Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

23 feb 2019

¿De qué hablan los balcones?............................. Juan Cruz

Donde hubo bombonas y trastos o ropa tendida ahora se dirimen ansiedades propias del patriotismo.

Plaza de Isabel II, en el barrio de Ópera.
Plaza de Isabel II, en el barrio de Ópera.
 Antonio Muñoz Molina escribía lo que escuchó decir al pasar por la Plaza de Colón cuando la manifestación de las banderas: “Qué asco se ve que le da a algunos la bandera de España”.
Sentado en el único sitio de Madrid donde podía ver el amarillo, en medio de la cúpula del hotel Palace, Jorge Luis Borges dijo hace años: “¿No tendrán algo más concreto de que hablar que de las banderas?”
Las banderas fueron enseña obligatoria en las manifestaciones de la Plaza de Oriente.
 Atraídas de nuevo a la vida nacional y concentradas en torno a la enorme bandera de la Plaza de Colón, han sido unidas ahora por Pablo Casado y el Partido Popular con los balcones que otrora sirvieron para albergar bombonas.
 “La España de los balcones”.
En el Palacio de Oriente, desde donde arengaba Franco ante miles de banderas, no ha tenido eco el llamamiento. 
En sus balcones están los viejos aparatos de aire acondicionado; donde vivió el muy republicano José Bergamín no hay ni un banderín. Solo está la enseña nacional detrás del antiguo balcón de Franco. Un silencio oscuro y de piedra.
Ese balcón, además, cuenta un residente que es historiador de la arquitectura, Juan-Miguel Hernández de León, “es un balcón lateral, como de okupa”. 
Franco era ahí “inquilino de la parte de atrás”.

En el sur de Madrid los balcones son tendederos. Los balcones, dice el arquitecto, “son para asomarse y ser vistos”, como Franco, pero hay otros tipos de balcones, donde hay más espacio “para asomar lo que estorba”.
En la época de las banderas y los balcones de Franco era un riesgo asomarse si las manifestaciones no eran del régimen.
 Las banderas eran obligatorias, “y ahora en los balcones se intenta imponer este diálogo tenso: quién pone las banderas, quién no las pone”.
Hay recuerdos que dan escalofrío.
 Rosa y Mercedes, que llevan el Café del Real, tienen memoria de los aquelarres llenos de banderas de Ópera. 
Y Visi Henche, que lleva el quiosco que su padre abrió en 1969, tiene memoria de aquellos hombretones “vestidos de banderas”. “Ahora vuelven”, se escucha al lado.
 “Da miedo”.
Donde se decía que estaban los restos de Cervantes hay una placidez de pueblo.
 Enrique viene cada día a alimentar gorriones. Los tiene contados. También sabe que de 2000 a esta fecha han sido masacrados veinticinco millones de pájaros en España
. Se lo cuenta al escritor y cineasta Gonzalo Suárez, que vive al lado.
 Dice Gonzalo, sobre los balcones: “Pregúntale a mi gato, Manitú, que sale a contar pajaritos y a pelear con las urracas”.
A su lado, el balcón de Juan-Miguel exhibe un geranio rojo.
 Junto al monumento a Lope de Vega una inscripción prohíbe “hacer aguas bajo la multa correspondiente”. 
Enrique se queda allí “dándole el desayuno a los gorriones”. Éstos, dice, andan ahora huyendo de las urracas. “Lo sabe Manitú”, dice Gonzalo.
Sobre el bar en el que hablamos, el Café del Real, en la Plaza de Ópera, los balcones son reacios a acoger banderas. 
Hay, como antiguamente, bombonas, trastos, una bicicleta. Por algún lado está la bandera del arco iris, y ante una española se alza, grisácea, una bandera francesa.

 

21 ene 2019

https://youtu.be/czXaiH5F_Ec

https://youtu.be/czXaiH5F_Ec

https://youtu.be/tN0ipJq9nac

https://youtu.be/tN0ipJq9nac

La literatura del malestar francés....................... Marc Bassets

Las obras de Ernaux, Aubenas, Eribon, Louis, Houellebecq o el último premio Goncourt, Nicolas Mathieu, captaron las síntomas que han llevado a la revuelta de los ‘chalecos amarillos’

Protesta de los 'chalecos amarillos' ante el Arco del Triunfo en los Campos Elíseos de París, el pasado día 5. 
Protesta de los 'chalecos amarillos' ante el Arco del Triunfo en los Campos Elíseos de París, el pasado día 5. Getty Images
Las señales estaban ahí. Bastaba leer algunas de las obras literarias más celebradas en los últimos años en Francia.
 En ellas aparecen los síntomas del malestar que ha estallado con la crisis de los chalecos amarillos.

El cierre de las fábricas, los salarios bajos, las humillaciones cotidianas. 
El aislamiento de las pequeñas ciudades alejadas de la capital y la dependencia respecto al automóvil para trabajar: para sobrevivir.
 La educación y la cultura como señas de identidad de las clases sociales.
 Los paisajes desangelados de los centros comerciales y las impersonales rotondas en las afueras de las ciudades. 
También la seducción del voto ultra.
 Todo estaba ahí, a la vista de cualquiera, pero muy pocos prestaron atención.

Por su esteticismo decadentista y por su visión reaccionaria, Houellebecq es una excepción.
 La posición poética y política del autor de Serotonina contrasta con la perspectiva de izquierdas —o extrema izquierda en algunos casos— de otros autores que han retratado la llamada Francia periférica.

La inspiración

Muchos de estos autores —desde el filósofo Didier Eribon, responsable del ensayo memorialístico Regreso a Reims (Libros del Zorzal), a Nicolas Mathieu, recién premiado con el Goncourt en 2018 por la brillante Leurs enfants après eux— citan como inspiración y modelo a Annie Ernaux, que en sus breves novelas autobiográficas retrata esta otra Francia: la de los de abajo, la de su familia en la Normandía rural y la de la anodina periferia parisiense.
Si Macron y sus consejeros hubiesen leído estos libros con atención, quizá se habrían dado cuenta de que algo en apariencia tan técnico como el precio del diésel y de la gasolina es una cuestión casi existencial para esta Francia. 
Quizá habrían detectado que podía ser el detonante de una revuelta.
Hay una literatura de los chalecos amarillos, el movimiento que estalló en noviembre del pasado año como una protesta por el precio del carburante y ha acabado precipitando la mayor crisis de la presidencia de Emmanuel Macron.
 El ejemplo más reciente es el de Michel Houellebecq.
 Su nueva novela, Serotonina (Anagrama), publicada este enero, describe la desmoralización de un mundo rural que se siente despreciado por París y Bruselas. 
Los campesinos en cólera cortan una autopista y se enfrentan con la policía. 
Houellebecq lo escribió antes de la crisis de los chalecos amarillos, pero parece que esté describiendo las derivas violentas del movimiento.
Cuando Anthony, el protagonista de Leurs enfants après eux, al fin consigue un empleo, el narrador observa: 
“El problema es que no se encontraba a la puerta de al lado de su casa, toda la paga se iba en el carburante, o casi”. “Te proponían agotadores empleos a media jornada, físicos, en la gran ciudad a 40 kilómetros de casa.
 Pagar la gasolina para hacer la ida y vuelta cada día te habría costado 300 euros al mes”, lamenta Édouard Louis, discípulo de Eribon, en Qui a tué mon père (2018), un epílogo en forma de panfleto a Para acabar con Eddy Bellegueule (Ediciones Salamandra), la historia de su infancia y adolescencia en una familia desestructurada en el norte de Francia.