28 abr 2019
Sin perder la compostura................................Juan José Millás
LAS CIUDADES, CONSTRUIDAS a imagen y semejanza nuestra, poseen rasgos faciales gracias a los cuales las reconocemos.
La catedral constituye uno de esos rasgos, común a casi todas las grandes ciudades europeas.
Al viajar, nos miramos en ellas y ellas se miran en nosotros, y en ese intercambio nos encontramos como en casa.
Pasan los siglos y las guerras, y pasan las catástrofes de orden natural y nos morimos y nos volvemos a nacer, o quizá nos vuelven a nacer, no sé, y regresamos a los lugares del crimen y de repente estamos otra vez en París, rodeados por el Sena.
Toda la vida, observada desde la distancia, ha sido un ir y venir, aunque siempre por los bordes del hormiguero.
Podemos olvidar otros momentos del viaje, pero no el del encuentro con el templo, el del saludo con la mole de piedra. Tampoco el de los minutos que empleamos en recorrer sus naves con el asombro del que se moviera por el interior de un cuerpo colosal, atravesado por la luz que filtran los vitrales multicolores en los que se relata una historia.
Me ha venido a la memoria el texto de Flaubert que termina precisamente de este modo:
“Y esta es la historia de San Julián el Hospitalario tal como se ve en una vidriera de la iglesia de mi tierra”. Léanlo, está en el volumen titulado Tres cuentos.
De lo dicho hasta ahora se deduce que Notre Dame ardió por los ojos, la nariz, los labios, por la base del cráneo; se abrasó, como el que dice, por el pensamiento.
Ahí la tienen, pobre, intentando mantener la compostura mientras pierde el índice metafórico con el que nos mostraba el cielo y las estrellas.
Viejos ........................................................... Rosa Montero
Aterra pensar en esos ancianos que no tienen a nadie y viven encerrados
en sus casas, llenos de pena y miedo por su debilidad y su abandono.
VEO EN EL TELEDIARIO que uno de cada cinco reclusos japoneses es
mayor de 65 años.
Por lo visto delinquen y reinciden para que les metan presos y poder estar así cuidados, con comida y compañía.
Qué tremenda desesperación hay que experimentar para sentir que la cárcel es un hogar.
Esto me ha hecho recordar una nota que tomé (y que nunca usé) en 2013: el ministro de Finanzas nipón, Taro Aso, pidió a los ancianos que se murieran pronto para apoyar la reforma de la Seguridad Social.
Por las mismas fechas, un informe del Fondo Monetario Internacional se quejaba de que vivíamos demasiado.
Cierto, no hay manera de hacer unos presupuestos apañados con este empecinamiento de la vida en vivir.
Hace 30 años yo bromeaba diciendo que a mi generación la iban a terminar gaseando, porque íbamos a ser muchos viejos muy viejos sin que aún se hubiera sabido resolver el problema de cómo cuidarnos.
Pues bien, se diría que hoy estamos a un paso, no ya del exterminio, que hasta sería más piadoso, sino de una crueldad, un descuido y un maltrato propio de los nazis, como demuestran las espantosas, insoportables imágenes de los abusos en la residencia geriátrica Los Nogales.
Lo de los presos sin duda está relacionado con el hecho de que los japoneses son el pueblo más longevo del mundo.
Pero los españoles estamos cerca.
Somos el cuarto país con más esperanza de vida del planeta, tras Suiza y Singapur, y, según un estudio de The Lancet, podemos alcanzar el primer puesto en 2040.
O sea: es muy posible que, en efecto, mi generación bata los récords en ancianidad, esto es, en carcamales hechos polvo, viviendo solos, indefensos y con pensiones de miseria.
Si es que aún tenemos pensiones.
Hurra por ese primer puesto.
Antes llegar a viejo era un orgullo, pero ahora ser viejo es un problema.
Y la sociedad envejece a toda prisa.
Hoy la media de edad del país es de 43 años, mientras que en 1970 era de algo menos de 33 años.
Por añadidura, los octogenarios son ya el 6% de la población, y hay más de 11.000 centenarios en nuestro país, la mayoría mujeres, porque superamos en longevidad a los hombres en un 32%, y la diferencia es mayor conforme aumenta la edad.
Pero ese triunfo de la resistencia no es por lo general un regalo, porque vivimos mucho pero en malas condiciones.
Físicas y económicas.
Y es que ser viejo es muy caro.
La estancia en esa casa de los horrores que era Los Nogales podía llegar a costar más de 2.000 euros al mes.
Según el CSIC, hay cerca de 370.000 plazas en residencias geriátricas, 4 por cada 100 ancianos, incluyendo privadas y públicas.
No parecen muchas. De cuando en cuando saltan a los medios denuncias de malos tratos en esos centros, y, reconozcámoslo, todos sospechamos que pueden ser más habituales de lo que parece. Todos intentamos no pensar en esos aparcaderos de seres indefensos que, por otra parte, muchas veces son inevitables, porque el estado del anciano impide su cuidado en casa.
Según un informe del CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas) de 2019, en España hay casi nueve millones de personas mayores de 65 años, un 19% de la población.
Los Nogales ha sido un caso clamoroso y los empleados investigados por la Fiscalía, Mónica Moya Pérez, Bryan Israel Noboa Calle y María Josefa Trueba López, están acusados de comportamientos de un sadismo repugnante.
A ellos los despidieron, pero aún más grave me parece que la dirección de la residencia no cursara a la comunidad las denuncias recibidas.
Aterra pensar que sin duda conocemos, sin saberlo, a gente así de (supuestamente) mala.
Gente que ejerce el daño y gente que prefiere mirar hacia otro lado. Y siendo todo esto doloroso y terrible, aún hay algo peor, y son todos esos ancianos que no tienen a nadie y que viven encerrados en sus casas, llenos de pena y miedo por su debilidad y su abandono.
Tan presos como los reclusos japoneses y dependiendo de la generosidad de una vecina que les suba la compra de vez en cuando (el 17% de los hombres mayores y el 30% de las mujeres viven solos).
Pero todos estos, claro, nos hacen el favor de sufrir en silencio y en la invisibilidad de sus domicilios. Su dolor nunca llegará a la Fiscalía.
Son nuestros maltratados.
Por lo visto delinquen y reinciden para que les metan presos y poder estar así cuidados, con comida y compañía.
Qué tremenda desesperación hay que experimentar para sentir que la cárcel es un hogar.
Esto me ha hecho recordar una nota que tomé (y que nunca usé) en 2013: el ministro de Finanzas nipón, Taro Aso, pidió a los ancianos que se murieran pronto para apoyar la reforma de la Seguridad Social.
Por las mismas fechas, un informe del Fondo Monetario Internacional se quejaba de que vivíamos demasiado.
Cierto, no hay manera de hacer unos presupuestos apañados con este empecinamiento de la vida en vivir.
Hace 30 años yo bromeaba diciendo que a mi generación la iban a terminar gaseando, porque íbamos a ser muchos viejos muy viejos sin que aún se hubiera sabido resolver el problema de cómo cuidarnos.
Pues bien, se diría que hoy estamos a un paso, no ya del exterminio, que hasta sería más piadoso, sino de una crueldad, un descuido y un maltrato propio de los nazis, como demuestran las espantosas, insoportables imágenes de los abusos en la residencia geriátrica Los Nogales.
Lo de los presos sin duda está relacionado con el hecho de que los japoneses son el pueblo más longevo del mundo.
Pero los españoles estamos cerca.
Somos el cuarto país con más esperanza de vida del planeta, tras Suiza y Singapur, y, según un estudio de The Lancet, podemos alcanzar el primer puesto en 2040.
O sea: es muy posible que, en efecto, mi generación bata los récords en ancianidad, esto es, en carcamales hechos polvo, viviendo solos, indefensos y con pensiones de miseria.
Si es que aún tenemos pensiones.
Hurra por ese primer puesto.
Antes llegar a viejo era un orgullo, pero ahora ser viejo es un problema.
Y la sociedad envejece a toda prisa.
Hoy la media de edad del país es de 43 años, mientras que en 1970 era de algo menos de 33 años.
Por añadidura, los octogenarios son ya el 6% de la población, y hay más de 11.000 centenarios en nuestro país, la mayoría mujeres, porque superamos en longevidad a los hombres en un 32%, y la diferencia es mayor conforme aumenta la edad.
Pero ese triunfo de la resistencia no es por lo general un regalo, porque vivimos mucho pero en malas condiciones.
Físicas y económicas.
Y es que ser viejo es muy caro.
La estancia en esa casa de los horrores que era Los Nogales podía llegar a costar más de 2.000 euros al mes.
Según el CSIC, hay cerca de 370.000 plazas en residencias geriátricas, 4 por cada 100 ancianos, incluyendo privadas y públicas.
No parecen muchas. De cuando en cuando saltan a los medios denuncias de malos tratos en esos centros, y, reconozcámoslo, todos sospechamos que pueden ser más habituales de lo que parece. Todos intentamos no pensar en esos aparcaderos de seres indefensos que, por otra parte, muchas veces son inevitables, porque el estado del anciano impide su cuidado en casa.
Según un informe del CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas) de 2019, en España hay casi nueve millones de personas mayores de 65 años, un 19% de la población.
Los Nogales ha sido un caso clamoroso y los empleados investigados por la Fiscalía, Mónica Moya Pérez, Bryan Israel Noboa Calle y María Josefa Trueba López, están acusados de comportamientos de un sadismo repugnante.
A ellos los despidieron, pero aún más grave me parece que la dirección de la residencia no cursara a la comunidad las denuncias recibidas.
Aterra pensar que sin duda conocemos, sin saberlo, a gente así de (supuestamente) mala.
Gente que ejerce el daño y gente que prefiere mirar hacia otro lado. Y siendo todo esto doloroso y terrible, aún hay algo peor, y son todos esos ancianos que no tienen a nadie y que viven encerrados en sus casas, llenos de pena y miedo por su debilidad y su abandono.
Tan presos como los reclusos japoneses y dependiendo de la generosidad de una vecina que les suba la compra de vez en cuando (el 17% de los hombres mayores y el 30% de las mujeres viven solos).
Pero todos estos, claro, nos hacen el favor de sufrir en silencio y en la invisibilidad de sus domicilios. Su dolor nunca llegará a la Fiscalía.
Son nuestros maltratados.
Señores antiguos................................................Javier Marías.
Que un hombre ayude a una mujer es “tóxico”, luego los cuentos en que
eso suceda, o en los que no haya “paridad” entre los personajes, se
deben prohibir.
MIÉRCOLES 10 de abril.
Debo coger un AVE a las 4. Salgo con mis maletas, llenas de libros y demás, a las 3.
Desde mi punto de partida hasta la estación suelo tardar un máximo de quince minutos en taxi, el cual me cuesta entre seis y siete euros.
Si voy con tanta antelación es porque, en el Madrid de Carmena, ese trayecto se ha convertido en un suplicio.
Uno no sabe cuánto le costará atravesar Sol y la Carrera de San Jerónimo, una calle estrecha que lleva ya dos años más angostada —un embudo— por culpa de las interminables obras de Canalejas. En vista de que esa calle es un atolladero, el Ayuntamiento la empeora permitiendo un incesante desfile de buses turísticos de dos pisos que taponan el único carril hábil, en vez de desviarlos por otra ruta mientras duran las obras (échenles un año más como mínimo).
Como el tráfico es aquí un purgatorio, démosle la categoría de infierno, debe de haber pensado Carmena.
Llego a Atocha tras treinta y tantos minutos de taxi, que me sale por trece euros.
Como hay que pasar el equipaje y la gabardina por el escáner, bajo la rampa sin dilación.
Delante de mí va una joven con un inmenso maletón sin ruedas, casi un baúl.
Lo va arrastrando con penalidad y por supuesto no la puedo adelantar.
Al llegar a la cola, veo que hay masas poco explicables.
No es fin de semana y faltan días para la Semana Santa.
Como hay un gentío con bultos grandes, Renfe ha inhabilitado uno de los tres escáneres, luego se avanza a paso de tortuga.
La joven sigue tirando a duras penas de su maletón, se le desvía, se le tuerce, se golpea y me golpea con él, me mira con apuro, le digo que nada, sigo detrás.
Por fin alcanza el escáner, y entonces descubre que, si bien puede tirar de su baúl con esfuerzo, lo que no puede es levantarlo del suelo a pulso.
Le pregunta a la escaneadora si le echa una mano.
Ésta, con sequedad, le contesta que no puede abandonar su puesto. “Abandonarlo”, en este caso, significa levantarse, dar tres pasos, ayudarla y volver a su asiento.
Ninguna otra maleta pasaría por la cinta mientras tanto, eso es obvio.
“¿Y qué hago?”, dice la joven. “Que la ayude alguien”.
La joven me mira implorante.
Desde hace más de dos meses padezco un tirón o una tendinitis o una ciática (dejémoslo indeciso: contar dolencias me parece una falta de consideración) causados por las excesivas caminatas que me di durante los dieciséis días de huelga de los taxistas.
Me duelen la pierna y la cadera, no estoy en condiciones de añadirme el esfuerzo de levantar un maletón.
Pero claro, ya soy un señor antiguo, y estoy educado como lo estoy.
Entre las masas de la cola (hombres y mujeres de toda edad) nadie mueve un dedo.
Allí la famosa “sororidad” brilla por su ausencia, y en cuanto a los varones, quién sabe, lo mismo temen ser tachados de machistas si ayudan a la joven.
Como yo no temo eso sino que lo doy por descontado —diga lo que diga y haga lo que haga—, echo mano al bulto, lo alzo a pulso (en efecto pesa un quintal) y se lo deposito en el escáner a la joven que calculó mal.
Me da las gracias con expresión de alivio, luego subo mi equipaje y la cola tira adelante.
Esta minúscula anécdota sería sexista y no deberían leerla niños ni niñas según los responsables de la escuela Tàber (titularidad de la Generalitat) y de las también barcelonesas Montseny y Fort Pienc, que han considerado eso, sexista, una frase de Caperucita Roja en la cual se dice que “un cazador que pasaba por allí” —¡un hombre!— salvó del Lobo a Caperucita y a su abuela.
Así que han retirado ese pecaminoso volumen de la biblioteca, lo mismo que La bella durmiente (porque el Príncipe la salva, y con un beso no consentido), y La leyenda de Sant Jordi, sustituido por La revolta de Santa Jordina, donde la chica es la heroína y el dragón no tiene por qué morir.
Cómo va a matarse a un bicho, con lo buenos que son, incluidas las boas constrictor, las tarántulas y las hienas.
Que un hombre ayude o salve a una mujer es “tóxico”, luego los cuentos en que eso suceda, o en los que no haya “paridad” entre los personajes, se deben secuestrar, suprimir y prohibir.
Los profesores y padres de la Tàber y demás han de ser por fuerza conscientes de su similitud con los censores franquistas y con los cabestros nazis que purgaban libros y los quemaban, pero les dará igual: todos ellos se creen sabedores de lo “pernicioso” y lo destierran sin contemplaciones.
Esta gente estricta ha encontrado nada menos que 200 títulos “tóxicos, que reproducen patrones sexistas”, el 30% del fondo.
Y todos son objetables en cierto grado a excepción del 10%, los que sí están escritos “desde una perspectiva de género”.
La sociedad catalana se ha acostumbrado tanto a los modos totalitarios de la Generalitat que nada tiene de extraño que una escuela dependiente de ella se comporte como la Inquisición.
Estas “virtuosas”, con sus sociólogas y pedagogas que las aplauden, sólo admiten que un varón ayude a otro y una mujer a otra mujer. Pero, como dije antes, en la vida real hay veces en que la tan cacareada “sororidad” no aparece y un señor antiguo con la pierna mala resulta ser el único dispuesto a echar una mano a quien tiene menos fuerza física.
Por ejemplo, para levantar un peso.
Debo coger un AVE a las 4. Salgo con mis maletas, llenas de libros y demás, a las 3.
Desde mi punto de partida hasta la estación suelo tardar un máximo de quince minutos en taxi, el cual me cuesta entre seis y siete euros.
Si voy con tanta antelación es porque, en el Madrid de Carmena, ese trayecto se ha convertido en un suplicio.
Uno no sabe cuánto le costará atravesar Sol y la Carrera de San Jerónimo, una calle estrecha que lleva ya dos años más angostada —un embudo— por culpa de las interminables obras de Canalejas. En vista de que esa calle es un atolladero, el Ayuntamiento la empeora permitiendo un incesante desfile de buses turísticos de dos pisos que taponan el único carril hábil, en vez de desviarlos por otra ruta mientras duran las obras (échenles un año más como mínimo).
Como el tráfico es aquí un purgatorio, démosle la categoría de infierno, debe de haber pensado Carmena.
Llego a Atocha tras treinta y tantos minutos de taxi, que me sale por trece euros.
Como hay que pasar el equipaje y la gabardina por el escáner, bajo la rampa sin dilación.
Delante de mí va una joven con un inmenso maletón sin ruedas, casi un baúl.
Lo va arrastrando con penalidad y por supuesto no la puedo adelantar.
Al llegar a la cola, veo que hay masas poco explicables.
No es fin de semana y faltan días para la Semana Santa.
Como hay un gentío con bultos grandes, Renfe ha inhabilitado uno de los tres escáneres, luego se avanza a paso de tortuga.
La joven sigue tirando a duras penas de su maletón, se le desvía, se le tuerce, se golpea y me golpea con él, me mira con apuro, le digo que nada, sigo detrás.
Por fin alcanza el escáner, y entonces descubre que, si bien puede tirar de su baúl con esfuerzo, lo que no puede es levantarlo del suelo a pulso.
Le pregunta a la escaneadora si le echa una mano.
Ésta, con sequedad, le contesta que no puede abandonar su puesto. “Abandonarlo”, en este caso, significa levantarse, dar tres pasos, ayudarla y volver a su asiento.
Ninguna otra maleta pasaría por la cinta mientras tanto, eso es obvio.
“¿Y qué hago?”, dice la joven. “Que la ayude alguien”.
La joven me mira implorante.
Desde hace más de dos meses padezco un tirón o una tendinitis o una ciática (dejémoslo indeciso: contar dolencias me parece una falta de consideración) causados por las excesivas caminatas que me di durante los dieciséis días de huelga de los taxistas.
Me duelen la pierna y la cadera, no estoy en condiciones de añadirme el esfuerzo de levantar un maletón.
Pero claro, ya soy un señor antiguo, y estoy educado como lo estoy.
Entre las masas de la cola (hombres y mujeres de toda edad) nadie mueve un dedo.
Allí la famosa “sororidad” brilla por su ausencia, y en cuanto a los varones, quién sabe, lo mismo temen ser tachados de machistas si ayudan a la joven.
Como yo no temo eso sino que lo doy por descontado —diga lo que diga y haga lo que haga—, echo mano al bulto, lo alzo a pulso (en efecto pesa un quintal) y se lo deposito en el escáner a la joven que calculó mal.
Me da las gracias con expresión de alivio, luego subo mi equipaje y la cola tira adelante.
Esta minúscula anécdota sería sexista y no deberían leerla niños ni niñas según los responsables de la escuela Tàber (titularidad de la Generalitat) y de las también barcelonesas Montseny y Fort Pienc, que han considerado eso, sexista, una frase de Caperucita Roja en la cual se dice que “un cazador que pasaba por allí” —¡un hombre!— salvó del Lobo a Caperucita y a su abuela.
Así que han retirado ese pecaminoso volumen de la biblioteca, lo mismo que La bella durmiente (porque el Príncipe la salva, y con un beso no consentido), y La leyenda de Sant Jordi, sustituido por La revolta de Santa Jordina, donde la chica es la heroína y el dragón no tiene por qué morir.
Cómo va a matarse a un bicho, con lo buenos que son, incluidas las boas constrictor, las tarántulas y las hienas.
Que un hombre ayude o salve a una mujer es “tóxico”, luego los cuentos en que eso suceda, o en los que no haya “paridad” entre los personajes, se deben secuestrar, suprimir y prohibir.
Los profesores y padres de la Tàber y demás han de ser por fuerza conscientes de su similitud con los censores franquistas y con los cabestros nazis que purgaban libros y los quemaban, pero les dará igual: todos ellos se creen sabedores de lo “pernicioso” y lo destierran sin contemplaciones.
Esta gente estricta ha encontrado nada menos que 200 títulos “tóxicos, que reproducen patrones sexistas”, el 30% del fondo.
Y todos son objetables en cierto grado a excepción del 10%, los que sí están escritos “desde una perspectiva de género”.
La sociedad catalana se ha acostumbrado tanto a los modos totalitarios de la Generalitat que nada tiene de extraño que una escuela dependiente de ella se comporte como la Inquisición.
Estas “virtuosas”, con sus sociólogas y pedagogas que las aplauden, sólo admiten que un varón ayude a otro y una mujer a otra mujer. Pero, como dije antes, en la vida real hay veces en que la tan cacareada “sororidad” no aparece y un señor antiguo con la pierna mala resulta ser el único dispuesto a echar una mano a quien tiene menos fuerza física.
Por ejemplo, para levantar un peso.
26 abr 2019
La Mas Bella entre todas sin quitar a su madre y a suabela.
Charlotte de Mónaco
Carlota ejerce un fuerte control sobre su vida privada, a pesar de que sus historias de amor han aparecido con frecuencia en varios medios. En 2013 tuvo un hijo fuera del matrimonio con el actor Gad Elmaleh, pero desde entonces ambos se han separado.
Se rumorea que la causa de su separación está relacionada con la apretada agenda de Gad y la aparente falta de voluntad para pasar tiempo con Charlotte y su hijo.
Hoy en día, tiene una relación con el productor Dimitri Rassam, con quien tuvo un segundo hijo el año pasado.
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