Brown ha estado este martes en Alicante como estrella de un congreso sobre enfermedades de transmisión sexual y ha contado su experiencia.
Timothy Brown (Seattle, Estados Unidos, 1966) es un tipo amable,
cercano y paciente.
Bromea hasta con su estado de salud, que es, precisamente, lo que le ha convertido en excepcional.
Brown es el paciente Berlín,la única persona del mundo que se ha curado del la infección del VIH, el virus del sida.
Al menos, hasta ahora, cuando se están estudiando tres posibles nuevos casos, en Londres, en Düsseldorf y otro, según Brown, en Seattle, su ciudad natal.
“Estoy encantado de que mi pequeña familia vaya creciendo”, asegura. Siempre, con una sonrisa.
Brown desembarcó ayer en Alicante como estrella de un congreso sobre sida y enfermedades de transmisión sexual que organiza Seisida y contó su experiencia.
Que se infectó en 1995. Que en 2007 le diagnosticaron leucemia.
Que tuvo que someterse a dos trasplantes de médula ósea. Y que el segundo de ellos le salvó la vida.
“Los médicos decidieron probar con un donante con una mutación que le hacía inmune al sida”, señala.
Él decidió abandonar el tratamiento, pese a los consejos de su pareja de entonces.
Sufrió un repunte de la enfermedad, una reacción al injerto y una enfermedad cerebral. Pero el virus desapareció.
Doce años después, a solas con EL PAÍS, Brown asegura que está “muy bien”.
“Tan solo padezco de alergias, pero me ayudan a sentirme vivo”. Sonríe.
Tras el primer trasplante siguió trabajando como traductor de alemán.
Pero tras el segundo, lo tuvo que dejar. Ahora percibe el equivalente en Estados Unidos a una incapacidad permanente, “porque la leucemia puede volver”.
Y ocasionalmente, trabaja “como masajista”.
Eso sí, su principal cometido es implicarse en todo lo que tenga que ver con la curación del sida.
“Es una manera de devolver a los médicos lo que ellos hicieron por mí”, dice.
Va allá donde le llaman. Dona “tiempo, sangre e incluso tejidos orgánicos”.
Habla con infectados y con quienes se pueden infectar.
Su grado de implicación es equivalente a su determinación para superar dos de las enfermedades más temidas por la humanidad. Una complicación de la leucemia le obligó a usar silla de ruedas. También ha logrado volver a andar.
“Ando raro, la gente cree a veces que estoy borracho”, señala, “pero en realidad, no pruebo el alcohol”.
Brown es muy consciente de que es un “superviviente extremo”.
Y ha sufrido el síndrome de quienes permanecen vivos mientras a su alrededor la gente muere. “Es muy duro”, confiesa, “a veces me reúno con grupos de enfermos que han sobrevivido al VIH en Palm Springs” (California), donde vive.
Pero incluso allí es alguien singular. Los análisis periódicos a los que se somete no han hallado el rastro del virus ni en los reservorios donde se esconde. Ni en los ganglios linfáticos “ni siquiera en el cerebro”. Nada.
“Una vez me encontré con la madre de Ryan White, un niño que se infectó tras una transfusión de sangre”, rememora.
El caso fue atroz, porque White tuvo que soportar el estigma de todos los enfermos de sida “en la sociedad, en la escuela, en su comunidad”.
Al final, el muchacho murió y en Estados Unidos sirve de ejemplo para erradicar esta consideración de que el sida fue un castigo para quienes se desvían del camino recto.
“Su madre se alegró muchísimo por mí, se sorprendió de que estuviera vivo tras conocer mi caso”, señala Brown.
“Pero yo me sentí muy mal, porque yo estaba vivo y el niño estaba muerto”.
Él no sufrió en primera persona la condena social de los enfermos de sida.
Ni la personal.
"Yo vivía en Berlín y mis amigos, los que morían por el sida, estaban en San Francisco o Nueva York”.
Además, en Europa encontró, tanto en la capital alemana como en Barcelona, donde vivió antes de la infección, “una sociedad más abierta que en Seattle”.
“Mi madre es muy conservadora y una cristiana muy devota”, sostiene, “y al principio no le dije nada de mi curación, porque ella estaba tratándose por un cáncer de mama”.
Tardó dos años en explicárselo y entonces “lloró”. Desde entonces, ha encontrado “mucho apoyo por parte de mi familia y de toda la sociedad”.
Tampoco sintió miedo, en ningún momento.
Ni a la enfermedad ni a la posibilidad eventual de que el virus reapareciera. “Desde un principio, los médicos me dijeron que me había curado”, asevera.
Les creyó y se libró del temor. “Pero después, sí me preocupa que alguien me pueda infectar”.
Brown tiene pareja y ambos han acordado mantener una relación abierta. “Soy sexualmente activo y tengo relaciones con otras personas”, advierte.
Generalmente, no les dice quién es. Cuando lo hace, “suelen googlear mi nombre junto al del VIH”, sonríe.
Una vez más.
Pero, como cualquier otra persona sin VIH, no es inmune al contagio. Por eso toma todas las precauciones posibles.
Y el PrEP, la profilaxis preexposición, un tratamiento al que se puede acceder en EE UU pero que en Europa todavía no está muy extendido.
Y en España, ni siquiera aprobado.
“Los jóvenes han vuelto a perder el miedo a contagiarse”, señala, “y este tratamiento es seguro y no tiene efectos secundarios”.
Bromea hasta con su estado de salud, que es, precisamente, lo que le ha convertido en excepcional.
Brown es el paciente Berlín,la única persona del mundo que se ha curado del la infección del VIH, el virus del sida.
Al menos, hasta ahora, cuando se están estudiando tres posibles nuevos casos, en Londres, en Düsseldorf y otro, según Brown, en Seattle, su ciudad natal.
“Estoy encantado de que mi pequeña familia vaya creciendo”, asegura. Siempre, con una sonrisa.
Brown desembarcó ayer en Alicante como estrella de un congreso sobre sida y enfermedades de transmisión sexual que organiza Seisida y contó su experiencia.
Que se infectó en 1995. Que en 2007 le diagnosticaron leucemia.
Que tuvo que someterse a dos trasplantes de médula ósea. Y que el segundo de ellos le salvó la vida.
“Los médicos decidieron probar con un donante con una mutación que le hacía inmune al sida”, señala.
Él decidió abandonar el tratamiento, pese a los consejos de su pareja de entonces.
Sufrió un repunte de la enfermedad, una reacción al injerto y una enfermedad cerebral. Pero el virus desapareció.
Doce años después, a solas con EL PAÍS, Brown asegura que está “muy bien”.
“Tan solo padezco de alergias, pero me ayudan a sentirme vivo”. Sonríe.
Tras el primer trasplante siguió trabajando como traductor de alemán.
Pero tras el segundo, lo tuvo que dejar. Ahora percibe el equivalente en Estados Unidos a una incapacidad permanente, “porque la leucemia puede volver”.
Y ocasionalmente, trabaja “como masajista”.
Eso sí, su principal cometido es implicarse en todo lo que tenga que ver con la curación del sida.
“Es una manera de devolver a los médicos lo que ellos hicieron por mí”, dice.
Va allá donde le llaman. Dona “tiempo, sangre e incluso tejidos orgánicos”.
Habla con infectados y con quienes se pueden infectar.
Su grado de implicación es equivalente a su determinación para superar dos de las enfermedades más temidas por la humanidad. Una complicación de la leucemia le obligó a usar silla de ruedas. También ha logrado volver a andar.
“Ando raro, la gente cree a veces que estoy borracho”, señala, “pero en realidad, no pruebo el alcohol”.
Brown es muy consciente de que es un “superviviente extremo”.
Y ha sufrido el síndrome de quienes permanecen vivos mientras a su alrededor la gente muere. “Es muy duro”, confiesa, “a veces me reúno con grupos de enfermos que han sobrevivido al VIH en Palm Springs” (California), donde vive.
Pero incluso allí es alguien singular. Los análisis periódicos a los que se somete no han hallado el rastro del virus ni en los reservorios donde se esconde. Ni en los ganglios linfáticos “ni siquiera en el cerebro”. Nada.
“Una vez me encontré con la madre de Ryan White, un niño que se infectó tras una transfusión de sangre”, rememora.
El caso fue atroz, porque White tuvo que soportar el estigma de todos los enfermos de sida “en la sociedad, en la escuela, en su comunidad”.
Al final, el muchacho murió y en Estados Unidos sirve de ejemplo para erradicar esta consideración de que el sida fue un castigo para quienes se desvían del camino recto.
“Su madre se alegró muchísimo por mí, se sorprendió de que estuviera vivo tras conocer mi caso”, señala Brown.
“Pero yo me sentí muy mal, porque yo estaba vivo y el niño estaba muerto”.
Él no sufrió en primera persona la condena social de los enfermos de sida.
Ni la personal.
"Yo vivía en Berlín y mis amigos, los que morían por el sida, estaban en San Francisco o Nueva York”.
Además, en Europa encontró, tanto en la capital alemana como en Barcelona, donde vivió antes de la infección, “una sociedad más abierta que en Seattle”.
“Mi madre es muy conservadora y una cristiana muy devota”, sostiene, “y al principio no le dije nada de mi curación, porque ella estaba tratándose por un cáncer de mama”.
Tardó dos años en explicárselo y entonces “lloró”. Desde entonces, ha encontrado “mucho apoyo por parte de mi familia y de toda la sociedad”.
Tampoco sintió miedo, en ningún momento.
Ni a la enfermedad ni a la posibilidad eventual de que el virus reapareciera. “Desde un principio, los médicos me dijeron que me había curado”, asevera.
Les creyó y se libró del temor. “Pero después, sí me preocupa que alguien me pueda infectar”.
Brown tiene pareja y ambos han acordado mantener una relación abierta. “Soy sexualmente activo y tengo relaciones con otras personas”, advierte.
Generalmente, no les dice quién es. Cuando lo hace, “suelen googlear mi nombre junto al del VIH”, sonríe.
Una vez más.
Pero, como cualquier otra persona sin VIH, no es inmune al contagio. Por eso toma todas las precauciones posibles.
Y el PrEP, la profilaxis preexposición, un tratamiento al que se puede acceder en EE UU pero que en Europa todavía no está muy extendido.
Y en España, ni siquiera aprobado.
“Los jóvenes han vuelto a perder el miedo a contagiarse”, señala, “y este tratamiento es seguro y no tiene efectos secundarios”.