Una relación amor-odio. Un estudio asegura que, de niños, los hermanos
pelean aproximadamente cada 17 minutos. El autor recrea esa relación.
QUERIDA CHIVI, ¿cómo estás? Te escribo desde México
mientras por la ventana se escucha la que probablemente sea la voz más
reconocible de la ciudad. Una mujer que repite, una y otra vez, 24 horas
al día, siete días a la semana, por las calles de esta metrópolis
gigante: “Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas,
lavadores, microondas o algo de fierro viejo que vendan”. Seguramente la
oíste cuando estuviste de visita hace unos meses. Como siempre, el
tiempo que pasamos juntos fue poco y nuestras charlas escuetas, pero eso
es algo, creo, a lo que ambos nos hemos acostumbrado. A veces, no sé si te pasa a ti, recuerdo nuestros juegos infantiles,
las largas horas que pasábamos entreteniéndonos el uno al otro cuando
éramos niños y nuestros padres se encontraban trabajando o atendiendo
alguno de los múltiples asuntos que unos padres en un país en crisis,
asediado por la hiperinflación y el terrorismo, tenían que atender para
que nosotros, dos niños de clase media que iban a colegios caros,
tuviéramos la vida que ellos soñaron. Jugábamos y peleábamos, veíamos tele, corríamos detrás del perro —Plata primero, Sasha después— y peleábamos. En un libro, The Sibling Effect. What the Bonds among Brothers and Sisters Reveal about us,
el periodista Jeffrey Kluger cuenta que algunos estudios muestran que
los hermanos pelean aproximadamente cada 17 minutos cuando son niños. No
sé si se ha escrito suficiente sobre el vínculo que desarrollan los
hermanos a través de esas peleas no dirimidas por adultos. Lo que
aprendemos acerca de lidiar con la frustración, de manejar el deseo
innato de ejercer violencia física o verbal sobre alguien a quien, por
otro lado, adoramos, incluso cuando en nuestra inconsciencia infantil
nos cuesta admitirlo. Hace poco veía una serie británica, Fleabag, que retrata con una inteligencia poco habitual la relación entre hermanos (hermanas, en ese caso). Lo fácil sería llamarlo amor-odio,
pero la complejidad de la relación entre Fleabag y su hermana Claire va
muchísimo más allá. Se adoran y no se soportan a la vez. Se adoran y
conocen al dedillo las carencias de la otra. Se adoran, no se aguantan,
pero a la vez no se detienen un segundo a pensar cuándo deben acudir una
al rescate de la otra.
Cada vez que leo o veo algo acerca de esa relación, pienso en cómo
sería la nuestra si yo no me hubiera ido de Lima cuando tú tenías 14
años y yo acababa de cumplir 20. Recuerdo que, tras esos años en que nos
habíamos alejado un poco porque, bueno, yo era un adolescente
ensimismado que se pasaba el día entrenando a básquet o leyendo, y tú,
una niña con demasiadas actividades extracurriculares, habíamos empezado
a reencontrarnos. A compartir charlas, a consolarnos ante la que
sentíamos era la incomprensión de nuestros padres y, adolescentes al fin
y al cabo, del mundo en general. Pero eso se cortó. Yo me fui, y cuando
volví, 11 años después, tú eras una mujer de veintitantos con una
carrera promisoria como arquitecta,y yo era un hombre de treinta y pocos que seguía buscando qué hacer con su vida.
A veces —pasó hace poco en una cena con amigos en Lima—
hay quien dice que nos parecemos. Lo venimos escuchando toda la vida y
ninguno de los dos es capaz de percibir el parecido físico más allá de
algunos gestos que ambos heredamos de nuestra madre. Donde sí nos
parecemos, por mucho que nos pese a ti, a mí y, sobre todo, a la gente a
nuestro alrededor, es en la dificultad para compartir lo que sentimos,
para articular y vocalizar aquello que nos aflige o nos alegra, aquello
que nos preocupa o nos emociona. Imagino que eso lo heredamos de nuestro
padre. Imagino que eso y esos años alejados son los culpables de que
todavía hoy nos cueste tanto hablarnos con franqueza, compartir lo que
nos duele y lo que nos alegra. Más aún ahora que me he vuelto a ir. No puedo extenderme mucho más, pero se me ocurre, quizá, que esta
carta inaugure una forma nueva, en tiempos de WhatsApp, Skype, Facebook,
Instagram y demás, donde todo parece tan cerca y a la vez tan lejos, de
contarnos cómo estamos, de estar pendientes el uno del otro. Ya sé que
siempre lo estamos, pero no nos haría mal decírnoslo de vez en cuando.
Te adoro.
Diego Salazar es autor de No hemos entendido nada (Debate).
Lo que me provocan los actuales políticos es infinito desprecio. Durante
diez días que he seguido la televisión, los he visto como a
personajillos grotescos
POR RAZONES QUE NO vienen a cuento, he estado en una especie de limbo
durante diez días o así. Mi cabeza no daba para mucho, ni siquiera para
leer como es debido y con continuidad, no digamos para escribir. Como
quizá sepan algunos de ustedes, lo que cuesta menos esfuerzo en
circunstancias raras es oír música y ver la televisión. Al no disponer
de la primera durante varios de esos días, me vi abocado a seguir la
segunda, que suele tener una programación infumable en general, entre
pueril y aberrante, degradante en demasiados casos. Así que me concentré
en los noticiarios, que son pésimos, gratuitamente alarmistas,
reiterativos hasta la náusea y —con excepciones escasas— hechos por
absolutos incompetentes. Hasta han perdido la noción fundamental del
asunto, a saber: qué es noticia y qué no. Que haga un calor terrible no
lo es, desde luego: lo sabemos cuantos vivimos en este país meridional y
hemos atravesado muchos preveranos, veranos y postveranos (la estación
calurosa dura aquí cinco meses). Qué sentido tiene dedicar media hora
cada jornada a los efectos —exagerados para asustar— de nuestra
torridez. Conexiones con cada provincia, en las que preguntan a los transeúntes
cómo lo llevan, y cada uno nos informa de remedios extraordinarios de
los que nunca habíamos oído hablar: buscar la sombra, no salir ni hacer
ejercicio cuando el sol cae más a plomo, beber mucho, vestir ropa
ligera, mojarse el que pueda, en fin. Cosas insospechadas y sabias que
nos iluminan y nos descubren mediterráneos. Lo mismo los consejos de
andar por casa de médicos, “expertos” y profesionales de la siembra de
pánicos que se regodean comunicándonos que cada año, por culpa del calor, mueren decenas de miles de personas en Europa (digo yo que la mayoría serán por algo más). Pero bueno: pasados los treinta minutos de monotema apasionante sobre
lo que todos sabemos desde el inicio de los tiempos y es recurrente
como que el sol salga y se ponga, aparecen nuestros políticos. En mis
días “límbicos” andaban pactando —es decir, dándose codazos y metiéndose
el dedo en el ojo unos a otros, amenazándose, insultándose,
propinándose pellizcos y viniéndose con exigencias desmesuradas y
megalomaniacas— para la formación de ayuntamientos y comunidades, y para
la aún lejana investidura del próximo Presidente del Gobierno. Desde el limbo todo se ve con distancia, ajenidad y especial
extrañeza, y uno se desliza fácilmente hacia el paso siguiente, que es el desprecio. Y siento decirlo, pero lo que me provocan nuestros actuales políticos
es sobre todo eso, infinito desprecio. Los he visto, casi sin salvedad,
como a personajillos grotescos, de ambición personal
indisimulada, pedigüeños y a la vez engreídos. La nación y sus
ciudadanos les traen completamente sin cuidado, y ya ni siquiera hablan
—con voz ahuecada y falsa, desde luego— de lo que creen mejor para
nosotros. No se molestan ni en fingir. Sólo ansían cargos, puestos,
sueldos, sentirse ridículamente importantes, que otros les deban pedir
favores. No les importa el futuro, la venidera y salvaje pérdida de
votos por el espectáculo que ofrecen. “Yo quiero un ministerio o varios,
o la vicepresidencia; para mí la alcaldía y para ti la vicealcaldía; te
quedas con la Comunidad de Navarra y yo con la de Castilla y León; no
me conformo con ser menos que consejero o concejal; que al menos me den
Correos, o Paradores, o la Lotería…” Gente mezquina, pequeñoburguesa,
mediocre. En medio del panorama desolador, destacan la deriva, el
desprestigio y el deterioro de Ciudadanos y de sus líderes Rivera y Arrimadas. . El primero ha sido un personaje gris y poco simpático, pero su propia
indefinición daba alguna esperanza, al menos no se había manchado ni
había soltado demasiadas sandeces ni vilezas. A la segunda la elogié
aquí abiertamente hace pocos meses. Da verdadera congoja verla, de
pronto, convertida en un peón del “aparato”, con su independencia y su
fuerte personalidad diluidas, dócil ante los disparates en que incurre
su partido. Un partido que en breve tiempo ha dilapidado su
potencialidad, ha adquirido los vicios que combatía y que sin duda (no
me suelo equivocar mucho en mis pronósticos) perderá votos y apoyos a
mansalva. ¿Quién puede querer un PP bis? ¿Quién puede confiar en quienes
pactan con los franquistas de Vox y los ven con mejores ojos que al
único político que se está mostrando coherente, con ideas claras y
sentido de Estado (esto Francia lo enseña bien), Manuel Valls? El mero
hecho de que los mayores totalitarios lo odien a muerte debería
conferirle una pátina de cabalidad, algo hoy inestimable. En otros
tiempos y lugares el corolario saldría por sí solo: “Si los nazis y los
stalinistas me detestan, algo haré que no estará mal”. Los prenazis y
prestalinistas de hoy (es decir, antes de sus respectivas matanzas) son
los independentistas catalanes, Bildu, Podemos y algunos más.
Uno se pregunta qué diablos hacen los socialistas acordando gobiernos
con ellos, lo mismo que se pregunta qué hace Ciudadanos abrazando al PP
más oscuro y al siniestrísimo Vox. Tan grave lo uno como lo otro. Desde
un limbo todo se ve con pesimismo y desprecio, lo admito; pero quizá se
vean las cosas tal como son, sin paciencia para disculpar ni
relativizar. Antes o después saldré de ese limbo, descuiden, o así lo
espero.
Gran Hermano VIP y MasterChef Celebrity son dos programas de televisión con los que mantengo familiaridad. En uno fui comentarista y en otro concursante. Uno es un reality, donde tus compañeros te nominan y los espectadores votan para expulsarte. El otro, un talent,
donde unos jueces determinan si tienes talento para ser la celebridad
mejor cocinera del año. Ambos son televisión. Como espectador no me
sentó especialmente bien que coincidieran en su estreno la noche del
miércoles pasado. Sin embargo, la oferta simultánea me hizo pensar en
cuántas cosas deberían aprender de ambos programas nuestra clase
política.
En primer lugar, en cualquiera de los dos programas hay que demostrar que se vale para algo,
que también es lo que se supone que nos hace elegir a los candidatos
para formar gobierno. Es cierto que te escogen mediante un casting,
que podrían ser como unas elecciones más o menos, pero una vez que
estás dentro, si no consigues convencer a tus compañeros de que eres
válido o de que cocinas un plato como el chef manda, te expulsan. Lamentablemente, eso no sucede en el reality
del Congreso, y así lo estamos viviendo desde abril. En GH VIP tus
compañeros pueden elaborar una estrategia para nominarte y conseguir que
el público te expulse. En GH VIP no vale eso de “ellos incumplen” o “no
me inspira confianza” precisamente porque la desconfianza es la palabra
clave que hay que saber emplear y cocinar. De la misma forma, la política de expulsión de MasterChef sería
perfecta para aplicarse en el Congreso. Si fallas en la elaboración del
plato adjudicado, te vas. Te expulsan los jueces porque tienen el poder
para hacerlo por tu ineficacia. Es cierto que la diferencia de los talent shows sobre los realities es esa: los realities se parecen más a una democracia y los talent
requieren un tribunal que dirime sobre nuestros actos. A medida que
avanzamos en la deriva política, preferiría que la audiencia o Jordi,
Samantha y Pepe decidieran sobre quién debe formar legislatura de la
misma manera que sentencian que el plato elaborado por Ana Obregón era peor que el del exjugador de baloncesto José Manuel Antúnez. Ni los telespectadores ni los jueces de MasterChef se equivocan, por eso tienen mi confianza. Y mi voto.
Como en cada edición de ambos programas, el primer día se estrenan
favoritos. En GH Vip no lo tengo tan claro porque esa es la dinámica del
programa, hacerte dudar, igual que el mamoneo de los políticos. MasterChef es más académico, más serio y mi favorita hoy es Yolanda Ramos. Como dicen los millennials, la amo. Me chifla su humor tan absurdo como tierno y esa manera de vestir ligeramente caótica. Aunque Tamara Falcó haya demostrado un gran don de gentes amigándose con Los Chunguitos,
el verdadero reto democrático será asistir a la convivencia entre ella,
Ramos y Victoria Martín Berrocal. Auténticas pesos pesados de la
pantalla. Y eso demostrará que Pablo Iglesias y Pedro Sánchez carecen de la valentía y del peso específico de ellas y de que, sorprendentemente, las superan en narcisismo. Es curioso cómo la fórmula de estos programas se repite anualmente y no fatiga. En cambio, la inactividad de los políticos
ha conseguido cansar hasta a los tertulianos de las radios. Los
compadezco, llevan dos años con el mismo contenido, diciendo lo mismo,
es lo peor que te puede pasar como opinador, volverte un esclavo del
lugar común. Por suerte, Dios aprieta pero no ahoga. No hay gobierno
pero sí gobernantes. La alcaldesa de Móstoles, Noelia Posse Gómez, es noticia porque ha contratado a su hermana para manejar sus redes sociales
por un sueldo de 52.000 euros. Es más que lo que gana el triunfador de
un programa de entretenimiento y quizás por eso todo el mundo se ha
alarmado. Preocupa más con qué criterio se van a llevar las redes
sociales de la alcaldesa. El manejo de una red social no solo debe ser
transparente sino creíble, ajustado al perfil del usuario. Todos sabemos
que una cosa es decir lo que piensas en Twitter y otra posar en
Instagram. Eso complica valorar si la actividad social de la alcaldesa
de Móstoles tiene más o menos interés que otra celebrity. Seguiremos a Posse en sus poses. Ahora que ya conocemos esas pequeñas grandes diferencias entre un reality y un talent show, unidas podemos confirmar que la política es, sin duda, un reality.
Las casas de moda de lujo se las disputaban para sus desfiles,
pero no se conformaron. Las maniquís más cotizadas han logrado
encarrilar sus trayectorias por otros derroteros, no sin antes tropezar
por el camino.
La foto que ha compartido la pareja presidencial en sus redes,
tomada en la ceremonia de 2018, da pie a opiniones polarizadas sobre el
dibujo posterior de la prenda.