Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

30 jun 2019

Sotheby’s saca a subasta la “Papisa” perdida de Velázquez

El rastro del retrato de Olimpia Pamphili, considerada la mujer más poderosa de la Roma del siglo XVII, se esfumó casi tres siglos.


Una empleada de Sotheby’s muestra el retrato de Olimpia Pamphili de Velázquez.
Una empleada de Sotheby’s muestra el retrato de Olimpia Pamphili de Velázquez. Getty Images

Alimentación y semántica.....................Juan José Millás.

Juan José Millás
 
Alimentación y semántica
UN POLLO DECAPITADO fuera de contexto es como el urinario de Duchamp.
 Podría ser arte, signifique lo que signifique esta palabra, arte.
 A veces basta cambiar las cosas de sitio para producirlo. Pero resulta complicado.
 Lautréamont decía que el surrealismo era el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones.
 Ahora bien, hay que darle un par de vueltas al asunto para que se te ocurra un bodegón tan pertinente.
 En todo caso, el pollo de la imagen produce cierta turbación, no sabríamos decir si de orden estético o antiestético.
 Alguien lo ha colocado en el banquillo de un equipo de baloncesto, suponemos que para ofender al rival, como para señalar que sus jugadores se mueven por el campo como un conjunto de pollos sin cabeza.
El significado es fundamental. Casi todas las acciones del ser humano lo tienen o procuran tenerlo.
 Pero con independencia del significado concreto que se le pretendiera dar el día en el que se celebró el encuentro, para usted y para mí adquiere, al contemplarlo fuera de su lugar natural (la carnicería), un sentido escatológico, un sentido final, un sentido, si me permiten la hipérbole, un poco apocalíptico. 
Toda esa carnalidad desnuda, concentrada, yacente, ese color enfermizo de la piel, esas magulladuras o hematomas, nos llenan de piedad por el animal y por nosotros mismos.
 Me pregunto qué fue del pobre pollo una vez cumplida su función semántica. 
Tal vez el mismo que se la otorgó lo devolvió luego a su papel alimenticio y se lo comió en compañía de su esposa e hijos. 
Dios nos ampare.
 

Miedo ...............................................Rosa Montero

Nos ayuda a sobrevivir, nos pone en alerta, nos prepara para la lucha o la huida. Pero también puede ser una trampa insalvable, una tortura.
HE RECIBIDO la carta de una lectora, X, que me habla de la precariedad emocional en la que vive.
 “Estoy bien, tranquila, normal, y entonces una mala noticia, la enfermedad de un amigo o una reprimenda de mi jefe hacen que me hunda, que me sienta pequeña y llena de angustia”. 
 Sí, lo entiendo. 
Es la fragilidad y la indefensión de nuestras vidas, emergiendo de pronto desde los abismos. 
Pocos sentimientos debe de haber tan compartidos universalmente como el miedo
¿Quién no ha sentido temor en algún momento? El miedo nos ayuda a sobrevivir; nos pone en alerta, galvaniza nuestro cuerpo con torrentes de adrenalina y nos prepara para la lucha o la huida. Pero también puede ser una trampa insalvable, una jaula imaginaria, una tortura.

No nos llevamos nada bien con nuestro miedo. 
La sociedad lo considera una debilidad, y al cobarde, un oprobio, sobre todo si se trata de un varón. 
Pobres hombres atrapados (ellos también) en la dictadura del sexismo, que les obliga a mostrar una bravura legendaria.
 De niña vi Las cuatro plumas, una película que me resultó aterradora. 
Un joven oficial británico se da de baja cuando envían a su batallón a combatir al sangriento Sudán. 
 Entonces su padre lo repudia y, lo que es aún peor, recibe cuatro plumas blancas, el símbolo infamante de la cobardía, de mano de sus tres amigos más íntimos y, no se lo pierdan, de su feroz novia. Yo no acababa de entender por qué una pluma blanca podía ser tan terrible, pero me espantó el dolor de su absoluta humillación. Espoleado por el desprecio de sus más queridos, nuestro amigo se marcha a Sudán en condiciones aún más peligrosas.
 No recuerdo el final, pero seguro que termina convertido en héroe y casado con la espantosa de su novia.
Si me impresionó tanto aquella película creo que fue porque siempre he sido muy cobardica. 
¿Pero acaso es tan vergonzoso sentir miedo? Siempre he creído que las personas con más imaginación somos más miedosas,
 porque inmediatamente se nos representan todas las catástrofes posibles en la pantalla de nuestro cerebro. 
Por otro lado, hay que diferenciar entre el miedo físico (a que te asalten o te maten) y el miedo emocional (a comprometerse, por ejemplo). 
En este último registro creo que soy más valerosa. 
Algo es algo, me digo. Pero no es suficiente. 
Me consta, por la carta de X, por mi propia experiencia y porque lo he visto infinidad de veces en otras personas, que, para muchos de nosotros, el miedo es un enemigo íntimo con quien compartimos la existencia.
 Un miedo irracional, obsesivo, neurótico, que en realidad se origina en los verdaderos terrores del vivir, pero que nosotros colocamos en otro lado.
 Porque es cierto que la vida es frágil; que en cualquier momento puede ocurrirte una desgracia; que no controlamos nuestra realidad aunque creamos que sí; que al final nos morimos.
 Pero, cuando nos muerde el miedo, no suele ser por estos motivos de sobrado peso, sino por locuritas. 
Miedo a quedar mal. A que no te quieran.
 A hacer el ridículo. Miedo a que se demuestre que no vales lo suficiente, que no sabes, que no sirves, que eres una impostora (ay, el estúpido síndrome del impostor, padecido mayoritariamente por mujeres). 
Miedo a que te odien, exacerbado por la ponzoña de las redes. 
Pero también: a que te despidan, a que tu pareja te abandone, a que tu hijo se drogue. 
Y sí, resulta que a veces te despiden, y tu pareja te deja, y a tu hijo le suceden malas cosas.
 Pero lo enfermizo es temer todo esto mucho antes de que suceda, incluso cuando ni siquiera hay indicios de que pueda ocurrir.
 ¿Por qué destrozar nuestro presente feliz por el miedo a un futuro incierto?
Miro hoy hacia atrás y me doy cuenta de que esos soponcios silenciosos forman parte de la vida de muchos.
 De que, para bastantes personas, vivir es ir cayendo de cuando en cuando en esos pozos. 
Susto, ansiedad, temor irrefrenable y repentina inquietud ante el futuro.
 Quieres esconderte, rendirte, pero, al fin, qué maravilla, no lo haces. 
Lo dice la sabiduría popular: un valiente no es quien no tiene miedo, sino quien lo supera.
 De manera que, mis queridos amigos cobardes, los que convivimos cotidianamente con el miedo somos sin lugar a dudas los más valerosos.

 

De los parecidos........................Javier Marías

Sé de amigos y amigas que estaban enamorados de alguien, o por ahí. 
De pronto les tocó frecuentar a su familia, y se les alteró la visión del ser amado.
AL MENOS EN TRES de mis novelas los parecidos han tenido un papel episódico pero no exento de importancia, así que es un asunto al que le doy vueltas de tanto en tanto. 
Ahora me toca de nuevo a raíz del nacimiento de una niña, nieta de mi mujer, a la que de momento (sólo cuenta siete meses) veo una considerable semejanza con su abuela, en ciertos rasgos físicos y en lo que se anuncia como un carácter risueño y alerta.
 Su hija, la madre de esta niña, ya se le parece notablemente, hasta el punto de que la gente las toma por hermanas en ocasiones, cuando las ve juntas. 
Por lo visto, la madre de mi mujer (a la que ésta no conoció hasta su adolescencia, y entonces sólo durante un breve periodo) era asimismo idéntica a su hija, por tanto a su nieta y quizá a su bisnieta, a las que tampoco conoció, obviamente.
 De ser todo esto así, sumarían cuatro generaciones de mujeres con facciones muy similares, y alguien tan dado al pensamiento ocioso como yo no puede por menos de preguntarse el porqué de tan exagerada insistencia en determinados genes.
Cierto que cada una tuvo, tiene o tendrá su personalidad y su biografía: diferentes personas forjadas cada una a sí misma, complejas; en algún caso opuestas entre sí, la negación de la anterior.
 Pero con una fortísima semejanza en el “continente”.
 No es tan frecuente la reiteración. Los parecidos acaban diluyéndose (intervienen nuevos individuos en la creación de cada criatura), la prolongación indefinida no suele darse.
 De niño todo el mundo decía que yo era clavado a mi madre. Entonces no lo veía, porque los niños no se ven bien; ni siquiera distinguen demasiado a los otros (recuerdo haber creído durante años que James Stewart y Gary Cooper eran el mismo, y otro tanto me ocurría con Dean Martin y Robert Mitchum; claro que a ellos los encontraba de tarde en tarde en el cine, y además caracterizados).
 Más adelante sí llegué a verlo, y cuando ella murió, a mis veintiséis, en el trayecto en coche hacia el cementerio me veía parcialmente en el espejo del conductor, y, tras una noche de pena e insomnio, sólo acertaba a pensar en bucle:
 “Debo de ser lo más parecido a ella que queda”. 

Ahora que he cumplido casi tres años más de los que ella cumplió, no sé si sigo “representándola”, seguramente no.
 Uno va cambiando, y le surgen parecidos que no solía tener.
 A algunos de mis tíos, muy distintos de mi abuelo, los vi de repente idénticos a éste, según se adentraron en la edad de su padre cuando yo lo traté.
 De mis cinco sobrinas, hay una a la que durante tiempo creí verle más semejanza conmigo que con su propio padre, hermano mío. Ahora no sé: ella y yo vamos variando.
 Los parecidos, además de misteriosos o inquietantes, pueden resultar también peligrosos.
 Sé de amigos y amigas que estaban enamorados de alguien, o por ahí. 
De pronto les tocó empezar a frecuentar a la familia de ese alguien, y no sólo se les alteró la visión del ser amado, sino que incluso dejaron de quererlo paulatinamente. 
Conocieron a un padre o a una madre con los que guardaba parecido el ser amado. 
Y no sólo “preanunciaban” la posible evolución de ese ser (se entiende que para mal, o para desaliento), sino que lo que mis amigos tomaban por peculiaridades de su novio o su novia resultaron ser vulgares “copias” o “contagios” de quienes los precedían, de unos transmisores tal vez desagradables, antipáticos o mal educados.

Conocer y tratar a una persona a solas, en sí misma, es muy distinto que conocerla y tratarla en su medio original, en su entorno familiar, que puede provocar un rechazo tan drástico como para impregnar sin remedio a quien hasta entonces se quería con locura e incondicionalmente.
 Por eso no entiendo la suicida afición española a las familias, a las propias y a las políticas o adquiridas.
 Cada nuevo miembro suele ser engullido por ellas sin la menor consideración, y los aterrizados cónyuges o parejas se oponen poco, se dejan absorber y fagocitar, tanto si les agrada el terreno que pisan como si no.
 Yo he tenido la “suerte” (para mí, no para ellas, claro) de que la mayoría de mis parejas eran huérfanas de padre o madre o de los dos.
 De que carecieran de verdadera y vampírica estructura familiar.
 Si hablo de suerte es porque no he corrido el riesgo de sentir ese rechazo “vicario” o “por delegación”.
 En lo que a mí respecta, consciente de ese peligro, he “impuesto” lo menos posible a mi familia, para no ser yo víctima de ese injusto repudio contra el que no se puede luchar.
 Si alguien que nos quiere nos ve súbitamente como “reflejo” o prolongación de alguien mayor que le pone de los nervios o le cae como un tiro; si vislumbra nuestro rostro futuro en un rostro envejecido y tal vez amargado o quizá abotargado, en unos rasgos que le repelen o le causan decepción, no es difícil que, a su pesar, se aleje de nuestra compañía. 
 Puede suceder lo contrario, claro está: padres o madres tan encantadores, comprensivos e inteligentes, y de físico tan grato en sus diversas edades, que nos inviten a quedarnos cerca de su hijo o su hija, ante la probable promesa de una admirable evolución. 
Pero, por si acaso, yo sería partidario de suprimir todo contacto con las familias sobrevenidas, no vaya a ser que, por su culpa, nuestro amado o nuestra amada se nos tornen insoportables, y los perdamos.


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