Los reyes
Felipe y Letizia, junto a sus hijas y doña Sofía, asisten a la
tradicional Misa de Pascua en Palma con la ausencia destacada del rey
emérito.
En una jornada desapacible dominada por un cielo plomizo y bajo una
fina lluvia, los reyes Felipe y Letizia acompañados de sus hijas, la
princesa Leonor y la infanta Sofía, han asistido a la misa del Domingo
de Pascua y Resurrección que se ha celebrado este mediodía en la
catedral de Palma. Al oficio también ha asistido la reina emérita Sofía,
en lo que ha supuesto un año después la vuelta de la familia real, con
la ausencia destacada de don Juan Carlos, al escenario donde se produjo el sonado desencuentro entre las dos reinas. Unas imágenes grabadas por los cámaras que retransmitían el evento el
año pasado captaron a doña Letizia tratando de impedir que la reina
emérita se fotografiase con sus nietas a la salida de la misa.
Las miradas de quienes aguardaban este domingo la llegada de la
familia real tras las vallas de seguridad estaban puestas en el
reencuentro de doña Letizia y doña Sofía a las puertas del templo, que
ha resultado normal y sin detalles destacables. Los cinco miembros de la
familia han llegado en el mismo coche, conducido por don Felipe, que ha
parado a las puertas de la catedral apenas cinco minutos antes del
comienzo de la eucaristía. Los reyes, sus hijas y la reina emérita han
posado en la puerta del templo, en una escenografía un tanto fría y
breve en la que apenas se han dejado retratar unos segundos entre los
vítores y aplausos de las decenas de curiosos que año tras año abarrotan
los alrededores del templo.
El rey se ha situado en el centro de la fotografía, vestido con un
traje de chaqueta azul marino y corbata celeste. A su derecha se ha
ubicado la reina Letizia, con un vestido camisero azul marino con flores
blancas y un clutch granate en la mano, y a su lado la
princesa Leonor con un abrigo blanco roto manga tres cuartos. La reina
Sofía se ha situado a la izquierda de don Felipe, con un traje de dos
piezas en color crudo y a su lado, la infanta Sofía con un pantalón azul
marino y un top cruzado a la espalda. A su llegada han sido recibidos
por la delegada del Gobierno en Baleares, Rosario Sánchez, y poco
después por el obispo de Mallorca, Sebastiá Taltavull. Al finalizar la misa, la familia real ha saludado durante diez
minutos a las decenas de personas que esperaban fuera de la catedral
para tomar una fotografía del momento . La reina Letizia y doña Sofía se
han desplazado al lugar donde aguardaban residentes y turistas charlando
y mostrando gestos de cercanía entre ellas. Los reyes y sus hijas,
además, se han acercado a saludar a los miembros de la agrupación
musical Nuestro Padre Jesús de la Redención y de la Virgen del Mar, que
han tocado el Ave María. Finalmente, los cinco miembros de la familia se han subido en un coche conducido por el rey Felipe y han abandonado la zona.
Ausencia del rey emérito
Juan Carlos I ha vuelto a ser la ausencia destacada en esta Misa de
Pascua como ya lo hiciera en ediciones anteriores. El año pasado el rey
emérito se incorporó a la fotografía después de un parón de cuatro años,
ocasión en la que acudió con su hija la infanta Elena. Nada se ha
sabido de las vacaciones del rey emérito y su paradero estos últimos
días. La última vez que se pudo ver a don Juan Carlos en un acto fue en
la plaza de toros de Las Ventas, a la que acudió para asistir a la
presentación de los carteles de la feria de San Isidro. Un enorme
moratón cerca del ojo desató las especulaciones sobre nuevos problemas
de salud. Por su parte, la reina Letizia y sus hijas han llegado a Palma tras
unos días de descanso en Roma, según publicaron algunos medios. Una
información que la Casa Real considera privada y que no ha confirmado,
como ocurre con todos los viajes que no están programados en la agenda
institucional. Quien lleva más tiempo en la isla es la reina emérita,
que el pasado lunes presidió junto con su hermana Irene de Grecia el
tradicional concierto en beneficio de la organización de ayuda contra la
droga Proyecto Hombre, que tuvo lugar en la catedral. El martes por la
mañana doña Sofía presidió la inauguración del espectáculo “Gigantes del
Océano” en el Palma Aquarium, una iniciativa que acerca a los
visitantes del recinto la vida de las ballenas jorobadas, en una
proyección que se desarrolla bajo una enorme cúpula. La Casa Real no ha
incluido la asistencia de la familia a la misa en la agenda
institucional. Está previsto que los reyes y sus hijas vuelvan esta
tarde a Madrid.
LAS COSTURERAS que aparecen a izquierda y derecha de la foto se encuentran en la cárcel de mujeres de Barcelona
cumpliendo condena por esto o por lo otro. Transcurre el año 1952.
Pobres. Realizan trabajos de costura para reducir penas. Señoras y
señores de la alta burguesía franquista se revolcarán más tarde entre
las sábanas que parecen apiladas junto a las máquinas de coser. Una de
ellas, la primera de la derecha, se atreve a mirar unos instantes a la
cámara, aunque con expresión furtiva. Deben fingir que no hay fotógrafo
(o fotógrafa). Tal vez hoy les han permitido asearse un poco más de lo
común para dar buena imagen de la institución. La verdad es que no he necesitado buscar esta instantánea. Ella me ha
encontrado a mí. La publicó EL PAÍS hace unas semanas para ilustrar un
artículo sobre la explotación laboral de los prisioneros de guerra
durante la dictadura. Buscando las esquelas, tropecé con esta
representación de la España de la que venimos. Así de sometidos
estábamos, ya fuera en la prisión, en el aula o en la comunidad de
vecinos. La disciplina carecía de tonos. O era blanca, o era negra; en
el mejor de los casos, blanca y negra, como los fotogramas de una
película de la época. Venimos de ahí, de ese pasillo abierto entre las
obreras. Resulta que, al salirnos de la foto, hemos vuelto la cabeza
para mirar hacia atrás. ¿Y qué hemos visto? Que la carcelera era una
monja. Una monjita, por decirlo en términos cariñosos. De entre todas
las especies guardianas, esta era la más peligrosa, la más cruel, la más
impía. Hay abundante documentación sobre el asunto.
La democracia consiste en intentar domesticar al monstruo que nos
habita, pero hay gente que parece haberse puesto de acuerdo en
cultivarlo.
DIRÉ, PARAFRASEANDO a Martin Luther King, que en los últimos tiempos
tengo una pesadilla. Una intuición de peligro. Hace poco leí en EL PAÍS
una interesante entrevista de Gil Alessi con un fiscal militar de la dictadura brasileña,
ese tiempo de plomo que comenzó hace medio siglo y que trajo la cosecha
habitual de torturados, asesinados y desaparecidos, aunque ahora
Bolsonaro sostenga que fue una revuelta necesaria para impedir una
dictadura comunista. El fiscal en cuestión, Durval de Araújo, fue al
parecer uno de los peores tiburones: según testigos, ayudó a encubrir
centenares de torturas y muertes. En la entrevista, en fin, este hombre
feroz proclamaba con orgullo: “No me arrepiento de nada, presté
servicios relevantes al país”.
Araújo, todo hay que decirlo, tiene 99 años. A esa edad ya no hay
filtros mentales, me parece: pueden soltar cualquier barbaridad. Aun
así, su ufanía al hablar del cruento pasado ha hecho sonar un timbre en
mi cabeza. Porque él estará mayor y descontrolado, pero tendrá familia. Hijos y
nietos que, en otros tiempos, le hubieran aconsejado no recibir a un
periodista. Ahora, en cambio, imagino a todo el cónclave familiar
sacando pecho en torno al anciano. Vanagloriándose de la antigua
violencia alentados por el extremismo de Bolsonaro. Lo veo a mi alrededor. Conocidos y familiares de amigos que de golpe y porrazo se exacerbotan,
un genial palabro inventado por el escritor Julio Llamazares. Quiero
decir que de la noche a la mañana parecen haberse convertido en gremlins muy mojados, ansiosos de soltar sonoros bufidos. El otro día iba en un Car2Go,
esos pequeños vehículos eléctricos de alquiler. Estaba en una esquina
intentando incorporarme a una estrecha calle llena de coches, porque el
semáforo apenas dejaba pasar tres o cuatro antes de cerrarse. Arrimé el
hocico al auto que quedaba a mi altura, a la espera de que la luz
cambiara a verde, y entonces un todoterreno enorme y novísimo aceleró
corriendo y se pegó al coche para impedir mi paso.
El conductor quedó frente a mí; enarqué las cejas con gesto de
fastidiada incredulidad, porque las normas no escritas de educación
viaria aconsejan alternar el paso de los vehículos, y entonces sucedió:
el tipo enloqueció. Empezó a vociferar y a agitar los puños en el aire,
mientras, a su lado, una mujer de su mismo pelaje se volcaba sobre él
desde el asiento contiguo para acercarse a la ventanilla y sumar sus
bramidos. Teníamos los cristales subidos y yo escuchaba música, así que
no los oí. Pero les observé pasmada, agitándose como dementes en el
encierro de su caro habitáculo, desenfrenados y desencajados, hasta que
cambió el semáforo y arrancaron. El siguiente conductor, como es
natural, me dejó pasar. Entonces, y sólo entonces, salí de mi asombro y
empecé a tener miedo de esos energúmenos. De su delirante agresividad,
de su primitiva explosión de inquina. Y todo por no esperar el
microsegundo de la incorporación de mi diminuto vehículo a la fila. Era una pareja en la cuarentena, con esa pinta un tanto repulida que
tópicamente asociamos a la derecha. Claro que también podrían ser de
cualquier otra ideología, salvo quizá podemitas, a quienes hay que reconocer que son pertinaces en sus vestimentas. No sé, quizá me equivoque, pero tuve la intuición, casi el
convencimiento, de que pertenecían a la nueva camada de la derecha
radical, sobre todo por el perfecto trabajo conyugal de equipo, la
familia unida hasta en el furor babeante. Y pensando en esto tuve aún
más miedo, un temor apenado ante los pequeños pero abundantes signos de
crispación que veo a mi alrededor (no sólo de ellos, desde luego:
también hay especímenes rabiosos en el independentismo y otros
extremismos). La democracia consiste en intentar domesticar al monstruo
que nos habita, pero hay gente que parece haberse puesto de acuerdo en
cultivar al bicho. En mimarlo, alimentarlo y sacarlo a pasear con fatua
ostentación. Es como si, de repente, se les estuviera incendiando la
cabeza y empezaran a inventarse no sé qué históricos agravios, qué
venganzas. Y se vanagloriaran no de la convivencia, sino de la
violencia. No de los valores de la civilidad, sino del enfrentamiento. Qué orgullosos los veo de su odio.
Hace decenios que muchos votamos lo que juzgamos el mal menor entre un
abanico de males muy malos. Esta vez cuesta especial trabajo identificar
ese mal menor.
ES PARADÓJICO que a muchos votantes les haya ocurrido lo contrario de
lo esperable, al disponer de más opciones. Lo normal habría sido que la
aparición de nuevos partidos en los últimos años nos hubiera hecho
sentir más desahogados: ya no nos vemos abocados a un Gobierno del PSOE o
del PP en cuasi solitario, o con el hoy añejo apoyo de los
nacionalistas catalanes y vascos para cualquiera de los dos, que nunca
tuvieron empacho en hacer concesiones de las que ahora abominarían (si
las hiciera el rival, claro está). Yo he sido siempre un defensor del
voto: con guantes, con la nariz tapada o como lo quieran llamar. Abstenerse o depositar una papeleta en blanco me han parecido pobres
alternativas: nadie computa eso (o, si se molesta alguien, nada
importa), y al final otros deciden por uno. Inhibirse en política es a
mi juicio la peor solución, o al menos la más pusilánime, y todavía lo
creo así. Y sin embargo, ante las elecciones del próximo domingo mi
temor al arrepentimiento es mayor que nunca, y uno sobrelleva mal
arrepentirse gravemente. Lo llamativo del caso es que son los posibles socios de Gobierno de unos u otros los que me causan más aprensión o repelús. La actual camada de políticos es espantosa en mi opinión. Mediocres,
engreídos, miopes, falaces, locoides, insustanciales y cínicos, con
alguna rarísima excepción. Quién nos iba a decir que en el PP echaríamos de menos a Rajoy (¡Rajoy!) y a Soraya Sáenz,
que al lado de Casado y Teodoro Egea se antojan personas modestas,
respetuosas y de mediana inteligencia. Quién que en el PSOE veríamos a Rubalcaba
como a un Tocqueville o a un Adam Smith en comparación con sus
dirigentes de hoy (y el peor no es ni siquiera Pedro Sánchez: miren
hacia abajo, por favor). Quién que el inepto y destructivo Artur Mas
(culpable primordial del desastre catalán) iba a resultarnos articulado y
hábil si escuchamos a Puigdemont, Torra o la taimada Laura Borràs; o
que Carod Rovira nos parecería más honesto que el melifluo Junqueras o
el falsario vocacional Rufián… Lo más asombroso de la situación es que,
si uno se pone en la piel de los líderes (no es fácil, pero para eso
sirve la imaginación), no da crédito a que todos sean tan torpes, no
cesen de equivocarse y de meter la pata, y lancen reiteradas lluvias de
piedras contra sus propios tejados. No es sólo que anuncien alianzas con quienes más los perjudican ante buena parte del electorado: el PSOE abraza a Podemos
(un partido cuyo fin transparente es laminar las instituciones, desde
la Constitución hasta la democracia representativa, la única medio digna
del nombre) y no se zafa de los secesionistas totalitarios ni de los
herederos políticos de ETA. El PP se deja contagiar por los neo o
paleofranquistas de Vox y cuenta sin disimulo con ellos, lo cual
espeluzna y ahuyenta a muchísimos votantes tradicionales suyos, gente
conservadora y moderada. Ciudadanos, que podría haber crecido si se
hubiera mantenido en una posición liberal, se funde anticipadamente con
este PP polvoriento, chulesco y contaminado, perdiendo incontables votos
de centro o incluso de centroizquierda. Podemos se desmembra y muestra
un rostro cada vez más desencajado, fiándolo todo a la figura
autoritaria que más lo daña, la cual aumenta día a día sus dosis de
majadería y malas artes: no por nada Abascal y esa figura —ésta desde
hace años— son los dirigentes peor valorados en las encuestas de
opinión. En cuanto a Vox, que se beneficia de su novedad y de la
corriente suicida que ha llevado al poder a Trump, Bolsonaro, Duterte,
Maduro, Orbán, Salvini y a los veteranísimos Netanyahu y Erdogan, se saca de la manga pistolas para todo el mundo,
obviando que España es uno de los países con más bajos índices de
criminalidad, y poniéndonos los pelos de punta a la mayoría: imagínense a
los cabestros que abundan con armas de fuego. Por caridad.
Es notorio, asimismo, el ojo infalible de los partidos para colocar
en los puestos señeros de sus listas a gente contraproducente, de
antipatía antológica como Carmen Calvo, Cayetana Álvarez de Toledo,
Ortega Smith, Rufián, Ione Belarra, Borràs o Iglesias. O bien a
personajes a los que más les valdría no abrir la boca, como el pobre Suárez Illana,
De Quinto, Adriana Lastra, Noelia Vera, Egea y tantos otros: cada vez
que sueltan unas frases en público, privan de millares de votos a sus
respectivos partidos. Bueno, eso creo yo, y me puedo equivocar. Pero si
esos partidos ni siquiera saben velar por sus propios intereses y
beneficio, uno se pregunta cómo podrían hacerlo por los del conjunto del
país. Todos, por sus socios o por sus idearios (y esta palabra ya es
mucho atribuirles), encierran un peligro ilimitado. Hace decenios que
muchos votamos lo que juzgamos el mal menor entre un abanico de males
muy malos. Esta vez cuesta especial trabajo identificar ese mal menor. En lo que a
mí respecta, he de conseguirlo de aquí a una semana, porque no voy a
votar en blanco ni a abstenerme, eso lo sé. Les deseo suerte en la ardua
tarea. Un gran número de electores la vamos a necesitar.