Ana Rosa y Mila están viviendo una segunda juventud.
No hay más que verlas. Pero es que, además, la relatividad de la edad
la estoy viviendo en mis propias carnes. Se me rifan. Me lo quitan de
las manos.
Sacarle partido al tiempo
Ana Rosa nos hace entrega de una caja de cerezas de su finca, y yo
intento preguntarle cómo hace para sacarle tanto partido al tiempo
porque, a su lado, la mayoría somos unos vagos redomados.
Ni es necesario para que el
cerebro funcione, ni es imprescindible en una dieta equilbrada, ni pone
hiperactivos a los niños. El azúcar está rodeado de mitos arraigados
pero sin base científica alguna.
El azúcar no pasa por su mejor momento de popularidad: en los últimos
años va calando entre los consumidores una razonable preocupación por
sus efectos nocivos. Sin embargo, los españoles seguimos consumiéndolo
en cantidades industriales -el triple de lo recomendado por la OMS-,
no tanto en su forma visible como en la invisible. Es decir, en los
incontables productos de supermercado que lo llevan como ingrediente,
desde la bollería hasta las galletas pasando por las salsas, los
refrescos o los lácteos azucarados. A la vez, unas cuantas leyendas sobre el azúcar continúan arraigadas
como garrapatas en los cerebros de buena parte de la población, algunas
de ellas alimentadas -sorpresa- por la maquinaria de márketing de las
empresas que lo producen o que lo usan en sus productos. ¿No has oído
nunca lo de que es "necesario para el buen funcionamiento del cerebro" o
"conviene tomarlo en una dieta equilibrada"? Pues son afirmaciones sin
base científica, igual de erróneas que mitos como la relación entre el
azúcar y la hiperactividad en los niños o entre la fruta y el aumento de
peso "porque tiene mucho azúcar". En el vídeo que tienes arriba desmontamos éstas y otras creencias
populares. Échale un ojo, que te vendrá muy bien para ser refractario a
las noticias falsas y también a los comentarios que haga tu cuñado para
justificar que se infla a Donettes.
El
centenario de la apertura de la escuela de arquitectura, diseño y artes
aplicadas más influyente del siglo XX ha traído consigo una relectura
crítica de su historia.
En 1981, el arquitecto barcelonés Josep Lluís Sert relató a Manuel Vicent
la siguiente anécdota, referida al viaje de estudios que realizó junto a
sus compañeros al acabar la universidad en 1929. “Entonces hicimos un
viaje por todo el centro de Europa. Recuerdo que llevábamos a un
profesor que no sabía lo que era la Bauhaus.
Llegamos allí y, al verla, dijo: ‘Están ustedes equivocados; esto es
una fábrica: ¿cómo puede ser una escuela de arquitectura?”. La anécdota,
publicada originalmente en EL PAÍS y rescatada recientemente por la investigadora María del Mar Arnús en la biografía Ser(t) arquitecto
(Anagrama), ilustra de un modo gráfico el impacto que produjo en la
arquitectura de los años veinte la aparición de la Bauhaus, una peculiar
escuela de artes aplicadas que hoy ocupa una posición casi mitológica en la historia visual del siglo XX, y que este año ha vuelto al debate público con motivo del primer centenario de su fundación.
Convertida en etiqueta, en adjetivo, en mantra e incluso en insulto,
conviene recordar que el recorrido de esta institución fue azaroso,
accidentado y, en cierto modo, breve: apenas 14 años transcurridos entre
1919, cuando abrió su primera sede en Weimar,
y 1932, cuando cerró sus puertas ante el acoso del Gobierno
nacionalsocialista. En sus inicios, como recuerda el historiador Kenneth
Frampton, fue una escuela-taller donde las artes decorativas y
aplicadas se enfocaban desde el punto de vista de la artesanía, emulando
casi la formación gremial del medievo. Ni siquiera la mística
(religiones orientales incluidas) estaba excluida del currículo. Las
cosas cambiaron, sin embargo, alrededor de 1922, cuando Gropius,
fundador de la escuela, dio un golpe de timón y decidió orientarlo a la producción industrial. “La Bauhaus influyó en todo, no solo en arquitectura”, explica la
profesora Pilar Chías, decana de la Escuela de Arquitectura de la
Universidad de Alcalá. “Alemania quería recuperar un papel protagonista
en el campo del diseño industrial, y la Bauhaus formó parte de aquella
imagen de marca”. Fue en aquella época cuando los parámetros de la
etiqueta Bauhaus quedaron definidos. “Todo se basaba en la
industrialización y en la ruptura con el estilo Biedermeier de la época anterior”,
apunta Chías. “La Bauhaus limpió aquellos interiores recargados y
propuso la producción en serie de objetos y espacios que debían llegar a
todo el mundo. Lo que queda de la Bauhaus es precisamente esa
predilección por los espacios diáfanos, por la luz, la claridad y la
idea de una ciudad salubre para sus habitantes”.
Esa intuición, que hoy no cuesta reconocer en nuestras casas,
compuestas por estancias funcionales y amuebladas con piezas modulares,
combinables e, incluso, autoinstalables, fue un auténtico golpe de
efecto capaz de transformar toda la arquitectura de su época.
Arnús, en
su biografía de Sert, recuerda el impacto que las enseñanzas de Gropius
tuvieron en el joven arquitecto catalán.
De hecho, su primera obra de
envergadura, un edificio de ocho plantas en la calle del Rosellón de
Barcelona (1929), era un ejercicio de vivienda mínima racional,
accesible y moderna que aspiraba a generar una nueva tipología en el
Eixample.
Aunque Sert, en el debate de su época, terminó decantándose
por la calidez humanista de Le Corbusier y por la reivindicación de la
arquitectura vernácula mediterránea, afianzó a lo largo de las décadas
una estrecha relación con Gropius en la Universidad de Harvard.
Gropius había recalado en la universidad estadounidense en 1937 como
responsable del departamento de arquitectura, y en 1942 invitó a Sert a
impartir clases y conferencias acerca de planeamiento urbano.
No fue el
único caso: tras el desmantelamiento de la sede alemana de la Bauhaus,
sus docentes e ideólogos continuaron su labor didáctica en centros tan innovadores como Black Mountain College. Este peculiar experimento académico presidido por otro veterano de la
Bauhaus, Josef Albers, fue un foco de transgresión creativa del que
surgieron los artistas Cy Twombly y Robert Rauschenberg o el compositor
John Cage. También ellos, en cierto modo, fueron hijos de la filosofía
Bauhaus, que apostaba por la creación libre, la contaminación entre
disciplinas y la experimentación formal a ultranza.
Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX la palabra Bauhaus había
adquirido resonancias muy distintas. La funcionalidad a ultranza, la
carencia de ornamentos y la racionalidad estructural que había formado
parte de su credo se transformaron en un tópico y, en ocasiones, en una
caricatura. Años después, el escritor Tom Wolfe reflexionaría sobre ello en su ensayo From Bauhaus to our House (1981, traducido al español como¿Quién teme al Bauhaus feroz?), en el que deploraba que, bajo la influencia de Gropius y Van der Rohe,
varias generaciones de niños se hubieran educado “en colegios que
parecían almacenes de piezas de repuesto para máquinas duplicadoras”. Llevada al extremo, la frialdad de la Bauhaus, que había nacido como un
antídoto contra el recargado, contaminado y tenebroso siglo XIX, había
generado otro tipo de espacios inhóspitos. “Las casas de la Bauhaus
siguen siendo vigentes”, reflexiona Chías. “Pero sí es cierto que
algunos de sus conceptos, como el de las glass boxes o
edificios concebidos como cajas de cristal, están superados porque en
ellos se resiente mucho el confort de la vida cotidiana”. Tampoco la
preocupación por la sostenibilidad, hoy esencial para cualquier
arquitecto, formaba parte de las inquietudes de esta escuela surgida en
plena euforia industrial. Resulta lógico, tanto como la revisión crítica
que ha acompañado los fastos de celebración del primer centenario de la
inauguración de la escuela. Se ha llamado la atención, por ejemplo,
acerca del papel de las mujeres, relegadas en la escuela a ciertos
departamentos “menores” y silenciadas durante décadas. Este es el tema
de Bauhausmädels (Taschen), una reciente monografía de Patrick Rössler. Bauhaus fue una institución moderna, pero siempre dentro de los
parámetros de la Alemania de los años veinte.
Por eso, y dado que en las
décadas posteriores a su desaparición su influencia se fue ramificando
en los infinitos itinerarios de la arquitectura moderna, es posible que
su huella más notoria hoy se encuentre en el mismo lugar en el que todo
comenzó: en las aulas. “La Bauhaus apostaba por una transformación
social desde la enseñanza artística”, apunta Alessandro Manetti,
consejero delegado de IED Escuela Superior de Diseño en España.
“Por
tanto, todas las escuelas de diseño han tenido como referente a la
alemana por ser la primera que cambió las reglas de la enseñanza de esta
disciplina”.
Manetti menciona la combinación de educación teórica y
metodología práctica mediante talleres, el prototipado de ideas, el
diseño de procesos y la preocupación por el aspecto social del diseño.
“La Bauhaus motivaba al alumno para que expresara su creatividad
personal a través de la práctica y del trabajo manual, metodología que
está muy presente en las escuelas de diseño del siglo XXI.
Los espacios maker y fab labs
recuerdan a los talleres de la Bauhaus”, señala el responsable de esta
institución educativa.
Por ello, más allá de una estética superada o una
idea del diseño, la huella de la Bauhaus se percibe hoy en algo menos
tangible pero más decisivo: en la propia noción de la arquitectura y el
diseño como ejercicios de construcción que solo pueden proyectarse al
futuro si antes pasan por el taller.