Por lo visto delinquen y reinciden para que les metan presos y poder estar así cuidados, con comida y compañía.
Qué tremenda desesperación hay que experimentar para sentir que la cárcel es un hogar.
Esto me ha hecho recordar una nota que tomé (y que nunca usé) en 2013: el ministro de Finanzas nipón, Taro Aso, pidió a los ancianos que se murieran pronto para apoyar la reforma de la Seguridad Social.
Por las mismas fechas, un informe del Fondo Monetario Internacional se quejaba de que vivíamos demasiado.
Cierto, no hay manera de hacer unos presupuestos apañados con este empecinamiento de la vida en vivir.
Hace 30 años yo bromeaba diciendo que a mi generación la iban a terminar gaseando, porque íbamos a ser muchos viejos muy viejos sin que aún se hubiera sabido resolver el problema de cómo cuidarnos.
Pues bien, se diría que hoy estamos a un paso, no ya del exterminio, que hasta sería más piadoso, sino de una crueldad, un descuido y un maltrato propio de los nazis, como demuestran las espantosas, insoportables imágenes de los abusos en la residencia geriátrica Los Nogales.
Lo de los presos sin duda está relacionado con el hecho de que los japoneses son el pueblo más longevo del mundo.
Pero los españoles estamos cerca.
Somos el cuarto país con más esperanza de vida del planeta, tras Suiza y Singapur, y, según un estudio de The Lancet, podemos alcanzar el primer puesto en 2040.
O sea: es muy posible que, en efecto, mi generación bata los récords en ancianidad, esto es, en carcamales hechos polvo, viviendo solos, indefensos y con pensiones de miseria.
Si es que aún tenemos pensiones.
Hurra por ese primer puesto.
Antes llegar a viejo era un orgullo, pero ahora ser viejo es un problema.
Y la sociedad envejece a toda prisa.
Hoy la media de edad del país es de 43 años, mientras que en 1970 era de algo menos de 33 años.
Por añadidura, los octogenarios son ya el 6% de la población, y hay más de 11.000 centenarios en nuestro país, la mayoría mujeres, porque superamos en longevidad a los hombres en un 32%, y la diferencia es mayor conforme aumenta la edad.
Pero ese triunfo de la resistencia no es por lo general un regalo, porque vivimos mucho pero en malas condiciones.
Físicas y económicas.
Y es que ser viejo es muy caro.
La estancia en esa casa de los horrores que era Los Nogales podía llegar a costar más de 2.000 euros al mes.
Según el CSIC, hay cerca de 370.000 plazas en residencias geriátricas, 4 por cada 100 ancianos, incluyendo privadas y públicas.
No parecen muchas. De cuando en cuando saltan a los medios denuncias de malos tratos en esos centros, y, reconozcámoslo, todos sospechamos que pueden ser más habituales de lo que parece. Todos intentamos no pensar en esos aparcaderos de seres indefensos que, por otra parte, muchas veces son inevitables, porque el estado del anciano impide su cuidado en casa.
Según un informe del CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas) de 2019, en España hay casi nueve millones de personas mayores de 65 años, un 19% de la población.
Los Nogales ha sido un caso clamoroso y los empleados investigados por la Fiscalía, Mónica Moya Pérez, Bryan Israel Noboa Calle y María Josefa Trueba López, están acusados de comportamientos de un sadismo repugnante.
A ellos los despidieron, pero aún más grave me parece que la dirección de la residencia no cursara a la comunidad las denuncias recibidas.
Aterra pensar que sin duda conocemos, sin saberlo, a gente así de (supuestamente) mala.
Gente que ejerce el daño y gente que prefiere mirar hacia otro lado. Y siendo todo esto doloroso y terrible, aún hay algo peor, y son todos esos ancianos que no tienen a nadie y que viven encerrados en sus casas, llenos de pena y miedo por su debilidad y su abandono.
Tan presos como los reclusos japoneses y dependiendo de la generosidad de una vecina que les suba la compra de vez en cuando (el 17% de los hombres mayores y el 30% de las mujeres viven solos).
Pero todos estos, claro, nos hacen el favor de sufrir en silencio y en la invisibilidad de sus domicilios. Su dolor nunca llegará a la Fiscalía.
Son nuestros maltratados.
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