Somos más propensos a prestar atención a fotos con rostros humanos y a contenido que despierte emociones intensas. Así funcionan los mecanismos de nuestras reacciones 'online'
Raquel Seco
Puede significar “hola”, “esto me gusta”, o “tú me gustas”, o “tienes razón”, o “te mando un abrazo”.
También “esto debería verlo más gente”, porque le estamos dando una especie de codazo cómplice al algoritmo que prioriza contenidos de acuerdo con nuestra respuesta:
“Eh, toma nota, este tipo de cosas me interesan”.
La obsesión por las métricas en Internet, por el número de nuestros seguidores que dicen me gusta, nos conduce a un comportamiento compulsivo, competitivo y ansioso, y nos empuja a crear más y más contenido persiguiendo una idea opaca de éxito social.
Para combatir este loco afán por gustar el artista Benjamin Grosser ofrece un software que oculta todas las cifras en las redes sociales, con la intención de frenar “los daños a la salud mental, la privacidad y la democracia” que según él provocan Facebook, Twitter e Instagram.
Así, “a 25 personas les gusta esto” se convierte en “people like this” (a la gente le gusta, pero no sabemos a cuántos).
La obra artística de Grosser, que surgió en 2012, ha resultado ser visionaria.
Hace un mes Instagram anunció que está probando a ocultar el número de reacciones a las fotos “para que los seguidores se centren en lo que se comparte”.
Puede significar “hola”, “esto me gusta”, o “tú me gustas”, o “tienes razón”, o “te mando un abrazo”.
También “esto debería verlo más gente”, porque le estamos dando una especie de codazo cómplice al algoritmo que prioriza contenidos de acuerdo con nuestra respuesta:
“Eh, toma nota, este tipo de cosas me interesan”.
Para combatir este loco afán por gustar el artista Benjamin Grosser ofrece un software que oculta todas las cifras en las redes sociales, con la intención de frenar “los daños a la salud mental, la privacidad y la democracia” que según él provocan Facebook, Twitter e Instagram.
Así, “a 25 personas les gusta esto” se convierte en “people like this” (a la gente le gusta, pero no sabemos a cuántos).
La obra artística de Grosser, que surgió en 2012, ha resultado ser visionaria.
Hace un mes Instagram anunció que está probando a ocultar el número de reacciones a las fotos “para que los seguidores se centren en lo que se comparte”.
Nuestros me gusta no son inocentes.
Tienen intención y significado, van ligados a la necesidad humana de obtener una identidad y pertenecer al grupo.
Al interactuar con un contenido buscamos varias cosas. La más importante es reconocimiento social.
Es decir, “quiero demostrar que soy una persona informada que sigue medios internacionales” o “quiero que mis amigos y conocidos sepan que soy feminista”.
Queremos construir una imagen pública que encaje con nuestros círculos y que nos proporcione una sensación de seguridad y cierta recompensa: más seguidores; que alguien que admiramos sepa de nuestra existencia; o un refuerzo positivo en forma de likes con la consiguiente descarga de dopamina.
Pero ¿cuán generosos nos mostramos a la hora de repartir aplausos? Esto depende, y mucho, de la herramienta que usemos, asegura Gillian Brooks, investigadora de marketing en la Universidad de Oxford.
En el móvil, basta con un simple clic perezoso desde el sofá para regalar un me gusta.
La edad y el sexo influyen: los mileniales en Instagram los racionan más que, por ejemplo, las mujeres de mediana edad en Facebook, porque “están más preocupados por su capital social” (su reputación digital) que el resto de grupos demográficos, señala Brooks.
En Internet también interactuamos con contenido porque queremos ser útiles.
Al encontrar algo relevante nos convertimos en “DJ de la información”, dice Matthew Lieberman, investigador en neurociencia.
No pensamos solo qué queremos escuchar, sino que tenemos en mente al público en la pista. Por eso, lo que marcamos con un corazón o compartimos a veces no se corresponde con lo que consumimos. Esto explica que no siempre los contenidos con más interacciones coincidan con los más leídos. No leemos el 59% de los enlaces que distribuimos en Twitter, según un estudio de 2016 de Microsoft Research, el Instituto Nacional de Investigación en Informática y Automática de Francia (INRIA) y la Universidad de Columbia (EE UU).
Emoción, emoción, emoción
Cualquiera que haya trabajado en redes sociales se ha enfrentado a la temida petición (u orden, en los peores casos): “Esto tiene que hacerse viral”.Conviene explicar, primero, la naturaleza de lo viral.
La periodista Delia Rodríguez lo describe en Memecracia (Planeta, 2013): “Popular no es sinónimo de viral. Lo popular es como un envenenamiento del agua comunitaria: todos son alcanzados de forma directa, en un solo paso.
Lo viral es una infección que se contagia de uno a otro y a otro más. Aunque el número de enfermos finales pueda ser el mismo, el proceso es muy diferente.
Uno es la televisión, el mitin, lo lineal. Lo otro es el rumor, las cadenas de correo electrónico, lo exponencial”.
Explicar a un jefe que no podemos garantizar la viralización, que el éxito o fracaso depende, entre otros muchos factores, de algoritmos que cambian (a veces sin aviso) es muchas veces inútil por complicado.
Y encima da la impresión de que no sabes hacer tu trabajo.
Pero hay una pregunta clave que casi todo el mundo entiende, y que puede repercutir en cómo funciona una historia —si cumple requisitos como canal, público y momento adecuado…, y si los vientos del imprevisible algoritmo soplan favorables—: ¿qué emoción provoca lo que ofreces?
Una periodista de un medio digital cuenta cómo a los redactores se les pedía pensar específicamente qué sentimiento transmitía cada publicación antes de lanzarla: esperanza, sorpresa, rabia…
La clave no es que la emoción sea positiva o negativa, sino que sea intensa.
Mejor euforia o ira que calma
. Entra en juego, eso sí, la red social, porque Twitter y Facebook suelen ser campos fértiles para la indignación, mientras que Instagram recibe especialmente bien mensajes inspiradores o esperanzadores.