Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

4 ago 2019

“Caminamos hacia un médico robot y un paciente de plástico”

ANTONIO GARRIDO-LESTACHE | PEDIATRA

“Caminamos hacia un médico robot y un paciente de plástico”
¿Sabemos quiénes son nuestros padres? Durante el último cuarto del siglo XX, este pediatra madrileño, de 88 años, se propuso defender ante la comunidad científica la necesidad de hacer realidad el sueño de un documento nacional de identidad infantil que evitara los cambios de niños.
 Le llevó casi dos décadas que se aprobara su invento, pero la ONU acabó reconociendo en 1989 la Convención para los Derechos del Niño.
UNA DENUNCIA suya provocó que la ONU incluyera, en una de sus convenciones de 1989, el derecho del niño a la identificación y lo firmaron todos los países, con la excepción de Estados Unidos y Somalia.
 Antonio Garrido-Lestache, artífice del DNI para los recién nacidos por dactiloscopia, denuncia, décadas después de su aprobación, “disfunciones en su uso” o casos en los que “directamente no se aplica”.
 La huella del bebé tomada en la clínica junto con la de la madre en el momento del nacimiento por personas preparadas evitaría no solo cambios y robos de niños en los hospitales de nuestro país, sino que ayudaría a identificar a otros en situaciones desesperadas, especialmente cuando se producen crisis humanitarias como la de los 10.000 pequeños que, según datos de Unicef, han desaparecido en las fronteras europeas sin dejar rastro como consecuencia de la crisis de refugiados que vive Europa.
“Caminamos hacia un médico robot y un paciente de plástico”
Viene de una saga familiar de pediatras y cirujanos infantiles, aunque ninguno de sus cinco hijos se ha dedicado a la medicina. Fue jefe del Servicio de Recién Nacidos y Prematuros de la Maternidad Municipal de Madrid, pediatra en su consulta del barrio madrileño de Salamanca durante 60 años y autor de varios libros relacionados con su especialidad médica, como los partos de las reinas y la picaresca en torno a la identificación de sus vástagos o los casos de suplantación de personalidad.
 A sus 88 años, Antonio Garrido-Lestache sigue en activo.

 Escribe poesía y atiende por teléfono las llamadas de preocupación de las familias que requieren su ayuda o recorre las calles de la ciudad para reconocer a un niño con fiebre. 
Ha cruzado esa frontera en la que algunos de sus pacientes, convertidos ya en adultos, además de consultarle sobre un problema de salud, se preocupan más por la suya. 
“Yo estoy muy bien”, dice al recibirnos en su casa del barrio de La Moraleja, un chalet con un amplio jardín, rodeado de frutales, y una piscina con barreras para proteger el baño de sus nietos.
 Entre 1940 y 1990, más de 400 niños fueron entregados en adopciones ilegales a padres que no eran los que los concibieron.
 Y hace unos meses se celebró en la Audiencia Provincial de Madrid el primer juicio de niños robados. ¿Hasta cuándo seguirá habiendo cambios de niños? 
 Puede ocurrir cada día si no se identifican al nacer correctamente. 
Una solución para evitarlo consistiría en tomar las huellas dactilares del bebé junto a las de su madre y plasmarlas en un documento conjunto. 
Habría que hacerlo además delante de una persona que sea de la familia y que se verifique al salir del hospital. 
Hablamos de errores involuntarios, cuyos fallos cambian la vida de las personas. 
Sin embargo, en los casos de niños entregados en adopciones ilegales muchos se produjeron en los años de posguerra, con un país devastado, lleno de huérfanos desamparados y viudas.
 En ese contexto, completamente diferente del de los años noventa del siglo pasado, las monjas asumieron esa obligación de entregarlos a familias que querían ocuparse de ellos, algo que entonces parecía normal, pero luego se descubrió que no había control en la salida de los niños y que hubo muchas irregularidades. Durante el último cuarto del siglo XX defendió ante la comunidad científica la necesidad de hacer realidad el sueño de un documento nacional de identidad infantil. ¿Cómo consiguió plasmar la huella digital del recién nacido? 
Después de varios años de pruebas, con ayuda de tinta especial, papel adecuado, lupa de seis a ocho aumentos y un minucioso estudio pediátrico. ¿Cómo lo logras? 
Volviendo al niño hacia abajo de manera que extiende la mano casi de forma natural, lo que facilita que se plasmen las huellas dactilares.
Esto que parece fácil no era una tarea sencilla hasta hace relativamente poco tiempo.
 Logré la primera impresión dactilar de un recién nacido en 1990. A continuación, divulgué por España y el resto del mundo la viabilidad del DNI infantil, al tiempo que denunciaba en la ONU el desamparo del niño en el registro e identificación. 
Una resolución de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas aprobó, el 20 de noviembre de 1989, la Convención de los Derechos del Niño
Entró en vigor el 2 de septiembre de 1990 y fue ratificado por el Congreso de los Diputados en enero de 1991, por lo que se convirtió en ley interna del Estado español.
 Yo solo aporté la herramienta.
 Las huellas dactilares se forman a los 120 días de vida intrauterina y persisten hasta la desintegración de los tejidos.  
 La aplicación de su descubrimiento causó cierta oposición en los hospitales de la Seguridad Social y en los privados.
 ¿Cuál cree que fue el motivo del rechazo? Desconozco los motivos pero no las consecuencias.
 Si miramos en la historia encontramos cierta tendencia al inmovilismo entre la clase médica y política, lo que provocó retrasos enormes de grandes innovaciones.
 Ramón y Cajal, todo un premio Nobel, se tuvo que pagar su propio microscopio. 
El médico húngaro Ignaz Semmelweis pidió que los médicos se lavaran las manos antes de una intervención para combatir la fiebre puerperal que provocaba en el siglo XIX la muerte de muchas 
parturientas, pero sus observaciones entraron en conflicto con la opinión médica establecida en su tiempo y sus ideas fueron rechazadas. 
 Sus recomendaciones solo fueron aceptadas después de su muerte. O el caso de Fleming, inventor de la penicilina en 1928, el antibiótico más usado en el mundo, cuyo uso se extendió a partir de 1942, cuando la industria farmacéutica estadounidense empezó a producirla en masa y fue clave para el tratamiento de heridos durante la II Guerra Mundial.
 Y otro tanto con el médico militar Fidel Pagés, el facultativo que inventó la anestesia epidural en 1920 y cuya aplicación fue muy posterior. 
 Bueno [se ríe burlón], a mí me costó más de 20 años. 

Estamos solos....................................Manuel Ríos San Martín....

Te habíamos rodeado en un bosque de encinas. Éramos más ágiles, te superábamos en número. No trataste de hacernos frente. Sabías que era el final.

QUERIDA… (ahora me doy cuenta de que nunca he sabido tu nombre). Y ya no estás. 
Lo sé, es algo que tengo que asumir.
 Y, lo que es peor, no vas a volver.
 Nos engañan cuando nos dicen que todo tiene solución. No es así. Hay pasos que se dan en la vida que no tienen vuelta atrás.
 Esta soledad la he provocado yo, nosotros, nos la hemos ganado a pulso.
 Y sin embargo sueño con esos tiempos ya lejanos cuando convivíamos libres, apasionados, eufóricos.
 Fue increíble. O así quiero recordarlo.
Pero pasa el tiempo y la gente olvida, ya no estás en el recuerdo, salvo en el de algunos locos románticos que siguen buscando datos de lo que sucedió, que quieren saber cómo llegamos a esto. 
Nos reunimos entre nosotros y hablamos. Cada uno expone sus teorías: éramos demasiado diferentes incluso físicamente, cada uno pertenecía a una familia, tenía unas costumbres distintas, no podíamos entendernos. 

El caso es que sí lo hicimos durante un tiempo, convivíamos no sin roces, pero podíamos compartir un mismo espacio.
 De vez en cuando nos cruzábamos con cierto miedo, con desconfianza, pero nos encontrábamos y hacíamos el amor, con la pasión de lo prohibido, de lo que no se llega a comprender del todo, de lo heterodoxo.
 No nos atrevíamos a contarlo a los nuestros, era mejor así, que no se supiera.
 En secreto. Hasta que el invierno se hizo más crudo. 
El más frío que alguien recordaba. Todos tuvimos que migrar hacia el sur en busca de un clima más suave. 
Y la relación se hizo difícil, compartir una misma zona cuando faltan recursos.
 Nosotros nos adaptamos mejor, nuestro ADN era menos endogámico, éramos capaces de juntarnos en grupos más grandes. Y fuimos acorralando a los de vuestro clan.
 Al principio erais unos pocos cientos, luego 50, 20, 2… Y al final solo tú. 
Te habíamos rodeado en un bosque de encinas donde resultaba imposible esconderse.
 Éramos más ágiles, tú más fuerte, más muscu­losa, pero te superábamos en número, teníamos una técnica de caza sofisticada, unas lanzas perfectamente equilibradas, unos venablos que alcanzaban su objetivo a gran distancia.  
No trataste de hacernos frente. 
Sabías que estabas sola, que era el final. Para qué luchar. Fuiste consciente de que no había futuro, de que tu estirpe se acababa, un linaje que había reinado en Europa durante 400.000 años y que estaba a punto de desaparecer para siempre. 

Recuerdo como si fuera ayer que hace 40.000 años morías entre mis manos; la última neandertal en la península Ibérica. 
La última que quedaba sobre la faz de la tierra.
 Desapareciste como lo habían hecho antes el león marsupial y las distintas especies de homínidos con las que nos habíamos ido encontrando en nuestro avance, como desaparecerían después los mamuts, el rinoceronte lanudo, el lobo de Tasmania, bajo nuestras lanzas y nuestra manera de vivir.
 Hay noches en las que pienso que 40.000 años no son nada, apenas un suspiro en el tiempo.
 Y me siento muy solo. Sé que no hay vuelta atrás.
 Y quiero consolarme pensando en que en mi ADN llevo un 4% que me legasteis vosotros, los verdaderos príncipes de la prehistoria, altos, fuertes, libres, tan inteligentes como nosotros. Los neandertales.
Perdóname.
Manuel Ríos San Martín es autor de 'La huella del mal' (Planeta).

3 ago 2019

Buster Keaton, mucho más que unas risas

Peter Bogdanovich estrena 'El gran Buster', un documental sobre el cómico que aunó control de su físico, maestría en la escritura de los gags y sapiencia con la cámara.

El actor y director Buster Keaton, en una imagen sin datar. En vídeo, tráiler del documental 'El gran Buster'.

"Toda mi vida me he sentido muy feliz cuando, al verme, un espectador le decía a otro: 'Mira a ese pobre diablo". 

En 1960, Buster Keaton (Piqwa, Kansas, 1895 - Los Ángeles, 1966) escribió My Wonderful World of Slapstick, una autobiografía reivindicativa (que se publicó en España con el más prosaico título de Las memorias de Buster Keaton en 1988 por Plot Ediciones) en la que el genio desgranaba los mejores y los peores recuerdos de una carrera a la que en aquel momento le faltaba un arreón final de popularidad: el Oscar de Honor de 1960 y el homenaje del festival de Venecia de 1965. 

"Aquellos días en Italia le animaron, le hicieron recordar lo que había sido y lo que aún podía significar", cuenta por teléfono otro mito cinematográfico, Peter Bogdanovich. 

El cineasta, parte del Nuevo Hollywood de los años setenta, amigo íntimo de Orson Welles y reputado historiador fílmico, ha dirigido El gran Buster, documental que devuelve a las pantallas a partir de hoy el talento que erigió un imperio en la comedia desde un accidente: el porrazo (buster, en inglés).

"Buster caía muy bien", cuenta, con su particular voz grave repleta de socarronería Bogdanovich, para subrayar la habilidad del cómico en las secuencias de mamporros. "Siempre me interesó Keaton, a quien no conocí, pero sí a su viuda y a sus amigos", como Orson Welles.

 "El productor Charles Cohen me preguntó si me apetecía dirigir el documental y acepté.

 Recordé la primera película suya que vi, a los seis años con mi padre —en realidad, era una recopilación de sus cortos en el MoMA y lo que disfruté aquella tarde". 

En El gran Buster, Bogdanovich ilustra primero la vida de la estrella del cine mudo, cuya carrera quedó arrasada no por la llegada del sonoro tenía buena voz sino por su salto a la Metro Goldwyn Mayer, donde perdió el control creativo de sus trabajos.

 Coincidió en el tiempo con el advenimiento del sonido a las salas y eso, junto con su aparición como una de las "figuras de cera" que juegan a las cartas con la protagonista de El crepúsculo de los dioses, impulsó esa falsa leyenda.

"Encontró sin embargo en los años cincuenta otro medio para expresarse y ganar dinero: la televisión", recuerda el cineasta, que divide en tres partes su documental: primero un repaso a la vida de la estrella; después, un análisis de sus trabajos postreros para la pequeña pantalla, que incluyen anuncios y programas de cámara oculta, y la película experimental con Samuel Beckett, y finalmente, un estudio de sus mejores filmes. Recuerda la decena de largos que protagonizó de 1923 a 1928, entre los que hay obras maestras como El maquinista de La General, El colegial, Siete ocasiones que en cambio no le gusta tanto a Bogdanovich o El héroe del río.

  Además, en una decisión discutible, Bogdanovich ha añadido testimonios sobre Keaton de otros actores y cineastas: desde Carl Reiner a Mel Brooks, pasando por Welles, Dick Van Dyke o Quentin Tarantino.

Buster Keaton empezó su carrera, como muchos otros cómicos del cine mudo, en el vodevil.

 Sus padres eran una pareja teatral de éxito. 

"Fue en 1899, antes de haber cumplido cuatro años, cuando me uní oficialmente al número de mis padres", recuerda en sus memorias. Y asumió el rol de La Bayeta Humana. 

"Una de las cosas que descubrí fue que siempre que sonreía o permitía que los espectadores sospecharan lo bien que me lo estaba pasando, parecía que estos no se reían tanto como de costumbre", asegura. 

Aprendió a caer observando a sus progenitores y pronto su padre lo usó como bala humana, 

"bayeta, felpudo, saco de patatas o balón de fútbol", lo que provocó tanta hilaridad entre los espectadores a lo largo de los años como alguna prohibición en distintos Estados de sus actuaciones;

 los legisladores pensaban que aquel niño sufría con el show

Por cierto, el apodo de Buster en realidad se llamaba Joseph Frank se lo puso Houdini, el mago, amigo de los Keaton y que un día, tras verlo caer con seis meses, le recogió y dijo: "¡Caramba, vaya un buster [porrazo]!". 

Si es leyenda o no, la bruma envuelve la historia. 

"Si te fijas", incide Bogdanovich, "los filmes de Keaton todavía hoy hacen reír.

 En los momentos actuales, en los que la comedia está atravesando una crisis de creatividad, Keaton te reconcilia con el género, porque a su habilidad física unió el control total de su rostro y su talento para saber dónde poner la cámara".

 Esa sapiencia fílmica se descubre en cómo le cae la fachada de una casa en El héroe del río o en la avalancha de rocas de Siete ocasiones.

  “Fue un gran director de comedias, un aspecto que me parece fundamental reivindicar. Welles, que le conoció y admiró, me confesó que le consideraba uno de los grandes directores de todos los tiempos”.

Y su cara: "A lo largo de los años han llamado a mi rostro cara de asco, jeta muerta, rostro helado, el gran cara de piedra y, lo crean o no, 'máscara trágica' [...].
 La gente dirá lo que le parezca, pero mi cara ha sido para mí una valiosa marca de fábrica".
  En 1949 el crítico James Agee escribió un famoso artículo en Life en el que analizaba y equiparaba el talento de Keaton, Charles Chaplin y Harold Lloyd. 
"Para Buster fue maravilloso", asegura Bogdanovich.
 Al firmar por MGM, empujado por otras estrellas, Keaton vendió su alma al diablo.
 No le dejaron ni dirigir ni escribir sus filmes hasta ese momento, solía trabajar sin guion y eso acentuó su alcoholismo y le llevó al divorcio. 
"La televisión, su nuevo matrimonio y el reconocimiento europeo postrero le salvaron".
 También su furibunda pasión por el bridge, que en algún momento hasta se convirtió en fuente de ingresos.
¿Hay hoy alguien equiparable a Buster Keaton? “No, por varias razones", responde Bogdanovich: "El color no ayuda a la comedia, sino que distrae al espectador de lo importante: el gag. 
Tampoco nadie aúna tanta sapiencia en la dirección, en control exhaustivo de su físico —actualmente solo John C. Reilly es equiparable en dominio del cuerpo— e inventiva en los gags, como demostró, por ejemplo, en El moderno Sherlock Holmes, cuando rompe la cuarta pared.
 ¿Otro Keaton? Imposible”.

 

El duro final de un gran jurista....................................

 
-

Hemos convivido con un gigante. Y no lo digo ahora: se sabía desde siempre.

Gonzalo Jiménez-Blanco.
Gonzalo Jiménez-Blanco. EL PAÍS
Elaborar algo tan fuerte como el obituario de un hermano (un hermano menor, además: tenía apenas 57 años cuando falleció el pasado 27 de julio) es tarea que sobrepasa las fuerzas de cualquiera. Y, más aún, en las circunstancias del caso.
La vida de cualquier persona consiste, como no hace falta explicar, en un despliegue primero (en los estudios, en el trabajo, a la hora de fundar una familia y desdoblarse —es la palabra de Delibes— mediante la reproducción…) y en un repliegue después: expandirse y encogerse como un acordeón. 
Esto último, replegarse, constituye, como bien explicó Clausewiz al hilo de las operaciones militares, lo más difícil de todo. 
 Pero al menos suele caber el consuelo de haber completado la primera de las dos fases, la de crecer, de suerte que llegada la hora de lo segundo, la inexorable vuelta sobre uno mismo, no se tiene la impresión de haberse dejado nada por el camino.

 La existencia representa, como bien explicó Martin Heidegger, un Sein zum Tode, un ser para (ese zum tan difícil de traducir en la lengua de Cervantes) terminar llegando siempre a la muerte.

En el caso de Gonzalo, en la etapa primera, la del crecimiento, que se extendió hasta los 50 años, la vida no pudo sonreírle más, ni en su cuna (unos padres y unos hermanos que lo han adorado: lo tuvieron siempre en un pedestal), ni en la hora de lo que Goethe llamaba las afinidades electivas (una mujer y tres hijos de primera división: no exagero un ápice) ni, en fin, en lo profesional: abogado del Estado a la primera, jurisconsulto de postín en todos sus desempeños, en España y en Europa, con importante obra escrita y, más relevante que todo eso, anfitrión en su despacho y amigo de Antonio López, nada menos.

 Un grande, verdaderamente. 

Pero si de ordinario el declive va llegando tarde y poco a poco, en su caso sucedió justo lo contrario: vino pronto, a los 50, y de un tirón. 
Con la desgracia añadida de que la agonía se extendió durante mucho tiempo, seis años: si siempre el dolor es un largo viaje, como bien se escribió en La casa encendida, en su caso el lamento resulta particularmente certero.
 Durante esa eternidad se mostró —ahí está lo mejor de todo— más grande todavía. 
Estaba, sí, tocado: inmóvil en su cama y, lo peor de todo, sin capacidad real de salir de la situación, sabiendo que la dolencia era incurable conforme al estado de la ciencia.
 De los especialistas en neurología hay que reconocer que llegaron hasta el límite de sus alcances.
 Luego tomaron el relevo los médicos de Cuidados Paliativos del Hospital Ramón y Cajal, que lo atendieron en las últimas semanas, ya con el implacable calor veraniego de la meseta, y para los que todo reconocimiento es poco.
Pero, aun así de tocado, y muy tocado, no hundido (Fluctuat nec mergitur, como reza el lema de París, la ciudad de la luz). 
Porque casi hasta el final, y con la impagable ayuda de la tecnología (el WhatsApp, el e-mail y demás modernidades), supo y pudo mantenerse intelectualmente activo, trabajando incluso para medios tan exigentes como Ideal y El Confidencial
 Las visitas de los amigos los fines de semana (y, por supuesto, la atención permanente de su madre y de María y sus hijos: lo más importante de todo) y su propio ánimo, que parecía inquebrantable, hicieron que las cosas, dentro de lo dramático, presentaran un punto menos de tragedia. 
Y así se lo reconoció la sociedad: el Ministerio de Justicia, el ICAM e ICADE le dispensaron sus honores. 
Allways strong in the finish, como puede leerse en el epitafio del famoso jockey Arthur Robert Freeman. 
Por volver a Luis Rosales, de Gonzalo no puede decirse que se quedara como una iglesia sin bendecir, que es lo que les sucede a las personas que se marchan sin haber conocido el dolor.
 
  • Nuestro hombre, en suma, se mostró grande en el despliegue pero aún más grande, si cabe, y por lo infrecuente de las circunstancias del caso, en el repliegue, incluyendo el tramo terminal.
     Un repliegue que fue tempranero, y que se tomó un tiempo extenso y verdaderamente durísimo.
    Hemos convivido con un gigante. 
    Y no lo digo ahora: se sabía desde siempre.
    Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz es catedrático de Derecho Administrativo.