El día de las elecciones reinaba en el ambiente un sentimiento de estar haciendo historia como una no recordaba hace décadas.
El domingo hizo en Madrid un día de escándalo.
Cielo azul rabioso, 20 grados largos, sol de rompe y rasga y ese no sé qué que tiene el aire de primavera que dan ganas de beberse la vida a morro.
Colegios electorales hasta la bandera.
Abuelos, padres, hijos y nietos de vecinos.
Gente que se ve de prisa en prisa en los portales, o de año en año en las piscinas, demorándose mucho más de lo imprescindible interesándose los unos por los otros antes o después de depositar los sobres en las urnas.
Cada uno barruntando lo que votaba el otro —vivir pared con pared da más datos que ninguna encuesta—, pero todos haciendo como que no tenían ni idea si no era el otro quien daba el paso. Participación masiva.
Cero incidentes.
Un país civilizado en día de elecciones, vale.
Pero reinaba en el ambiente un sentimiento de estar haciendo historia como una no recordaba hace décadas.
Dentro, entre el guirigay de votantes, presidentes, vocales y apoderados de todas las siglas, asistí a un momentazo.
En una de las colas, una chica de 18 años le preguntó a su madre si podría apuntarse a Unidas Podemos y llegar a tiempo de ser interventora en las municipales, que le hacía ilu.
La señora de delante, papeleta de Vox en ristre, casi se rompe el cuello al girarlo para mirar a esa criatura que podría ser su nieta como quien ve al diablo, o a un ángel, algo sobrenatural en cualquier caso, antes de volver a girarse del apuro ante el aplomo en los ojos de la debutante.
Fue mi imagen del día.
Otros se quedarán con el eufórico alivio de los socialistas.
Con el sobrado asalto de Ciudadanos al trono de la derecha.
Con la agridulce derrota de Podemos.
Con el ataque de cuernos y posterior cirugía estética de los populares viendo que los suyos se van con otros.
Con la bronca de Vox a los mismos medios que desprecia.
Yo me quedo con ese cruce de miradas.
Eso es normalidad democrática. Lo demás, cambalache.
Cielo azul rabioso, 20 grados largos, sol de rompe y rasga y ese no sé qué que tiene el aire de primavera que dan ganas de beberse la vida a morro.
Colegios electorales hasta la bandera.
Abuelos, padres, hijos y nietos de vecinos.
Gente que se ve de prisa en prisa en los portales, o de año en año en las piscinas, demorándose mucho más de lo imprescindible interesándose los unos por los otros antes o después de depositar los sobres en las urnas.
Cada uno barruntando lo que votaba el otro —vivir pared con pared da más datos que ninguna encuesta—, pero todos haciendo como que no tenían ni idea si no era el otro quien daba el paso. Participación masiva.
Cero incidentes.
Un país civilizado en día de elecciones, vale.
Pero reinaba en el ambiente un sentimiento de estar haciendo historia como una no recordaba hace décadas.
Dentro, entre el guirigay de votantes, presidentes, vocales y apoderados de todas las siglas, asistí a un momentazo.
En una de las colas, una chica de 18 años le preguntó a su madre si podría apuntarse a Unidas Podemos y llegar a tiempo de ser interventora en las municipales, que le hacía ilu.
La señora de delante, papeleta de Vox en ristre, casi se rompe el cuello al girarlo para mirar a esa criatura que podría ser su nieta como quien ve al diablo, o a un ángel, algo sobrenatural en cualquier caso, antes de volver a girarse del apuro ante el aplomo en los ojos de la debutante.
Fue mi imagen del día.
Otros se quedarán con el eufórico alivio de los socialistas.
Con el sobrado asalto de Ciudadanos al trono de la derecha.
Con la agridulce derrota de Podemos.
Con el ataque de cuernos y posterior cirugía estética de los populares viendo que los suyos se van con otros.
Con la bronca de Vox a los mismos medios que desprecia.
Yo me quedo con ese cruce de miradas.
Eso es normalidad democrática. Lo demás, cambalache.