Transcurre el año 1952. Pobres.
Realizan trabajos de costura para reducir penas.
Señoras y señores de la alta burguesía franquista se revolcarán más tarde entre las sábanas que parecen apiladas junto a las máquinas de coser.
Una de ellas, la primera de la derecha, se atreve a mirar unos instantes a la cámara, aunque con expresión furtiva.
Deben fingir que no hay fotógrafo (o fotógrafa). Tal vez hoy les han permitido asearse un poco más de lo común para dar buena imagen de la institución.
La verdad es que no he necesitado buscar esta instantánea.
Ella me ha encontrado a mí. La publicó EL PAÍS hace unas semanas para ilustrar un artículo sobre la explotación laboral de los prisioneros de guerra durante la dictadura.
Buscando las esquelas, tropecé con esta representación de la España de la que venimos.
Así de sometidos estábamos, ya fuera en la prisión, en el aula o en la comunidad de vecinos.
La disciplina carecía de tonos. O era blanca, o era negra; en el mejor de los casos, blanca y negra, como los fotogramas de una película de la época.
Venimos de ahí, de ese pasillo abierto entre las obreras. Resulta que, al salirnos de la foto, hemos vuelto la cabeza para mirar hacia atrás.
¿Y qué hemos visto? Que la carcelera era una monja. Una monjita, por decirlo en términos cariñosos.
De entre todas las especies guardianas, esta era la más peligrosa, la más cruel, la más impía.
Hay abundante documentación sobre el asunto.
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