28 abr 2019
El modista Caprile entrevista a la diseñadora de vestuario de las estrellas de cine
Esta es una conversación entre dos amigos: la colaboradora de cabecera de Scorsese, suma pontífice del diseño de vestuario de Hollywood, y Lorenzo Caprile.
El modista se enfunda el traje de entrevistador para bucear en la carrera de su colega, desde sus radicales inicios blandiendo un soplete sobre un escenario hasta su conexión íntima con algunos de los actores más codiciados de la gran pantalla.
Apenas he tenido tiempo para cambiarme de ropa, ducharme, ponerme un poco guapo y presentable.
Llevo toda la noche viajando para coincidir unas horas con Sandy Powell antes de que ella vuele hacia Savannah, Estados Unidos, y se incorpore a su nueva película, y yo regrese a los platós de Maestros de la costura.
Estoy cansado, también nervioso; como siempre que me encuentro con ella.
Me vuelvo inseguro, estúpido, torpe.
Mientras espero a que aparezca, me arrepiento una y mil veces de haber aceptado este encargo.
Ay, Lorenzo, te metes en cada lío.
Entrevistar a Sandy Powell, amiga, musa, maestra, ejemplo de vida, en fin, todo y más, una diosa, un mito, es que no sé ni por dónde empezar.
Y, por cierto, ¿dónde empezó todo esto? ¿Cuándo me llamaron para encargarme esta entrevista? ¿O los de la Fundación Princesa de Asturias para que lograra traerla a Oviedo y diese una charla sobre su relación con Scorsese?
O cuando, por fin, hace muchos años, la conocí personalmente en Capri, en el 25º aniversario de la sastrería Tirelli, la mítica casa de vestuario que vistió las películas de Visconti, Pasolini, Zeffirelli. ¿Cuándo empezó, de verdad, todo esto?
Hago memoria y, sí, recuerdo cuándo empezó lo que hoy me ha traído hasta aquí: una tarde en Turín, a principios de los noventa, y un veinteañero que mata su soledad en el cine y queda deslumbrado por el vestuario alucinante, maravilloso y mágico de una película, Orlando.
Hoy, casi 30 años después, estoy aquí para entrevistar a la diseñadora de ese vestuario: mi querida amiga Sandy Powell.
¿Cómo empezaste a diseñar vestuario teatral?
Todo comenzó cuando era una niña. Tenía mis muñecas y les hacía ropa.
También dibujaba mis propios figurines. Era un juego. Una vez corté una falda de mi madre e intenté hacerme algo y salió mal, y corté otra, y otra, hasta que salió bien.
Me ha interesado la ropa desde que era muy pequeña y, quien más quien menos, todo el mundo cosía en casa: se compraban las telas en la tienda y los patrones.
Mi madre tenía una máquina de coser y yo disfrutaba mirando los catálogos, escogiendo el patrón y la tela. Luego, la miraba cómo lo hacía e intentaba que me enseñara a usar la máquina e interpretar el patrón.
Fue así como empecé a hacerme ropa para mí. Muchos años después, cuando terminé el colegio, no me planteaba ser diseñadora de moda, prefería trabajar en el teatro.
Cuando era una quinceañera, vi actuar a Lindsay Kemp [bailarín, actor, mimo y coreógrafo británico] en su espectáculo Flowers y para mí fue una revelación: sentí que aquel era el mundo al que yo quería pertenecer.
Por eso estudié diseño teatral en lugar de moda, y en el segundo año de carrera conocí en persona a Lindsay en una de sus clases de danza y le pregunté si podía mostrarle algunos de mis diseños. Aunque no tenía casi nada, solo algunos dibujos, fue una excusa para tomar un té con él y nos hicimos amigos.
Me dijo que quería trabajar conmigo y fui un poco ingenua al creérmelo, pero me lo creí, y no volví a la Facultad a terminar mis estudios.
Al cabo de un tiempo me llamó y me fui a Milán.
Lo primero que diseñé para él fue Nijinsky en la academia de teatro de La Scala de Milán.
Fue mi primer trabajo.
Todo empezó con él.
¿Cuántos espectáculos hiciste para él? Hice un par de figurines para la obra Façade, cuya escenografía y vestuario corrían a cargo de un figurinista italiano, Emanuele Luzzati.
Yo vestí al personaje de la madre, interpretado por la actriz inglesa Eleanor Bron.
Ella residía en Londres, así que Lindsay me pidió que me encargara de su vestuario.
También hice el vestuario de The Big Parade, que trata sobre el cine mudo y la aparición del sonido.
Después de esto, hice un poco de aquí y un poco de allí; ya sabes, cuando el vestuario se queda viejo y hay que renovarlo.
En Flowers renové el vestido principal del protagonista.
También hice algún vestuario para otras de sus producciones: El sueño de una noche de verano, Mr. Punch… Fuimos amigos hasta su muerte.
Recuerdo que me encargó el vestuario de Elizabeth I, el último baile, montaje con el que fuimos al Festival de Santander en 2005, y creo que esos trajes son de lo más bonito que he hecho sobre esa época.
Están en el almacén de Cornejo y sé que no paran de alquilarlos.
“La primera frase que aprendí en español fue: ‘¡Más lentejuelas!’. Creo que esta frase se puede aplicar a todo en la vida”
También aprendí a hacer algo increíble de la nada: con trozos de tela barata, conseguir que el traje se vea maravilloso en escena.
Y una de las cosas más importantes que me enseñó fue a romper cosas. En aquellos tiempos eso era bastante raro.
Le prendíamos fuego a cosas con un soplete en el escenario del teatro y hasta llegábamos a quemar el suelo.
Supongo que quería hacer su trabajo a lo grande, valiente y teatral. La primera frase que aprendí en español fue: “¡Más lentejuelas!”. Creo que esa frase se puede aplicar a todo en la vida.
También te enseñó a no tener miedo a nada. Así es, porque me lanzó al vacío: nunca he sido una ayudante, trabajé directamente como diseñadora de vestuario.
Lindsay también era diseñador, sabía mucho sobre vestidos y tenía claro lo que quería, así que de alguna manera él me decía: “Hazlo”, y yo lo ejecutaba.
Háblame del cineasta Derek Jarman. Allá por los años ochenta, diseñé una pequeña obra con ocho trajes y pensé que era un buen montaje.
Conseguí su teléfono y lo llamé.
Fue algo parecido a cómo conocí a Lindsay. Fuimos a tomar un té y me dijo: “Si quieres trabajar en el cine, una buena manera de ver las diferencias entre el teatro y el cine es hacer vídeos musicales”. Me pasé un año haciendo videoclips.
Después trabajamos juntos en su película Caravaggio.
No teníamos mucho dinero para el vestuario y había que usar la imaginación.
¿Cuáles son las diferencias que, como diseñadora, separan al cine del teatro? En el teatro diseñas para que tu trabajo sea visto desde bastante distancia y también de cerca, así que tiene que funcionar tanto mirándolo desde arriba como desde lejos, por eso ha de ser exagerado, brillante, grande y más atrevido.
En cine todo tiene que ser más reducido, todo se hace para ser contemplado desde cerca.
El vestuario teatral está concebido para ser usado noche tras noche; en una película, la ropa tiene que usarse también, pero con menor intensidad.
Esas son las diferencias técnicas, pero a la hora de la construcción del personaje es bastante similar, ¿verdad? La construcción del personaje es idéntica: tanto en cine como en teatro estás ayudando a la audiencia a creer que esa persona es el personaje y que se levantó por la mañana y decidió ponerse esa determinada ropa.
La vestimenta tiene que dar información sobre el personaje.
En el diseño de vestuario, ¿qué es lo realmente importante? Lo importante es que hagas las cosas lo mejor que seas capaz.
¿Cuál fue la lección que aprendiste de él? Derek me dio uno de los mejores consejos que puede darse a cualquier persona.
“Tienes que ir al trabajo cada día con la misma ilusión que si fueras a una fiesta”. Su lección magistral fue el entusiasmo.
Disfrutaba trabajando, y eso es fundamental. No hay otro camino. Si no te diviertes trabajando, en nuestro caso haciendo una película, lo cual es bastante duro, no podrás soportarlo el resto de tu vida.
¿Cuáles son las diferencias que, como diseñadora, separan al cine del teatro? En el teatro diseñas para que tu trabajo sea visto desde bastante distancia y también de cerca, así que tiene que funcionar tanto mirándolo desde arriba como desde lejos, por eso ha de ser exagerado, brillante, grande y más atrevido.
En cine todo tiene que ser más reducido, todo se hace para ser contemplado desde cerca.
El vestuario teatral está concebido para ser usado noche tras noche; en una película, la ropa tiene que usarse también, pero con menor intensidad.
Esas son las diferencias técnicas, pero a la hora de la construcción del personaje es bastante similar, ¿verdad? La construcción del personaje es idéntica: tanto en cine como en teatro estás ayudando a la audiencia a creer que esa persona es el personaje y que se levantó por la mañana y decidió ponerse esa determinada ropa.
La vestimenta tiene que dar información sobre el personaje.
En el diseño de vestuario, ¿qué es lo realmente importante? Lo importante es que hagas las cosas lo mejor que seas capaz.
Y entender que de nada vale tener un vestuario fantástico en una película en la que el guion sea fallido, o preciosos vestidos con un pésimo decorado, o increíbles ropajes mal iluminados.
Todos los componentes tienen que trabajar juntos para construir algo que funcione.
De todos los directores con los que he trabajado, quizás el que mejor entiende este concepto de equipo sea Todd Haynes.
Quizás porque sus películas son más pequeñas y al final todos acabamos haciendo un poco de todo. Mi película favorita de todas las que he diseñado es Velvet Goldmine. Todd y yo hacemos un buen equipo. Bueno, también con Martin [Scorsese].
“A los intérpretes les cuesta comprender que vestimos a su personaje, no a ellos.
Una película no es un posado de Vogue”
Y antes de que me lo preguntes, con los que más he conectado, con los que más me he divertido son Tilda [Swinton], Cate [Blanchett] y Daniel [Day-Lewis].
Con los tres mantengo una buena amistad también
Con los actores siempre hay un diálogo.
Es necesario que confíen en ti para desarrollar el personaje.
Si pierdes la confianza de un actor o actriz, tienes un serio problema porque todo se hace muy complicado.
Para los diseñadores de vestuario, el 90% del trabajo es psicológico.
Tienes que captar las necesidades y resolver muy, muy rápido.
A los intérpretes lo que más les cuesta comprender es que vestimos a su personaje, no a ellos… A veces vienen con sus estilistas y es todo muy pesado.
Una película no es un posado para la revista Vogue.
¿Está presente en el rodaje? Sí, pero no todo el tiempo.
Muchas veces, mientras se rueda se continúa diseñando. Acudo a los rodajes cuando hay cambios de vestuario y el personaje aparece caracterizado de forma diferente en un cambio de escena o ambiente. O cada vez que hay un nuevo personaje.
Estoy siempre allí para vestir a los actores y asegurarme de que se ponen las prendas de forma correcta.
En alguna ocasión me has comentado que te gusta todo lo relativo a la ropa, pero que no te gusta la moda en sí misma.
No es que no me guste la moda. Me encanta, pero mi pasión era el teatro.
Para mí un vestuario teatral es mucho más emocionante que una colección.
La industria de la moda trata de crear prendas para personas invisibles, cambia constantemente para que estemos comprando constantemente.
Para mí es mucho más atractivo el proceso de crear y realizar un vestuario, y por otro lado los personajes cuentan historias.
De todos modos, yo uso la moda como inspiración constante.
Pero yo no estoy hecha para soportar la presión de un diseñador de moda, creo que acaban volviéndose locos.
Es imposible crear tres o cuatro colecciones al año.
¿El mundo de la moda es un aliado de los diseñadores de vestuario o más bien un enemigo? Son ámbitos completamente diferentes.
A los productores y a los estudios de cine les gusta la idea de que un diseñador de moda se vincule al vestuario de una película, primero por lo que supone el nombre y segundo porque paga para que sus prendas se usen en la cinta y, evidentemente, supone un ahorro estupendo.
Pero ellos no visten a todos los extras ni van a trabajar todos los días a las cinco de la madrugada.
Simplemente ceden algunas prendas y lanzan campañas de prensa para que esa película sea una grandiosa promoción para su marca. A veces es incómodo, pero el sistema es así.
Intentas que afecte a tu trabajo lo menos posible y sigues adelante.
¿Cómo vives el otro lado de la industria cinematográfica? Me refiero a las alfombras rojas, el mundo de las estrellas, los cotilleos, los egos y los divismos.
Creo que es una parte que no tiene nada que ver con las películas, sino con el negocio de su venta.
Por supuesto que muchas películas necesitan contar con un nombre de un actor conocido que les proporcione el dinero para hacerla y que luego les garantice recuperar la inversión con la venta de un número sustancioso de entradas en taquilla.
Es la parte más sórdida de esta industria. Y a veces para vender son necesarios los cotilleos, exagerar los excesos de algunos actores, crear mitos y leyendas…
Todo esto es tan viejo como Hollywood.
Y la alfombra roja es un asunto de promoción de actores y actrices que, al mismo tiempo, trata de vender moda, de promocionar marcas.
Es otro negocio.
¿Qué piensas del auge de las series televisivas? Antes yo era muy esnob con la televisión.
No quería hacer trabajos que se vieran en una pantalla tan pequeña. Pero las cosas están cambiando, no solo los tamaños de los televisores, también la calidad de las producciones.
Aunque a mí me sigue gustando más la sensación de entrar en un teatro o en una sala de cine.
Cuando ves la tele en tu sala, cualquier cosa a tu alrededor puede distraerte, y a mí me gusta la sensación de estar completamente perdida en la oscuridad.
Es una experiencia única y a la vez comunitaria.
¿Qué representa Scorsese en tu carrera? Soy afortunadísima porque me pidió hacer Gangs of New York y luego ha seguido contando conmigo.
Es un gran honor y una suerte trabajar con el director vivo más importante. Nos entendemos muy bien y él confía mucho en mí. Y yo en él.
Y normalmente me da bastante libertad para hacer mi trabajo. Sabe que yo le resuelvo todo ese rollo de la ropa y así él emplea toda su energía en su rodaje y en su película: en lo que es importante para él.
¿Qué has aprendido a su lado? Un montón de cosas, difícil decir una.
Está completamente obsesionado con el trabajo que hace. Es un poco como Derek Jarman, sigue encontrando placer en lo que hace. Nunca parece que estuviera trabajando para ganar dinero, sino porque lo tiene que hacer, porque le encanta.
Siempre está interesado en algo, haciendo algo, nunca le verás aburrido o pasivo.
Para él no importan los sacrificios porque siente verdadera pasión. El cine es su vida.
¿Qué sacrificios has hecho por tu trabajo? No ver a los seres queridos durante periodos largos de tiempo.
Creo que eso es lo más duro, especialmente cuando hay rodajes fuera.
Es un sacrificio para mí, pero también para mi familia y mis amigos. A ti hacía dos años que no te veía, por ejemplo.
Y ahora que estás en la cima de tu carrera, ¿este sacrificio ha merecido la pena? No lo sé.
No puedo decir que no haya merecido la pena. He hecho muchísimas cosas: de algunas me arrepiento, de otras no…
Soy feliz con mi trabajo y con mi vida, quizás porque mi trabajo es mi vida.
Sin perder la compostura................................Juan José Millás
LAS CIUDADES, CONSTRUIDAS a imagen y semejanza nuestra, poseen rasgos faciales gracias a los cuales las reconocemos.
La catedral constituye uno de esos rasgos, común a casi todas las grandes ciudades europeas.
Al viajar, nos miramos en ellas y ellas se miran en nosotros, y en ese intercambio nos encontramos como en casa.
Pasan los siglos y las guerras, y pasan las catástrofes de orden natural y nos morimos y nos volvemos a nacer, o quizá nos vuelven a nacer, no sé, y regresamos a los lugares del crimen y de repente estamos otra vez en París, rodeados por el Sena.
Toda la vida, observada desde la distancia, ha sido un ir y venir, aunque siempre por los bordes del hormiguero.
Podemos olvidar otros momentos del viaje, pero no el del encuentro con el templo, el del saludo con la mole de piedra. Tampoco el de los minutos que empleamos en recorrer sus naves con el asombro del que se moviera por el interior de un cuerpo colosal, atravesado por la luz que filtran los vitrales multicolores en los que se relata una historia.
Me ha venido a la memoria el texto de Flaubert que termina precisamente de este modo:
“Y esta es la historia de San Julián el Hospitalario tal como se ve en una vidriera de la iglesia de mi tierra”. Léanlo, está en el volumen titulado Tres cuentos.
De lo dicho hasta ahora se deduce que Notre Dame ardió por los ojos, la nariz, los labios, por la base del cráneo; se abrasó, como el que dice, por el pensamiento.
Ahí la tienen, pobre, intentando mantener la compostura mientras pierde el índice metafórico con el que nos mostraba el cielo y las estrellas.
Viejos ........................................................... Rosa Montero
Aterra pensar en esos ancianos que no tienen a nadie y viven encerrados
en sus casas, llenos de pena y miedo por su debilidad y su abandono.
VEO EN EL TELEDIARIO que uno de cada cinco reclusos japoneses es
mayor de 65 años.
Por lo visto delinquen y reinciden para que les metan presos y poder estar así cuidados, con comida y compañía.
Qué tremenda desesperación hay que experimentar para sentir que la cárcel es un hogar.
Esto me ha hecho recordar una nota que tomé (y que nunca usé) en 2013: el ministro de Finanzas nipón, Taro Aso, pidió a los ancianos que se murieran pronto para apoyar la reforma de la Seguridad Social.
Por las mismas fechas, un informe del Fondo Monetario Internacional se quejaba de que vivíamos demasiado.
Cierto, no hay manera de hacer unos presupuestos apañados con este empecinamiento de la vida en vivir.
Hace 30 años yo bromeaba diciendo que a mi generación la iban a terminar gaseando, porque íbamos a ser muchos viejos muy viejos sin que aún se hubiera sabido resolver el problema de cómo cuidarnos.
Pues bien, se diría que hoy estamos a un paso, no ya del exterminio, que hasta sería más piadoso, sino de una crueldad, un descuido y un maltrato propio de los nazis, como demuestran las espantosas, insoportables imágenes de los abusos en la residencia geriátrica Los Nogales.
Lo de los presos sin duda está relacionado con el hecho de que los japoneses son el pueblo más longevo del mundo.
Pero los españoles estamos cerca.
Somos el cuarto país con más esperanza de vida del planeta, tras Suiza y Singapur, y, según un estudio de The Lancet, podemos alcanzar el primer puesto en 2040.
O sea: es muy posible que, en efecto, mi generación bata los récords en ancianidad, esto es, en carcamales hechos polvo, viviendo solos, indefensos y con pensiones de miseria.
Si es que aún tenemos pensiones.
Hurra por ese primer puesto.
Antes llegar a viejo era un orgullo, pero ahora ser viejo es un problema.
Y la sociedad envejece a toda prisa.
Hoy la media de edad del país es de 43 años, mientras que en 1970 era de algo menos de 33 años.
Por añadidura, los octogenarios son ya el 6% de la población, y hay más de 11.000 centenarios en nuestro país, la mayoría mujeres, porque superamos en longevidad a los hombres en un 32%, y la diferencia es mayor conforme aumenta la edad.
Pero ese triunfo de la resistencia no es por lo general un regalo, porque vivimos mucho pero en malas condiciones.
Físicas y económicas.
Y es que ser viejo es muy caro.
La estancia en esa casa de los horrores que era Los Nogales podía llegar a costar más de 2.000 euros al mes.
Según el CSIC, hay cerca de 370.000 plazas en residencias geriátricas, 4 por cada 100 ancianos, incluyendo privadas y públicas.
No parecen muchas. De cuando en cuando saltan a los medios denuncias de malos tratos en esos centros, y, reconozcámoslo, todos sospechamos que pueden ser más habituales de lo que parece. Todos intentamos no pensar en esos aparcaderos de seres indefensos que, por otra parte, muchas veces son inevitables, porque el estado del anciano impide su cuidado en casa.
Según un informe del CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas) de 2019, en España hay casi nueve millones de personas mayores de 65 años, un 19% de la población.
Los Nogales ha sido un caso clamoroso y los empleados investigados por la Fiscalía, Mónica Moya Pérez, Bryan Israel Noboa Calle y María Josefa Trueba López, están acusados de comportamientos de un sadismo repugnante.
A ellos los despidieron, pero aún más grave me parece que la dirección de la residencia no cursara a la comunidad las denuncias recibidas.
Aterra pensar que sin duda conocemos, sin saberlo, a gente así de (supuestamente) mala.
Gente que ejerce el daño y gente que prefiere mirar hacia otro lado. Y siendo todo esto doloroso y terrible, aún hay algo peor, y son todos esos ancianos que no tienen a nadie y que viven encerrados en sus casas, llenos de pena y miedo por su debilidad y su abandono.
Tan presos como los reclusos japoneses y dependiendo de la generosidad de una vecina que les suba la compra de vez en cuando (el 17% de los hombres mayores y el 30% de las mujeres viven solos).
Pero todos estos, claro, nos hacen el favor de sufrir en silencio y en la invisibilidad de sus domicilios. Su dolor nunca llegará a la Fiscalía.
Son nuestros maltratados.
Por lo visto delinquen y reinciden para que les metan presos y poder estar así cuidados, con comida y compañía.
Qué tremenda desesperación hay que experimentar para sentir que la cárcel es un hogar.
Esto me ha hecho recordar una nota que tomé (y que nunca usé) en 2013: el ministro de Finanzas nipón, Taro Aso, pidió a los ancianos que se murieran pronto para apoyar la reforma de la Seguridad Social.
Por las mismas fechas, un informe del Fondo Monetario Internacional se quejaba de que vivíamos demasiado.
Cierto, no hay manera de hacer unos presupuestos apañados con este empecinamiento de la vida en vivir.
Hace 30 años yo bromeaba diciendo que a mi generación la iban a terminar gaseando, porque íbamos a ser muchos viejos muy viejos sin que aún se hubiera sabido resolver el problema de cómo cuidarnos.
Pues bien, se diría que hoy estamos a un paso, no ya del exterminio, que hasta sería más piadoso, sino de una crueldad, un descuido y un maltrato propio de los nazis, como demuestran las espantosas, insoportables imágenes de los abusos en la residencia geriátrica Los Nogales.
Lo de los presos sin duda está relacionado con el hecho de que los japoneses son el pueblo más longevo del mundo.
Pero los españoles estamos cerca.
Somos el cuarto país con más esperanza de vida del planeta, tras Suiza y Singapur, y, según un estudio de The Lancet, podemos alcanzar el primer puesto en 2040.
O sea: es muy posible que, en efecto, mi generación bata los récords en ancianidad, esto es, en carcamales hechos polvo, viviendo solos, indefensos y con pensiones de miseria.
Si es que aún tenemos pensiones.
Hurra por ese primer puesto.
Antes llegar a viejo era un orgullo, pero ahora ser viejo es un problema.
Y la sociedad envejece a toda prisa.
Hoy la media de edad del país es de 43 años, mientras que en 1970 era de algo menos de 33 años.
Por añadidura, los octogenarios son ya el 6% de la población, y hay más de 11.000 centenarios en nuestro país, la mayoría mujeres, porque superamos en longevidad a los hombres en un 32%, y la diferencia es mayor conforme aumenta la edad.
Pero ese triunfo de la resistencia no es por lo general un regalo, porque vivimos mucho pero en malas condiciones.
Físicas y económicas.
Y es que ser viejo es muy caro.
La estancia en esa casa de los horrores que era Los Nogales podía llegar a costar más de 2.000 euros al mes.
Según el CSIC, hay cerca de 370.000 plazas en residencias geriátricas, 4 por cada 100 ancianos, incluyendo privadas y públicas.
No parecen muchas. De cuando en cuando saltan a los medios denuncias de malos tratos en esos centros, y, reconozcámoslo, todos sospechamos que pueden ser más habituales de lo que parece. Todos intentamos no pensar en esos aparcaderos de seres indefensos que, por otra parte, muchas veces son inevitables, porque el estado del anciano impide su cuidado en casa.
Según un informe del CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas) de 2019, en España hay casi nueve millones de personas mayores de 65 años, un 19% de la población.
Los Nogales ha sido un caso clamoroso y los empleados investigados por la Fiscalía, Mónica Moya Pérez, Bryan Israel Noboa Calle y María Josefa Trueba López, están acusados de comportamientos de un sadismo repugnante.
A ellos los despidieron, pero aún más grave me parece que la dirección de la residencia no cursara a la comunidad las denuncias recibidas.
Aterra pensar que sin duda conocemos, sin saberlo, a gente así de (supuestamente) mala.
Gente que ejerce el daño y gente que prefiere mirar hacia otro lado. Y siendo todo esto doloroso y terrible, aún hay algo peor, y son todos esos ancianos que no tienen a nadie y que viven encerrados en sus casas, llenos de pena y miedo por su debilidad y su abandono.
Tan presos como los reclusos japoneses y dependiendo de la generosidad de una vecina que les suba la compra de vez en cuando (el 17% de los hombres mayores y el 30% de las mujeres viven solos).
Pero todos estos, claro, nos hacen el favor de sufrir en silencio y en la invisibilidad de sus domicilios. Su dolor nunca llegará a la Fiscalía.
Son nuestros maltratados.
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