el uno al otro cuando éramos niños y nuestros padres se encontraban trabajando o atendiendo alguno de los múltiples asuntos que unos padres en un país en crisis, asediado por la hiperinflación y el terrorismo, tenían que atender para que nosotros, dos niños de clase media que iban a colegios caros, tuviéramos la vida que ellos soñaron.
Jugábamos y peleábamos, veíamos tele, corríamos detrás del perro —Plata primero, Sasha después— y peleábamos.
 En un libro, The Sibling Effect. What the Bonds among Brothers and Sisters Reveal about us, el periodista Jeffrey Kluger cuenta que algunos estudios muestran que los hermanos pelean aproximadamente cada 17 minutos cuando son niños.
 No sé si se ha escrito suficiente sobre el vínculo que desarrollan los hermanos a través de esas peleas no dirimidas por adultos.
 Lo que aprendemos acerca de lidiar con la frustración, de manejar el deseo innato de ejercer violencia física o verbal sobre alguien a quien, por otro lado, adoramos, incluso cuando en nuestra inconsciencia infantil nos cuesta admitirlo.
Hace poco veía una serie británica, Fleabag, que retrata con una inteligencia poco habitual la relación entre hermanos (hermanas, en ese caso). 
Lo fácil sería llamarlo amor-odio, pero la complejidad de la relación entre Fleabag y su hermana Claire va muchísimo más allá. Se adoran y no se soportan a la vez.
 Se adoran y conocen al dedillo las carencias de la otra.
 Se adoran, no se aguantan, pero a la vez no se detienen un segundo a pensar cuándo deben acudir una al rescate de la otra.
Cada vez que leo o veo algo acerca de esa relación, pienso en cómo sería la nuestra si yo no me hubiera ido de Lima cuando tú tenías 14 años y yo acababa de cumplir 20.
 Recuerdo que, tras esos años en que nos habíamos alejado un poco porque, bueno, yo era un adolescente ensimismado que se pasaba el día entrenando a básquet o leyendo, y tú, una niña con demasiadas actividades extracurriculares, habíamos empezado a reencontrarnos.
 A compartir charlas, a consolarnos ante la que sentíamos era la incomprensión de nuestros padres y, adolescentes al fin y al cabo, del mundo en general. 
Pero eso se cortó. Yo me fui, y cuando volví, 11 años después, tú eras una mujer de veintitantos con una carrera promisoria como arquitecta,y yo era un hombre de treinta y pocos que seguía buscando qué hacer con su vida.
A veces —pasó hace poco en una cena con amigos en Lima— hay quien dice que nos parecemos. 
Lo venimos escuchando toda la vida y ninguno de los dos es capaz de percibir el parecido físico más allá de algunos gestos que ambos heredamos de nuestra madre. 
Donde sí nos parecemos, por mucho que nos pese a ti, a mí y, sobre todo, a la gente a nuestro alrededor, es en la dificultad para compartir lo que sentimos, para articular y vocalizar aquello que nos aflige o nos alegra, aquello que nos preocupa o nos emociona. Imagino que eso lo heredamos de nuestro padre. 
Imagino que eso y esos años alejados son los culpables de que todavía hoy nos cueste tanto hablarnos con franqueza, compartir lo que nos duele y lo que nos alegra. 
Más aún ahora que me he vuelto a ir.
 
No puedo extenderme mucho más, pero se me ocurre, quizá, que esta carta inaugure una forma nueva, en tiempos de WhatsApp, Skype, Facebook, Instagram y demás, donde todo parece tan cerca y a la vez tan lejos, de contarnos cómo estamos, de estar pendientes el uno del otro.
 Ya sé que siempre lo estamos, pero no nos haría mal decírnoslo de vez en cuando. Te adoro. 

Diego Salazar es autor de No hemos entendido nada (Debate).

Desde un limbo......................................Javier Marías

Lo que me provocan los actuales políticos es infinito desprecio. Durante diez días que he seguido la televisión, los he visto como a personajillos grotescos

POR RAZONES QUE NO vienen a cuento, he estado en una especie de limbo durante diez días o así. 
Mi cabeza no daba para mucho, ni siquiera para leer como es debido y con continuidad, no digamos para escribir. 
Como quizá sepan algunos de ustedes, lo que cuesta menos esfuerzo en circunstancias raras es oír música y ver la televisión.
 Al no disponer de la primera durante varios de esos días, me vi abocado a seguir la segunda, que suele tener una programación infumable en general, entre pueril y aberrante, degradante en demasiados casos. 
Así que me concentré en los noticiarios, que son pésimos, gratuitamente alarmistas, reiterativos hasta la náusea y —con excepciones escasas— hechos por absolutos incompetentes. 
Hasta han perdido la noción fundamental del asunto, a saber: qué es noticia y qué no.
 Que haga un calor terrible no lo es, desde luego: lo sabemos cuantos vivimos en este país meridional y hemos atravesado muchos preveranos, veranos y postveranos (la estación calurosa dura aquí cinco meses).
 Qué sentido tiene dedicar media hora cada jornada a los efectos —exagerados para asustar— de nuestra torridez. 
Conexiones con cada provincia, en las que preguntan a los transeúntes cómo lo llevan, y cada uno nos informa de remedios extraordinarios de los que nunca habíamos oído hablar: buscar la sombra, no salir ni hacer ejercicio cuando el sol cae más a plomo, beber mucho, vestir ropa ligera, mojarse el que pueda, en fin.
 Cosas insospechadas y sabias que nos iluminan y nos descubren mediterráneos.
 Lo mismo los consejos de andar por casa de médicos, “expertos” y profesionales de la siembra de pánicos que se regodean comunicándonos que cada año, por culpa del calor, mueren decenas de miles de personas en Europa (digo yo que la mayoría serán por algo más).
 Pero bueno: pasados los treinta minutos de monotema apasionante sobre lo que todos sabemos desde el inicio de los tiempos y es recurrente como que el sol salga y se ponga, aparecen nuestros políticos.
 En mis días “límbicos” andaban pactando —es decir, dándose codazos y metiéndose el dedo en el ojo unos a otros, amenazándose, insultándose, propinándose pellizcos y viniéndose con exigencias desmesuradas y megalomaniacas— para la formación de ayuntamientos y comunidades, y para la aún lejana investidura del próximo Presidente del Gobierno.  

Desde el limbo todo se ve con distancia, ajenidad y especial extrañeza, y uno se desliza fácilmente hacia el paso siguiente, que es el desprecio
Y siento decirlo, pero lo que me provocan nuestros actuales políticos es sobre todo eso, infinito desprecio.
 Los he visto, casi sin salvedad, como a personajillos grotescos, de ambición personal indisimulada, pedigüeños y a la vez engreídos. La nación y sus ciudadanos les traen completamente sin cuidado, y ya ni siquiera hablan —con voz ahuecada y falsa, desde luego— de lo que creen mejor para nosotros.
 No se molestan ni en fingir. 
Sólo ansían cargos, puestos, sueldos, sentirse ridículamente importantes, que otros les deban pedir favores.
 No les importa el futuro, la venidera y salvaje pérdida de votos por el espectáculo que ofrecen. 
“Yo quiero un ministerio o varios, o la vicepresidencia; para mí la alcaldía y para ti la vicealcaldía; te quedas con la Comunidad de Navarra y yo con la de Castilla y León; no me conformo con ser menos que consejero o concejal; que al menos me den Correos, o Paradores, o la Lotería…” Gente mezquina, pequeñoburguesa, mediocre. 
En medio del panorama desolador, destacan la deriva, el desprestigio y el deterioro de Ciudadanos y de sus líderes Rivera y Arrimadas. .
El primero ha sido un personaje gris y poco simpático, pero su propia indefinición daba alguna esperanza, al menos no se había manchado ni había soltado demasiadas sandeces ni vilezas.
 A la segunda la elogié aquí abiertamente hace pocos meses. 
Da verdadera congoja verla, de pronto, convertida en un peón del “aparato”, con su independencia y su fuerte personalidad diluidas, dócil ante los disparates en que incurre su partido. 
Un partido que en breve tiempo ha dilapidado su potencialidad, ha adquirido los vicios que combatía y que sin duda (no me suelo equivocar mucho en mis pronósticos) perderá votos y apoyos a mansalva.
 ¿Quién puede querer un PP bis? ¿Quién puede confiar en quienes pactan con los franquistas de Vox y los ven con mejores ojos que al único político que se está mostrando coherente, con ideas claras y sentido de Estado (esto Francia lo enseña bien), Manuel Valls?
 El mero hecho de que los mayores totalitarios lo odien a muerte debería conferirle una pátina de cabalidad, algo hoy inestimable.
 En otros tiempos y lugares el corolario saldría por sí solo: “Si los nazis y los stalinistas me detestan, algo haré que no estará mal”. Los prenazis y prestalinistas de hoy (es decir, antes de sus respectivas matanzas) son los independentistas catalanes, Bildu, Podemos y algunos más. 

Uno se pregunta qué diablos hacen los socialistas acordando gobiernos con ellos, lo mismo que se pregunta qué hace Ciudadanos abrazando al PP más oscuro y al siniestrísimo Vox. 
Tan grave lo uno como lo otro.
 Desde un limbo todo se ve con pesimismo y desprecio, lo admito; pero quizá se vean las cosas tal como son, sin paciencia para disculpar ni relativizar. 
Antes o después saldré de ese limbo, descuiden, o así lo espero.