5 may 2019
La inutilidad más necesaria................................Rosa Montero
Cuánto dolor produjo en casi todo el mundo la devastación de la catedral de Notre Dame. Nos dañó algo esencial que nos permite vivir: la belleza.
POR UNA DE ESAS CURIOSAS coincidencias, mientras ardía Notre Dame yo estaba leyendo un libro sobre otro incendio devorador de bienes culturales: La biblioteca en llamas
de Susan Orlean, un interesante texto que cuenta cómo un pirómano
prendió fuego a la Biblioteca Central de Los Ángeles (EE UU) en abril de
1986.
Cuatrocientos mil libros se carbonizaron, y setecientos mil más quedaron gravemente dañados por el humo y el agua.
También desaparecieron todos los manuscritos sin encuadernar del departamento de Ciencias y cinco millones y medio de patentes registradas desde 1799, con dibujos y descripciones.
La hoguera arrancó un bocado del patrimonio común y se llevó para siempre un pedacito de lo que somos.
Porque el arte y el conocimiento nos pertenecen a todos.
Hubiera podido ser mucho peor.
Podría haberse colapsado el edificio entero.
Se temió lo mismo en Notre Dame y, si no sucedió, fue, en ambos casos, gracias a la heroicidad de los bomberos.
En la biblioteca se metieron en los almacenes, verdaderas chimeneas de hormigón, y consiguieron así detener la catástrofe, aunque cincuenta bomberos resultaron heridos por el fuego o el humo.
En Notre Dame, por fortuna, sólo hubo tres heridos leves.
Pero diez hombres subieron a las torres, asumiendo un riesgo consentido, mientras el monstruo del fuego aullaba y siseaba.
Ellos salvaron la fachada.
Pienso ahora en esas personas que, en Los Ángeles y en París, aceptaron la aterradora posibilidad de achicharrarse vivos, y me fascina que hicieran tal proeza no para rescatar a sus hijos, a sus conciudadanos, a personas chillando de dolor y miedo, sino para proteger un puñado de libros viejos y unas cuantas piedras medievales.
Durante la ocupación de París por los nazis, las mejores piezas del Louvre fueron escondidas para evitar el expolio.
Un conservador del museo se llevó La Gioconda a su casa, y allí la mantuvo oculta con evidente riesgo de su vida.
Mientras a su alrededor el mundo se colapsaba y morían millones de personas, ese hombre dedicó su existencia a proteger una tabla vetusta manchada con pigmentos arcaicos.
Y, sin embargo, le entendemos bien, y su compromiso nos emociona.
Emoción, esa es la palabra.
Cuánto dolor produjo en casi todo el mundo la devastación de Notre Dame.
Como si nos hubieran dañado algo nuestro.
Algo esencial que nos permite vivir. Siempre me ha conmovido la necesidad que el ser humano tiene de la belleza.
Hace ocho mil años, los trogloditas ya decoraban minuciosamente sus humildes cerámicas; en el Polo Norte gélido, los inuit han vivido en las condiciones más duras del planeta, sin árboles, sin tierra utilizable, sin apenas comida, pero desarrollaron un arte fabuloso tallando los huesos de las focas.
Y no hay nadie más estúpido que un explorador inglés del XIX riéndose de los pueblos mal llamados primitivos porque adoraban las baratas cuentas de colores que les daba, sin advertir que ese amor por los preciosos vidrios era la prueba de su valía como humanos.
Esa emoción estética es lo mejor que somos.
La belleza es la inutilidad más necesaria que existe.
Y es una estética que implica una ética.
“A la libertad se llega por la belleza”, decía el poeta romántico Friedrich Schiller, y me parece que le entiendo.
Creo firmemente que la fealdad obscena de las zonas marginales favorece la violencia, mientras que lo hermoso nos rescata de nuestras propias miserias, permitiéndonos soñar con ser mejores. Eso le ocurrió a Droctulft, el bárbaro longobardo que, en el siglo VI, descendió sobre Italia junto a sus feroces compañeros arrasándolo todo como un viento de fuego (he aquí otro tipo de incendio).
Pero al llegar a Rávena el joven guerrero quedó tan deslumbrado que, volviéndose contra sus amigos, defendió la ciudad hasta morir. Droctulft logró ver que había una realidad mucho más grande que su pequeño mundo de hierro, sangre y barro; murió para salvar Rávena, porque sabía que ese tesoro también le pertenecía a él y a sus camaradas.
Cuanto mayor soy, mejor voy entendiendo (como Droctulft) que la belleza es la genuina esencia del ser humano.
Ya lo dijo otro romántico, John Keats: “La belleza es verdad y la verdad belleza / Nada más / se sabe en esta tierra / y no más hace falta”.
Cuatrocientos mil libros se carbonizaron, y setecientos mil más quedaron gravemente dañados por el humo y el agua.
También desaparecieron todos los manuscritos sin encuadernar del departamento de Ciencias y cinco millones y medio de patentes registradas desde 1799, con dibujos y descripciones.
La hoguera arrancó un bocado del patrimonio común y se llevó para siempre un pedacito de lo que somos.
Porque el arte y el conocimiento nos pertenecen a todos.
Hubiera podido ser mucho peor.
Podría haberse colapsado el edificio entero.
Se temió lo mismo en Notre Dame y, si no sucedió, fue, en ambos casos, gracias a la heroicidad de los bomberos.
En la biblioteca se metieron en los almacenes, verdaderas chimeneas de hormigón, y consiguieron así detener la catástrofe, aunque cincuenta bomberos resultaron heridos por el fuego o el humo.
En Notre Dame, por fortuna, sólo hubo tres heridos leves.
Pero diez hombres subieron a las torres, asumiendo un riesgo consentido, mientras el monstruo del fuego aullaba y siseaba.
Ellos salvaron la fachada.
Pienso ahora en esas personas que, en Los Ángeles y en París, aceptaron la aterradora posibilidad de achicharrarse vivos, y me fascina que hicieran tal proeza no para rescatar a sus hijos, a sus conciudadanos, a personas chillando de dolor y miedo, sino para proteger un puñado de libros viejos y unas cuantas piedras medievales.
Durante la ocupación de París por los nazis, las mejores piezas del Louvre fueron escondidas para evitar el expolio.
Un conservador del museo se llevó La Gioconda a su casa, y allí la mantuvo oculta con evidente riesgo de su vida.
Mientras a su alrededor el mundo se colapsaba y morían millones de personas, ese hombre dedicó su existencia a proteger una tabla vetusta manchada con pigmentos arcaicos.
Y, sin embargo, le entendemos bien, y su compromiso nos emociona.
Emoción, esa es la palabra.
Cuánto dolor produjo en casi todo el mundo la devastación de Notre Dame.
Como si nos hubieran dañado algo nuestro.
Algo esencial que nos permite vivir. Siempre me ha conmovido la necesidad que el ser humano tiene de la belleza.
Hace ocho mil años, los trogloditas ya decoraban minuciosamente sus humildes cerámicas; en el Polo Norte gélido, los inuit han vivido en las condiciones más duras del planeta, sin árboles, sin tierra utilizable, sin apenas comida, pero desarrollaron un arte fabuloso tallando los huesos de las focas.
Y no hay nadie más estúpido que un explorador inglés del XIX riéndose de los pueblos mal llamados primitivos porque adoraban las baratas cuentas de colores que les daba, sin advertir que ese amor por los preciosos vidrios era la prueba de su valía como humanos.
Esa emoción estética es lo mejor que somos.
La belleza es la inutilidad más necesaria que existe.
Y es una estética que implica una ética.
“A la libertad se llega por la belleza”, decía el poeta romántico Friedrich Schiller, y me parece que le entiendo.
Creo firmemente que la fealdad obscena de las zonas marginales favorece la violencia, mientras que lo hermoso nos rescata de nuestras propias miserias, permitiéndonos soñar con ser mejores. Eso le ocurrió a Droctulft, el bárbaro longobardo que, en el siglo VI, descendió sobre Italia junto a sus feroces compañeros arrasándolo todo como un viento de fuego (he aquí otro tipo de incendio).
Pero al llegar a Rávena el joven guerrero quedó tan deslumbrado que, volviéndose contra sus amigos, defendió la ciudad hasta morir. Droctulft logró ver que había una realidad mucho más grande que su pequeño mundo de hierro, sangre y barro; murió para salvar Rávena, porque sabía que ese tesoro también le pertenecía a él y a sus camaradas.
Cuanto mayor soy, mejor voy entendiendo (como Droctulft) que la belleza es la genuina esencia del ser humano.
Ya lo dijo otro romántico, John Keats: “La belleza es verdad y la verdad belleza / Nada más / se sabe en esta tierra / y no más hace falta”.
4 may 2019
La cautela................................................... Boris Izaguirre
Debo reconocer que mis años de exhibicionismo me han enseñado a conservar la calma.
De un tiempo a esta parte, intento recurrir con más frecuencia a la
cautela.
Es un término que trata sobre “el cuidado o reserva de una persona para prevenir un daño mayor”.
Inicié mi carrera televisiva recurriendo con descaro al exhibicionismo, jugando con la tela, y la vida me ha ido orientando hacia la cautela, para equivocarme menos.
He optado por la cautela durante la reciente campaña electoral. Y prefiero ser cauteloso también ante la situación creada en Venezuela esta semana.
No es nada fácil ser cauteloso.
Es algo que te obliga a guardar silencio al mismo tiempo que otros chillan en tu alrededor.
Pero debo reconocer que mis años de exhibicionismo me han enseñado a conservar la calma cuando todos los vestidos amenazan con rasgarse las vestiduras.
Es una paradoja que me ha ayudado a crear un estilo. Me gustaría compartir cuál es mi truco: hacer uso de un, muy pragmático, consejo que mi mamá decidió darme cuando yo ya empezaba a hablar demasiado.
“Cuando no tengas nada bueno que decir, no digas nada”.
Por eso, esta semana me he jubilado de mis redes sociales y desconecté el teléfono después de la tercera o cuarta llamada de medios de comunicación para que hablara sobre Venezuela. Aunque considero que muchas veces las redes actúan con la misma inquina que proclaman combatir, también pienso que es una ansiosa pérdida de tiempo discutir en ellas.
Y tampoco creo poseer las herramientas para manifestar mi verdadera opinión sobre lo que sucede en cualquier parte en cualquier momento.
Siempre recuerdo que una diva de la ópera venezolana decía que “discutir mucho te crea arrugas”.
Ahora entiendo que es mejor evitar ambas cosas.
Prefiero recomendarle a Tamara Falcó que se prepare a fondo para hacer una buena participación en Masterchef Celebrity 4.
Formé parte de la anterior generación de famosos en los fogones y una de las razones por las que alcancé ser semifinalista es que asumí que tenía que estudiar y practicar.
Aquel programa fue una auténtica rehabilitación, aprendí a deshuesar aves simplemente siguiendo el dibujo de sus huesos con el instrumento adecuado.
Tamara tendrá que hacer lo mismo, por más que la instrucción te provoque una cierta fobia hacia la cocina.
Pero es el hallazgo de la experiencia: aprendes un oficio y estar más preparado siempre te hace sentir mejor.
Atravesar Masterchef me aproximó a la cautela y por eso pude presentar Prodigios, un programa donde viví en primera fila el esfuerzo de los concursantes y la emocionante declaración que Nacho Duato, juez en la disciplina de Danza, hizo acerca de su lucha familiar para que le aceptaran como bailarín y como hombre. Mientras lo decía, escuchaba con emoción.
Nunca habría imaginado que haría una declaración así y que se emitiera casualmente en la jornada de reflexión electoral.
Mucha gente me para en la calle para confirmarme que las palabras de Duato les hicieron acudir a votar.
Mientras lo recuerdo, observo otros eventos, como la entronización del nuevo emperador japonés, Naruhito,
y lo siento todo más encorsetado.
Es cierto que la extravagancia, el colorido y la pompa lo reservan para el 22 de octubre que es cuando florece el crisantemo y en Japón tirarán la casa por la ventana, pero lo que vimos el miércoles, el día de los trabajadores, fue más bien un ejercicio de cautela y minimalismo extremo.
Habrá que prescindir de brillos, hombreras y pamelas una vez más. Con cautela, llegué a otra reflexión: los japoneses son superexquisitos en su estilo, pero también hiperconservadores en moral y tradiciones.
Al final va a ser cierto eso de que la gente conservadora se refugia en el buen gusto para permitirse cambiar lo mínimo.
Volvamos a la cautela, que es también lo que hay que emplear con el nacimiento del hijo de Meghan Markle.
Es verdad que el mundo puede ser cruel, mientras en Venezuela desesperan por la caída de una dictadura, en el Reino Unido ponen a prueba su paciencia con el nacimiento de un nuevo miembro de la familia Windsor.
Se ha publicado que Meghan y Enrique ya no siguen en Instagram a Kate y Guillermo.
Y en otras redes se afirma que los miembros mayores de la familia no pueden disimular la ansiedad por ver el color de piel de ese nuevo miembro del casting real y encajar si realmente están listos para asumir los cambios y su diversidad.
Lo dicho: cautela ante todo y para todos.
Es un término que trata sobre “el cuidado o reserva de una persona para prevenir un daño mayor”.
Inicié mi carrera televisiva recurriendo con descaro al exhibicionismo, jugando con la tela, y la vida me ha ido orientando hacia la cautela, para equivocarme menos.
He optado por la cautela durante la reciente campaña electoral. Y prefiero ser cauteloso también ante la situación creada en Venezuela esta semana.
No es nada fácil ser cauteloso.
Es algo que te obliga a guardar silencio al mismo tiempo que otros chillan en tu alrededor.
Pero debo reconocer que mis años de exhibicionismo me han enseñado a conservar la calma cuando todos los vestidos amenazan con rasgarse las vestiduras.
Es una paradoja que me ha ayudado a crear un estilo. Me gustaría compartir cuál es mi truco: hacer uso de un, muy pragmático, consejo que mi mamá decidió darme cuando yo ya empezaba a hablar demasiado.
“Cuando no tengas nada bueno que decir, no digas nada”.
Por eso, esta semana me he jubilado de mis redes sociales y desconecté el teléfono después de la tercera o cuarta llamada de medios de comunicación para que hablara sobre Venezuela. Aunque considero que muchas veces las redes actúan con la misma inquina que proclaman combatir, también pienso que es una ansiosa pérdida de tiempo discutir en ellas.
Y tampoco creo poseer las herramientas para manifestar mi verdadera opinión sobre lo que sucede en cualquier parte en cualquier momento.
Siempre recuerdo que una diva de la ópera venezolana decía que “discutir mucho te crea arrugas”.
Ahora entiendo que es mejor evitar ambas cosas.
Prefiero recomendarle a Tamara Falcó que se prepare a fondo para hacer una buena participación en Masterchef Celebrity 4.
Formé parte de la anterior generación de famosos en los fogones y una de las razones por las que alcancé ser semifinalista es que asumí que tenía que estudiar y practicar.
Aquel programa fue una auténtica rehabilitación, aprendí a deshuesar aves simplemente siguiendo el dibujo de sus huesos con el instrumento adecuado.
Tamara tendrá que hacer lo mismo, por más que la instrucción te provoque una cierta fobia hacia la cocina.
Pero es el hallazgo de la experiencia: aprendes un oficio y estar más preparado siempre te hace sentir mejor.
Atravesar Masterchef me aproximó a la cautela y por eso pude presentar Prodigios, un programa donde viví en primera fila el esfuerzo de los concursantes y la emocionante declaración que Nacho Duato, juez en la disciplina de Danza, hizo acerca de su lucha familiar para que le aceptaran como bailarín y como hombre. Mientras lo decía, escuchaba con emoción.
Nunca habría imaginado que haría una declaración así y que se emitiera casualmente en la jornada de reflexión electoral.
Mucha gente me para en la calle para confirmarme que las palabras de Duato les hicieron acudir a votar.
Es cierto que la extravagancia, el colorido y la pompa lo reservan para el 22 de octubre que es cuando florece el crisantemo y en Japón tirarán la casa por la ventana, pero lo que vimos el miércoles, el día de los trabajadores, fue más bien un ejercicio de cautela y minimalismo extremo.
Habrá que prescindir de brillos, hombreras y pamelas una vez más. Con cautela, llegué a otra reflexión: los japoneses son superexquisitos en su estilo, pero también hiperconservadores en moral y tradiciones.
Al final va a ser cierto eso de que la gente conservadora se refugia en el buen gusto para permitirse cambiar lo mínimo.
Volvamos a la cautela, que es también lo que hay que emplear con el nacimiento del hijo de Meghan Markle.
Es verdad que el mundo puede ser cruel, mientras en Venezuela desesperan por la caída de una dictadura, en el Reino Unido ponen a prueba su paciencia con el nacimiento de un nuevo miembro de la familia Windsor.
Se ha publicado que Meghan y Enrique ya no siguen en Instagram a Kate y Guillermo.
Y en otras redes se afirma que los miembros mayores de la familia no pueden disimular la ansiedad por ver el color de piel de ese nuevo miembro del casting real y encajar si realmente están listos para asumir los cambios y su diversidad.
Lo dicho: cautela ante todo y para todos.
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