Una mujer que repite, una y otra vez, 24 horas al día, siete días a la semana, por las calles de esta metrópolis gigante: “Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadores, microondas o algo de fierro viejo que vendan”.
Seguramente la oíste cuando estuviste de visita hace unos meses. Como siempre, el tiempo que pasamos juntos fue poco y nuestras charlas escuetas, pero eso es algo, creo, a lo que ambos nos hemos acostumbrado.
A veces, no sé si te pasa a ti, recuerdo nuestros juegos infantiles, las largas horas que pasábamos entreteniéndonos el uno al otro cuando éramos niños y nuestros padres se encontraban trabajando o atendiendo alguno de los múltiples asuntos que unos padres en un país en crisis, asediado por la hiperinflación y el terrorismo, tenían que atender para que nosotros, dos niños de clase media que iban a colegios caros, tuviéramos la vida que ellos soñaron.
Jugábamos y peleábamos, veíamos tele, corríamos detrás del perro —Plata primero, Sasha después— y peleábamos.
En un libro, The Sibling Effect. What the Bonds among Brothers and Sisters Reveal about us, el periodista Jeffrey Kluger cuenta que algunos estudios muestran que los hermanos pelean aproximadamente cada 17 minutos cuando son niños.
No sé si se ha escrito suficiente sobre el vínculo que desarrollan los hermanos a través de esas peleas no dirimidas por adultos.
Lo que aprendemos acerca de lidiar con la frustración, de manejar el deseo innato de ejercer violencia física o verbal sobre alguien a quien, por otro lado, adoramos, incluso cuando en nuestra inconsciencia infantil nos cuesta admitirlo.
Hace poco veía una serie británica, Fleabag, que retrata con una inteligencia poco habitual la relación entre hermanos (hermanas, en ese caso).
Lo fácil sería llamarlo amor-odio, pero la complejidad de la relación entre Fleabag y su hermana Claire va muchísimo más allá. Se adoran y no se soportan a la vez.
Se adoran y conocen al dedillo las carencias de la otra.
Se adoran, no se aguantan, pero a la vez no se detienen un segundo a pensar cuándo deben acudir una al rescate de la otra.
Cada vez que leo o veo algo acerca de esa relación, pienso en cómo sería la nuestra si yo no me hubiera ido de Lima cuando tú tenías 14 años y yo acababa de cumplir 20.
Recuerdo que, tras esos años en que nos habíamos alejado un poco porque, bueno, yo era un adolescente ensimismado que se pasaba el día entrenando a básquet o leyendo, y tú, una niña con demasiadas actividades extracurriculares, habíamos empezado a reencontrarnos.
A compartir charlas, a consolarnos ante la que sentíamos era la incomprensión de nuestros padres y, adolescentes al fin y al cabo, del mundo en general.
Pero eso se cortó. Yo me fui, y cuando volví, 11 años después, tú eras una mujer de veintitantos con una carrera promisoria como arquitecta,y yo era un hombre de treinta y pocos que seguía buscando qué hacer con su vida.
A veces —pasó hace poco en una cena con amigos en Lima— hay quien dice que nos parecemos.
Lo venimos escuchando toda la vida y ninguno de los dos es capaz de percibir el parecido físico más allá de algunos gestos que ambos heredamos de nuestra madre.
Donde sí nos parecemos, por mucho que nos pese a ti, a mí y, sobre todo, a la gente a nuestro alrededor, es en la dificultad para compartir lo que sentimos, para articular y vocalizar aquello que nos aflige o nos alegra, aquello que nos preocupa o nos emociona. Imagino que eso lo heredamos de nuestro padre.
Imagino que eso y esos años alejados son los culpables de que todavía hoy nos cueste tanto hablarnos con franqueza, compartir lo que nos duele y lo que nos alegra.
Más aún ahora que me he vuelto a ir.
No puedo extenderme mucho más, pero se me ocurre, quizá, que esta carta inaugure una forma nueva, en tiempos de WhatsApp, Skype, Facebook, Instagram y demás, donde todo parece tan cerca y a la vez tan lejos, de contarnos cómo estamos, de estar pendientes el uno del otro.
Ya sé que siempre lo estamos, pero no nos haría mal decírnoslo de vez en cuando. Te adoro.
Diego Salazar es autor de No hemos entendido nada (Debate).
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