Hemos convivido con un gigante. Y no lo digo ahora: se sabía desde siempre.
Gonzalo Jiménez-Blanco.EL PAÍS
Elaborar algo tan fuerte como el obituario de un hermano (un hermano
menor, además: tenía apenas 57 años cuando falleció el pasado 27 de
julio) es tarea que sobrepasa las fuerzas de cualquiera. Y, más aún, en
las circunstancias del caso. La
vida de cualquier persona consiste, como no hace falta explicar, en un
despliegue primero (en los estudios, en el trabajo, a la hora de fundar
una familia y desdoblarse —es la palabra de Delibes— mediante la
reproducción…) y en un repliegue después: expandirse y encogerse como un
acordeón. Esto último, replegarse, constituye, como bien explicó
Clausewiz al hilo de las operaciones militares, lo más difícil de todo. Pero al menos suele caber el consuelo de haber completado la primera de
las dos fases, la de crecer, de suerte que llegada la hora de lo
segundo, la inexorable vuelta sobre uno mismo, no se tiene la impresión
de haberse dejado nada por el camino.
La existencia representa, como
bien explicó Martin Heidegger, un Sein zum Tode, un ser para (ese zum tan difícil de traducir en la lengua de Cervantes) terminar llegando siempre a la muerte.
En el caso de Gonzalo, en la etapa primera, la del crecimiento, que se
extendió hasta los 50 años, la vida no pudo sonreírle más, ni en su cuna
(unos padres y unos hermanos que lo han adorado: lo tuvieron siempre en
un pedestal), ni en la hora de lo que Goethe llamaba las afinidades
electivas (una mujer y tres hijos de primera división: no exagero un
ápice) ni, en fin, en lo profesional: abogado del Estado a la primera,
jurisconsulto de postín en todos sus desempeños, en España y en Europa,
con importante obra escrita y, más relevante que todo eso, anfitrión en
su despacho y amigo de Antonio López, nada menos.
Un grande,
verdaderamente.
Pero si de ordinario el declive va llegando tarde y poco a poco, en
su caso sucedió justo lo contrario: vino pronto, a los 50, y de un
tirón. Con la desgracia añadida de que la agonía se extendió durante
mucho tiempo, seis años: si siempre el dolor es un largo viaje, como
bien se escribió en La casa encendida, en su caso el lamento
resulta particularmente certero. Durante esa eternidad se mostró —ahí
está lo mejor de todo— más grande todavía. Estaba, sí, tocado: inmóvil
en su cama y, lo peor de todo, sin capacidad real de salir de la
situación, sabiendo que la dolencia era incurable conforme al estado de
la ciencia. De los especialistas en neurología hay que reconocer que
llegaron hasta el límite de sus alcances. Luego tomaron el relevo los
médicos de Cuidados Paliativos del Hospital Ramón y Cajal, que lo
atendieron en las últimas semanas, ya con el implacable calor veraniego
de la meseta, y para los que todo reconocimiento es poco. Pero, aun así de tocado, y muy tocado, no hundido (Fluctuat nec mergitur,
como reza el lema de París, la ciudad de la luz). Porque casi hasta el
final, y con la impagable ayuda de la tecnología (el WhatsApp, el e-mail y demás modernidades), supo y pudo mantenerse intelectualmente activo, trabajando incluso para medios tan exigentes como Ideal y El Confidencial. Las visitas de los amigos los fines de semana (y, por supuesto, la
atención permanente de su madre y de María y sus hijos: lo más
importante de todo) y su propio ánimo, que parecía inquebrantable,
hicieron que las cosas, dentro de lo dramático, presentaran un punto
menos de tragedia. Y así se lo reconoció la sociedad: el Ministerio de
Justicia, el ICAM e ICADE le dispensaron sus honores. Allways strong in the finish,
como puede leerse en el epitafio del famoso jockey Arthur Robert
Freeman. Por volver a Luis Rosales, de Gonzalo no puede decirse que se
quedara como una iglesia sin bendecir, que es lo que les sucede a las
personas que se marchan sin haber conocido el dolor.
Nuestro hombre, en suma, se mostró grande en el despliegue pero aún
más grande, si cabe, y por lo infrecuente de las circunstancias del
caso, en el repliegue, incluyendo el tramo terminal. Un repliegue que
fue tempranero, y que se tomó un tiempo extenso y verdaderamente
durísimo. Hemos convivido con un gigante. Y no lo digo ahora: se sabía desde siempre.
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz es catedrático de Derecho Administrativo.
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