Le ocurre a Mick Jagger y nos ocurre a todos.
Todos somos más o menos como Sísifo, quien fue castigado a empujar montaña arriba una gran piedra que caía montaña abajo antes de llegar a la cima, con lo que se veía obligado a bajar una y otra vez la ladera y a empujar una y otra vez la piedra cuesta arriba. Todos somos más o menos como Tántalo, quien fue condenado a vivir en un lago, bajo un árbol lleno de fruta, aunque, cada vez que intentaba beber o comer, el agua y la fruta se alejaban de él.
Somos así: puro deseo insatisfecho.
Esa es nuestra naturaleza. Eso es lo que nos define.
Aparte de Mick Jagger, que yo sepa nadie entendió mejor esta verdad que Arthur Schopenhauer; sólo que él llamó voluntad a lo que aquí llamo deseo.
Para Schopenhauer, la voluntad es, como escribió Savater, el fundamento del universo, “una fuerza ciega y sin contenido cuya esencia consiste en la pura repetición del apetecer (…) en un incansable e insaciable querer, sin causa ni ley ni principio”; también es el núcleo indestructible del hombre, que por ese motivo se halla abocado al sufrimiento:
nuestra vida consiste en desear perpetua e incansablemente, sin la menor posibilidad de ver satisfecho ese anhelo, que es por definición inagotable, infinito.
Por eso, para no sufrir (o para sufrir lo menos posible), Schopenhauer propone la renuncia a la voluntad; según él, la vida buena consiste en desistir de cualquier lucha, en la abolición de todos los deseos, en alcanzar algo semejante a la ataraxia de los griegos o, mejor aún, al nirvana de los budistas.
Dirán ustedes que la solución de Schopenhauer parece un poco tediosa.
Lo es
. La prueba es que el propio Schopenhauer lo pensaba, y por eso argumentó que vivimos entre el aburrimiento y el dolor: cuanto menos dolor, más aburrimiento; cuanto menos aburrimiento, más dolor.
Pero antes que Schopenhauer —mucho antes que Mick Jagger— lo entendió también el Cándido de Voltaire.
Al final de su tremenda aventura, cuando ha aterrizado en la paz del matrimonio y lleva una vida por fin apacible junto a sus amigos y compañeros de fatigas, uno de ellos, una anciana que se aburre tanto como los demás, se pregunta:
“Quisiera saber qué es peor: ¿ser violada cien veces por piratas negros, verse cortar una nalga, pasar por las varas de los búlgaros, ser azotada y ahorcada en un auto de fe, ser disecada, remar en galeras, soportar en fin todas las miserias por las que hemos pasado, o estarse aquí sin hacer nada?”.
La respuesta de Schopenhauer a esta pregunta sería: es peor el dolor;
en cambio, la respuesta de Friedrich Nietzsche, su mejor discípulo, sería la contraria: es peor el aburrimiento.
(El mejor discípulo de Schopenhauer fue en efecto su principal contradictor; no es tan raro: al fin y al cabo, el principal discípulo de Platón fue Aristóteles, que acuñó el antiplatonismo).
Porque, si la propuesta de Schopenhauer consiste en eliminar o minimizar la voluntad, la propuesta de Nietzsche consiste en lo opuesto: en afirmarla.
Según Nietzsche, al culpabilizar la voluntad Schopenhauer estaba, como el cristianismo, cometiendo el error de culpabilizar la vida, puesto que vida y voluntad se identifican.
El resultado es que, mientras que para Schopenhauer el mundo es esencialmente dolor, para Nietzsche es esencialmente tragedia: por mucho que la vida cause sufrimiento, el ser humano debe afirmar su voluntad de vivirla; tal vez eso no le hará más dichoso, pero le hará más humano.
¿Quién de los dos lleva razón? ¿Schopenhauer o Nietzsche? ¿Qué es mejor, hacer lo posible por evitar el sufrimiento, aun a riesgo de aburrirnos, o fomentar la voluntad (o el deseo), aun sabiendo que padeceremos?
Yo sospecho que en este asunto, como en otros, Schopenhauer acierta más que Nietzsche; también, que el vitalismo nietzscheano es mucho más infrecuente entre los mayores que entre los jóvenes, casi siempre más incautos, más impetuosos, menos experimentados y vapuleados que los mayores, a los que se nos suele suponer sabiduría.
Una suposición a todas luces excesiva, como mínimo en algunos casos.
Lo sé porque soy uno de ellos.