Le apodaron Juan Carlos el Breve. Pero, contra todo pronóstico, consiguió consolidarse. Paró un golpe de Estado. Su figura se engrandeció.
Y años más tarde, con la aburrida normalidad, llegaron los deslices.
Antonio Jiménez Barca
El anuncio de Juan Carlos I de que renuncia este domingo a la vida
pública ha vuelto los ojos a su figura.
Fue proclamado Rey en noviembre de 1975. Muchos desconfiaban de que su reinado durara.
Pero duró: el 2 de junio de 2014, hace cinco años, anunciaba su abdicación. Esta es su vida en tres actos.
Fue proclamado Rey en noviembre de 1975. Muchos desconfiaban de que su reinado durara.
Pero duró: el 2 de junio de 2014, hace cinco años, anunciaba su abdicación. Esta es su vida en tres actos.
1. El desastre
Un viejo amigo de Juan Carlos I acudió a verle al palacio de la Zarzuela, después de que el Rey le llamara por teléfono.
Lo encontró solo, en una habitación interior muy pequeña, tumbado boca arriba en una camilla, dolorido de la cadera, con el mando a distancia de la televisión en la mano, cambiando de canal. Sin mucho más que hacer.
Sin nadie al lado. Hablaron de lo que hablan dos amigos que se conocen desde hace más de 40 años: de la mala salud, de los hijos, de que las cosas, como siempre, son imprevisibles.
Recuerda la pena que sintió al ver al en otro tiempo popular e indiscutido Juan Carlos I, así, perdido en su propio palacio, zapeando, atendiendo las escasas llamadas de teléfono que recibía. El Rey tenía ese día 74 años.
Y no estaba bien. Ni él ni la institución que encarnaba.
La Monarquía atravesaba uno de sus peores momentos.
Al final, resultó que fajarse con la Transición, lograr la amistad de un comunista como Santiago Carrillo o de un socialista como Felipe González, con ser difícil, resultó más fácil que soportar el desgaste del día a día desde la cima culminante del 23-F hasta ese feo sábado por la tarde.
Fue más manejable pedir a los amigos más íntimos, los del colegio, que le ayudaran a organizar en los últimos años del franquismo reuniones secretas con personajes ajenos al régimen.
Más sencillo echar a un presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, que creía tutelarle.
Fue más fácil decidir sin género de dudas que la Monarquía no debía tener ningún poder político y respetar siempre ese compromiso.
Fueron más manejables aquellos días revolucionados que la aburrida normalidad que vino después, cuando parecía que todo estaba ganado.
La dulce velocidad de crucero fue lo que acabó en desastre.
Ocho meses antes de que ese amigo acudiera a visitarle, en abril, don Juan Carlos se había caído en una cabaña en el delta del Okavango, en Botsuana, rompiéndose una cadera ya de por sí maltrecha y triturada a base de operaciones.
Estuvo toda una noche tumbado en el suelo, sin gritar, sin poder moverse, según relata el libro Final de partida, de la periodista Ana Romero.
Todo se hizo público en pocas horas: el traslado urgente a un hospital de Madrid, la alarma médica, el haber estado cazando elefantes en una esquina exótica de África con su amante, Corinna zu Sayn-Wittgenstein, entonces de 51 años, y unos millonarios amigos saudíes.
España, ahogada en la crisis económica, con una nueva generación de jóvenes indignados por su retroceso social y su falta de futuro, había dejado de admirar a ese Rey, desconectado de un mundo que había cambiado sin que él se diera cuenta.
Una periodista que lo acompañaba por esa época recuerda un tipo cascarrabias, que se enfadaba cuando tropezaba al caminar con el bastón o la muleta, cada vez más débil.
Aún conservaba su entrenada capacidad de aguante: un día, según cuenta un alto cargo que trabajó en la Casa del Rey, en una audiencia con unos diplomáticos árabes, se le salió de golpe la prótesis de la cadera, pero él soportó el dolor a pie firme, sin quejarse, sufriendo en silencio, hasta que acabó el acto.
Con todo, las amenazas eran demasiadas: su salud limitaba sus movimientos, su sordera alimentaba su desconfianza, y esa desconfianza engordaba su mal genio.
Su popularidad y la de su familia bajaban mes a mes. Además, se había enamorado de Corinna y no estaba dispuesto a renunciar a ella, aunque esto significara coquetear con el escándalo, que acabó alcanzándole en África.
Me he equivocado: no volverá a ocurrir”. Miraba a la cámara con una expresión algo infantil en los ojos, de niño pillado en un renuncio.
Pidió perdón por el episodio concreto de la cacería —sin especificarlo—, aunque, en realidad, el perdón podía hacerse extensivo a otras faltas, como los episodios de corrupción que habían afectado a uno de sus yernos, Iñaki Urdangarin, y salpicado a su propia hija, la infanta Cristina.
Un exministro que lo conoce bien divide su trayectoria en tres etapas:
“La primera, la de sufrir y tragar, hasta que le nombraron Rey.
La segunda, hasta el 23-F, la de su enorme contribución histórica, que nadie discute. La tercera, cuando cree que nadie le va a pedir cuentas nunca”.
“Tal vez creyó que la Monarquía estaba ya consolidada para siempre, que funcionaba sola.
Él seguía haciendo las mismas cosas de siempre, pero la sociedad había cambiado por la crisis”, sostiene el historiador Jordi Canal, autor del ensayo La monarquía en el siglo XXI.
El aislamiento de La Zarzuela, la fatiga o simplemente la edad habían disminuido ese instinto político con el que supo, en los momentos difíciles, interpretar lo que quería la sociedad.
Días después de la cacería y la caída en África, pidió perdón en una insólita alocución televisiva
El mismo Juan Carlos, según afirma el emprendedor y escritor Diego Hidalgo, otro amigo de muchos años, se había prometido abdicar a los 70 años, convencido de que eso era lo mejor para él, para su hijo y para la institución monárquica.
Y así se lo había confesado a Hidalgo.
Pero una cosa es pensar eso a los 40 o los 50 años y otra seguir manteniéndolo a medida que llegas a esa edad.
Un veterano ministro que compartió muchas horas con el Rey lo disculpa: “Es que lo difícil no es llegar, ni mantenerse. Créame: lo difícil es saber irse, descubrir que ha llegado la hora y hacerle frente”.
Es difícil para los músicos, para los futbolistas, para los actores y para los políticos. Y es difícil también para los reyes.
Un amigo, movido únicamente por el afecto y la fidelidad, le aconsejó que dejara el trono en aquellos días nefastos. Pero el Rey le contestó tajante: “Agradezco mucho que mis amigos me den consejos, pero hay temas que se pueden tocar y otros no”.
El 6 de enero de 2014, en la Pascua Militar, un día después de cumplir 76 años, cansado y aturdido, leyó un discurso en el que se trabó varias veces y en el que confundió bastantes palabras. Eso acabó por convencerle.
Lo hizo tarde, pero no demasiado tarde.
Nadie sabe qué habría pasado si hubiera esperado más.
Sea como fuere, hasta ahí había llegado: no más días históricos; tampoco más sábados por la tarde siendo el Rey, viendo la tele en palacio.
No era un buen final. Tampoco el más justo para Juan Carlos I. Pero no había otro disponible.