Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

30 jun 2019

Cinco lecciones de Murakami para la vida







Cinco lecciones de Murakami para la vida

Además de ser un adictivo entretenimiento para millones de lectores, las novelas del autor japonés permiten extraer claves para vivir mejor.
POCOS ESCRITORES como Haruki Murakami han gozado de un éxito tan continuado en las librerías de nuestro país, y que sea un autor japonés lo hace aún más notable.
 ¿Qué tiene el autor de Tokio Blues para conectar de forma tan extraordinaria con un público a 10.000 kilómetros de los escenarios e historias que describe?
 Algunos críticos literarios afirman que su éxito reside en que es narrativa japonesa para occidentales, motivo por el que Murakami tiene muchos detractores en su propio país.
 Otros apuntan a que sus tramas suelen ser sencillas y con pocos personajes, con el grado justo de misterio y giros narrativos. 
Es muy improbable que alguien se pierda en sus novelas.
Sin embargo, eso no basta para explicar el furor que causan entre nosotros sus historias, llenas de extraños acontecimientos, golpes del azar, amantes inesperados, música clásica —o jazz— y algún que otro gato.
 ¿No será que Murakami está plasmando desde su particular mirada nuestra vida actual? Veamos de qué manera, entonces, su lectura nos enseña a vivir:
1. La soledad es la mejor vía al conocimiento. 
En más de una novela de Murakami, el protagonista emprende un viaje en solitario para escapar de la confusión vital.
 En el caso del joven fugitivo de Kafka en la orilla, eso le permitirá acceder a aspectos desconocidos de sí mismo.
 Cuando nos vemos enfrentados a la soledad tras una separación o muerte, o cuando la buscamos a través de un viaje iniciático, afloran partes de nosotros que antes estaban soterradas.
 Sin la protección y el ruido de los demás, el encuentro con uno mismo es inevitable, con lo que damos un salto hacia adelante en nuestra propia evolución.
2. El mundo es imprevisible.
 La segunda lección vital que extraemos de sus novelas es que la vida siempre nos sorprende.
 Por lo tanto, es absurdo tratar de controlarla o angustiarnos ante posibles amenazas. 
En la última novela de Murakami, la extensa La muerte del comendador, un pintor de vida estable y acomodada recibe la noticia de que su mujer quiere separarse porque ha tenido un sueño que la empuja a tomar esa decisión.
 Cuando el pintor le pregunta de qué iba ese sueño, ella le dice que es algo demasiado personal
. Si solo podemos esperar lo inesperado, es inútil hacer predicciones. 

Y eso puede ser un gran calmante para la mente.
 En cuanto a los porqués que pueden surgir para torturarnos, eso nos lleva a la siguiente lección. Cinco lecciones de Murakami para la vida 
3. No busques un sentido.
 Los argumentos de Murakami se desarrollan en un mundo de caos y aleatoriedad.
 Muchas veces ni siquiera es posible culpar a nadie del sufrimiento, lo cual es una buena noticia.
 Tal como decía Viktor Frankl, el ser humano va en busca de sentido, pero gran parte de las cosas que nos suceden no lo tienen. Como en las novelas del autor japonés, muchas veces sentiremos que nuestra vida es un sueño donde las cosas suceden sin razón aparente. 
Podemos afrontar este hecho con dos actitudes opuestas: podemos lamentarnos de lo injusto o absurdo que es el mundo o bien surfear las olas que nos trae la existencia. 
De eso va la cuarta lección.
4. Si sobrevives al caos, ya has ganado. 
Dado que afrontamos solos muchos lances de nuestra existencia, si sabemos además que todo es imprevisible y que las cosas no tienen por qué tener un sentido, tal vez el arte de vivir sea salir lo mejor librados posible. 
Venimos al mundo a experimentar cosas, a tropezar y a resolver problemas, como hacen los personajes de Murakami.
 El premio es seguir adelante en la partida.

5. El orgullo y el miedo nos quitan lo mejor de la vida.
 En su ensayo De qué hablo cuando hablo de escribir, Murakami menciona una anécdota tan mágica como triste. 
Al parecer, en 1922 James Joyce y Marcel Proust coincidieron en un mismo restaurante de París, donde cenaron en mesas cercanas. Los comensales que los reconocieron estaban emocionados, esperando que aquellos gigantes de la literatura empezaran a debatir. 
 Nada sucedió. En palabras del japonés:
 “La velada tocó a su fin sin que ninguno de los dos se dignase dirigir la palabra al otro.
 Imagino que fue el orgullo lo que frustró una simple charla, y eso es algo muy frecuente”.
¿Cuántas veces nos hemos perdido una oportunidad, personal o profesional, por no haber dado el paso? Se trate de orgullo, como interpreta Murakami, o de miedo a ser rechazados, al contenernos tal vez dejemos la más bella página de nuestra historia por escribir.

En busca de la ternura perdida

— Tal y como comenta Carme García Gomila en un ensayo para Temas de Psicoanálisis, la soledad de los personajes de Murakami va más allá de las “relaciones líquidas”, el concepto del sociólogo Zygmunt Bauman para explicar el fin de los víncu­los “para toda la vida” en un mundo en el que el amor se ha vuelto provisional y precario.
— Según García Gomila, bajo la rigidez de la sociedad japonesa late una ternura etérea, casi indetectable, pues está largamente reprimida en el alma japonesa y tal vez actualmente en la occidental.

 Las peripecias de los personajes de Murakami, en ese sentido, son una búsqueda deses­perada de esa ternura que, con suerte, algún día tuvieron —quizás a través de su madre— y que se oculta dormida en el fondo de su alma.

Francesc Miralles es escritor y periodista experto en psicología.



 

Sotheby’s saca a subasta la “Papisa” perdida de Velázquez

El rastro del retrato de Olimpia Pamphili, considerada la mujer más poderosa de la Roma del siglo XVII, se esfumó casi tres siglos.


Una empleada de Sotheby’s muestra el retrato de Olimpia Pamphili de Velázquez.
Una empleada de Sotheby’s muestra el retrato de Olimpia Pamphili de Velázquez. Getty Images

Alimentación y semántica.....................Juan José Millás.

Juan José Millás
 
Alimentación y semántica
UN POLLO DECAPITADO fuera de contexto es como el urinario de Duchamp.
 Podría ser arte, signifique lo que signifique esta palabra, arte.
 A veces basta cambiar las cosas de sitio para producirlo. Pero resulta complicado.
 Lautréamont decía que el surrealismo era el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones.
 Ahora bien, hay que darle un par de vueltas al asunto para que se te ocurra un bodegón tan pertinente.
 En todo caso, el pollo de la imagen produce cierta turbación, no sabríamos decir si de orden estético o antiestético.
 Alguien lo ha colocado en el banquillo de un equipo de baloncesto, suponemos que para ofender al rival, como para señalar que sus jugadores se mueven por el campo como un conjunto de pollos sin cabeza.
El significado es fundamental. Casi todas las acciones del ser humano lo tienen o procuran tenerlo.
 Pero con independencia del significado concreto que se le pretendiera dar el día en el que se celebró el encuentro, para usted y para mí adquiere, al contemplarlo fuera de su lugar natural (la carnicería), un sentido escatológico, un sentido final, un sentido, si me permiten la hipérbole, un poco apocalíptico. 
Toda esa carnalidad desnuda, concentrada, yacente, ese color enfermizo de la piel, esas magulladuras o hematomas, nos llenan de piedad por el animal y por nosotros mismos.
 Me pregunto qué fue del pobre pollo una vez cumplida su función semántica. 
Tal vez el mismo que se la otorgó lo devolvió luego a su papel alimenticio y se lo comió en compañía de su esposa e hijos. 
Dios nos ampare.
 

Miedo ...............................................Rosa Montero

Nos ayuda a sobrevivir, nos pone en alerta, nos prepara para la lucha o la huida. Pero también puede ser una trampa insalvable, una tortura.
HE RECIBIDO la carta de una lectora, X, que me habla de la precariedad emocional en la que vive.
 “Estoy bien, tranquila, normal, y entonces una mala noticia, la enfermedad de un amigo o una reprimenda de mi jefe hacen que me hunda, que me sienta pequeña y llena de angustia”. 
 Sí, lo entiendo. 
Es la fragilidad y la indefensión de nuestras vidas, emergiendo de pronto desde los abismos. 
Pocos sentimientos debe de haber tan compartidos universalmente como el miedo
¿Quién no ha sentido temor en algún momento? El miedo nos ayuda a sobrevivir; nos pone en alerta, galvaniza nuestro cuerpo con torrentes de adrenalina y nos prepara para la lucha o la huida. Pero también puede ser una trampa insalvable, una jaula imaginaria, una tortura.

No nos llevamos nada bien con nuestro miedo. 
La sociedad lo considera una debilidad, y al cobarde, un oprobio, sobre todo si se trata de un varón. 
Pobres hombres atrapados (ellos también) en la dictadura del sexismo, que les obliga a mostrar una bravura legendaria.
 De niña vi Las cuatro plumas, una película que me resultó aterradora. 
Un joven oficial británico se da de baja cuando envían a su batallón a combatir al sangriento Sudán. 
 Entonces su padre lo repudia y, lo que es aún peor, recibe cuatro plumas blancas, el símbolo infamante de la cobardía, de mano de sus tres amigos más íntimos y, no se lo pierdan, de su feroz novia. Yo no acababa de entender por qué una pluma blanca podía ser tan terrible, pero me espantó el dolor de su absoluta humillación. Espoleado por el desprecio de sus más queridos, nuestro amigo se marcha a Sudán en condiciones aún más peligrosas.
 No recuerdo el final, pero seguro que termina convertido en héroe y casado con la espantosa de su novia.
Si me impresionó tanto aquella película creo que fue porque siempre he sido muy cobardica. 
¿Pero acaso es tan vergonzoso sentir miedo? Siempre he creído que las personas con más imaginación somos más miedosas,
 porque inmediatamente se nos representan todas las catástrofes posibles en la pantalla de nuestro cerebro. 
Por otro lado, hay que diferenciar entre el miedo físico (a que te asalten o te maten) y el miedo emocional (a comprometerse, por ejemplo). 
En este último registro creo que soy más valerosa. 
Algo es algo, me digo. Pero no es suficiente. 
Me consta, por la carta de X, por mi propia experiencia y porque lo he visto infinidad de veces en otras personas, que, para muchos de nosotros, el miedo es un enemigo íntimo con quien compartimos la existencia.
 Un miedo irracional, obsesivo, neurótico, que en realidad se origina en los verdaderos terrores del vivir, pero que nosotros colocamos en otro lado.
 Porque es cierto que la vida es frágil; que en cualquier momento puede ocurrirte una desgracia; que no controlamos nuestra realidad aunque creamos que sí; que al final nos morimos.
 Pero, cuando nos muerde el miedo, no suele ser por estos motivos de sobrado peso, sino por locuritas. 
Miedo a quedar mal. A que no te quieran.
 A hacer el ridículo. Miedo a que se demuestre que no vales lo suficiente, que no sabes, que no sirves, que eres una impostora (ay, el estúpido síndrome del impostor, padecido mayoritariamente por mujeres). 
Miedo a que te odien, exacerbado por la ponzoña de las redes. 
Pero también: a que te despidan, a que tu pareja te abandone, a que tu hijo se drogue. 
Y sí, resulta que a veces te despiden, y tu pareja te deja, y a tu hijo le suceden malas cosas.
 Pero lo enfermizo es temer todo esto mucho antes de que suceda, incluso cuando ni siquiera hay indicios de que pueda ocurrir.
 ¿Por qué destrozar nuestro presente feliz por el miedo a un futuro incierto?
Miro hoy hacia atrás y me doy cuenta de que esos soponcios silenciosos forman parte de la vida de muchos.
 De que, para bastantes personas, vivir es ir cayendo de cuando en cuando en esos pozos. 
Susto, ansiedad, temor irrefrenable y repentina inquietud ante el futuro.
 Quieres esconderte, rendirte, pero, al fin, qué maravilla, no lo haces. 
Lo dice la sabiduría popular: un valiente no es quien no tiene miedo, sino quien lo supera.
 De manera que, mis queridos amigos cobardes, los que convivimos cotidianamente con el miedo somos sin lugar a dudas los más valerosos.