“Estoy bien, tranquila, normal, y entonces una mala noticia, la enfermedad de un amigo o una reprimenda de mi jefe hacen que me hunda, que me sienta pequeña y llena de angustia”.
Sí, lo entiendo.
Es la fragilidad y la indefensión de nuestras vidas, emergiendo de pronto desde los abismos.
Pocos sentimientos debe de haber tan compartidos universalmente como el miedo.
¿Quién no ha sentido temor en algún momento? El miedo nos ayuda a sobrevivir; nos pone en alerta, galvaniza nuestro cuerpo con torrentes de adrenalina y nos prepara para la lucha o la huida. Pero también puede ser una trampa insalvable, una jaula imaginaria, una tortura.
No nos llevamos nada bien con nuestro miedo.
La sociedad lo considera una debilidad, y al cobarde, un oprobio, sobre todo si se trata de un varón.
Pobres hombres atrapados (ellos también) en la dictadura del sexismo, que les obliga a mostrar una bravura legendaria.
De niña vi Las cuatro plumas, una película que me resultó aterradora.
Un joven oficial británico se da de baja cuando envían a su batallón a combatir al sangriento Sudán.
Entonces su padre lo repudia y, lo que es aún peor, recibe cuatro plumas blancas, el símbolo infamante de la cobardía, de mano de sus tres amigos más íntimos y, no se lo pierdan, de su feroz novia. Yo no acababa de entender por qué una pluma blanca podía ser tan terrible, pero me espantó el dolor de su absoluta humillación. Espoleado por el desprecio de sus más queridos, nuestro amigo se marcha a Sudán en condiciones aún más peligrosas.
No recuerdo el final, pero seguro que termina convertido en héroe y casado con la espantosa de su novia.
Si me impresionó tanto aquella película creo que fue porque siempre he sido muy cobardica.
¿Pero acaso es tan vergonzoso sentir miedo? Siempre he creído que las personas con más imaginación somos más miedosas,
porque inmediatamente se nos representan todas las catástrofes posibles en la pantalla de nuestro cerebro.
Por otro lado, hay que diferenciar entre el miedo físico (a que te asalten o te maten) y el miedo emocional (a comprometerse, por ejemplo).
En este último registro creo que soy más valerosa.
Algo es algo, me digo. Pero no es suficiente.
Me consta, por la carta de X, por mi propia experiencia y porque lo he visto infinidad de veces en otras personas, que, para muchos de nosotros, el miedo es un enemigo íntimo con quien compartimos la existencia.
Un miedo irracional, obsesivo, neurótico, que en realidad se origina en los verdaderos terrores del vivir, pero que nosotros colocamos en otro lado.
Porque es cierto que la vida es frágil; que en cualquier momento puede ocurrirte una desgracia; que no controlamos nuestra realidad aunque creamos que sí; que al final nos morimos.
Pero, cuando nos muerde el miedo, no suele ser por estos motivos de sobrado peso, sino por locuritas.
Miedo a quedar mal. A que no te quieran.
A hacer el ridículo. Miedo a que se demuestre que no vales lo suficiente, que no sabes, que no sirves, que eres una impostora (ay, el estúpido síndrome del impostor, padecido mayoritariamente por mujeres).
Miedo a que te odien, exacerbado por la ponzoña de las redes.
Pero también: a que te despidan, a que tu pareja te abandone, a que tu hijo se drogue.
Y sí, resulta que a veces te despiden, y tu pareja te deja, y a tu hijo le suceden malas cosas.
Pero lo enfermizo es temer todo esto mucho antes de que suceda, incluso cuando ni siquiera hay indicios de que pueda ocurrir.
¿Por qué destrozar nuestro presente feliz por el miedo a un futuro incierto?
Miro hoy hacia atrás y me doy cuenta de que esos soponcios silenciosos forman parte de la vida de muchos.
De que, para bastantes personas, vivir es ir cayendo de cuando en cuando en esos pozos.
Susto, ansiedad, temor irrefrenable y repentina inquietud ante el futuro.
Quieres esconderte, rendirte, pero, al fin, qué maravilla, no lo haces.
Lo dice la sabiduría popular: un valiente no es quien no tiene miedo, sino quien lo supera.
De manera que, mis queridos amigos cobardes, los que convivimos cotidianamente con el miedo somos sin lugar a dudas los más valerosos.
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