Donde hubo bombonas y trastos o ropa tendida ahora se dirimen ansiedades propias del patriotismo.
Antonio Muñoz Molina escribía lo que escuchó decir al pasar por la Plaza de Colón cuando la manifestación de las banderas: “Qué asco se ve que le da a algunos la bandera de España”.
Sentado en el único sitio de Madrid donde podía ver el amarillo, en medio de la cúpula del hotel Palace, Jorge Luis Borges dijo hace años: “¿No tendrán algo más concreto de que hablar que de las banderas?”
Las banderas fueron enseña obligatoria en las manifestaciones de la Plaza de Oriente.
Atraídas de nuevo a la vida nacional y concentradas en torno a la enorme bandera de la Plaza de Colón, han sido unidas ahora por Pablo Casado y el Partido Popular con los balcones que otrora sirvieron para albergar bombonas.
“La España de los balcones”.
En el Palacio de Oriente, desde donde arengaba Franco ante miles de banderas, no ha tenido eco el llamamiento.
En sus balcones están los viejos aparatos de aire acondicionado; donde vivió el muy republicano José Bergamín no hay ni un banderín. Solo está la enseña nacional detrás del antiguo balcón de Franco. Un silencio oscuro y de piedra.
Ese balcón, además, cuenta un residente que es historiador de la arquitectura, Juan-Miguel Hernández de León, “es un balcón lateral, como de okupa”.
Franco era ahí “inquilino de la parte de atrás”.
En el sur de Madrid los balcones son tendederos. Los balcones, dice el arquitecto, “son para asomarse y ser vistos”, como Franco, pero hay otros tipos de balcones, donde hay más espacio “para asomar lo que estorba”.
En la época de las banderas y los balcones de Franco era un riesgo asomarse si las manifestaciones no eran del régimen.
Las banderas eran obligatorias, “y ahora en los balcones se intenta imponer este diálogo tenso: quién pone las banderas, quién no las pone”.
Hay recuerdos que dan escalofrío.
Rosa y Mercedes, que llevan el Café del Real, tienen memoria de los aquelarres llenos de banderas de Ópera.
Y Visi Henche, que lleva el quiosco que su padre abrió en 1969, tiene memoria de aquellos hombretones “vestidos de banderas”. “Ahora vuelven”, se escucha al lado.
“Da miedo”.
Donde se decía que estaban los restos de Cervantes hay una placidez de pueblo.
Enrique viene cada día a alimentar gorriones. Los tiene contados. También sabe que de 2000 a esta fecha han sido masacrados veinticinco millones de pájaros en España
. Se lo cuenta al escritor y cineasta Gonzalo Suárez, que vive al lado.
Dice Gonzalo, sobre los balcones: “Pregúntale a mi gato, Manitú, que sale a contar pajaritos y a pelear con las urracas”.
A su lado, el balcón de Juan-Miguel exhibe un geranio rojo.
Junto al monumento a Lope de Vega una inscripción prohíbe “hacer aguas bajo la multa correspondiente”.
Enrique se queda allí “dándole el desayuno a los gorriones”. Éstos, dice, andan ahora huyendo de las urracas. “Lo sabe Manitú”, dice Gonzalo.
Sobre el bar en el que hablamos, el Café del Real, en la Plaza de Ópera, los balcones son reacios a acoger banderas.
Hay, como antiguamente, bombonas, trastos, una bicicleta. Por algún lado está la bandera del arco iris, y ante una española se alza, grisácea, una bandera francesa.
Sentado en el único sitio de Madrid donde podía ver el amarillo, en medio de la cúpula del hotel Palace, Jorge Luis Borges dijo hace años: “¿No tendrán algo más concreto de que hablar que de las banderas?”
Las banderas fueron enseña obligatoria en las manifestaciones de la Plaza de Oriente.
Atraídas de nuevo a la vida nacional y concentradas en torno a la enorme bandera de la Plaza de Colón, han sido unidas ahora por Pablo Casado y el Partido Popular con los balcones que otrora sirvieron para albergar bombonas.
“La España de los balcones”.
En el Palacio de Oriente, desde donde arengaba Franco ante miles de banderas, no ha tenido eco el llamamiento.
En sus balcones están los viejos aparatos de aire acondicionado; donde vivió el muy republicano José Bergamín no hay ni un banderín. Solo está la enseña nacional detrás del antiguo balcón de Franco. Un silencio oscuro y de piedra.
Ese balcón, además, cuenta un residente que es historiador de la arquitectura, Juan-Miguel Hernández de León, “es un balcón lateral, como de okupa”.
Franco era ahí “inquilino de la parte de atrás”.
En el sur de Madrid los balcones son tendederos. Los balcones, dice el arquitecto, “son para asomarse y ser vistos”, como Franco, pero hay otros tipos de balcones, donde hay más espacio “para asomar lo que estorba”.
En la época de las banderas y los balcones de Franco era un riesgo asomarse si las manifestaciones no eran del régimen.
Las banderas eran obligatorias, “y ahora en los balcones se intenta imponer este diálogo tenso: quién pone las banderas, quién no las pone”.
Hay recuerdos que dan escalofrío.
Rosa y Mercedes, que llevan el Café del Real, tienen memoria de los aquelarres llenos de banderas de Ópera.
Y Visi Henche, que lleva el quiosco que su padre abrió en 1969, tiene memoria de aquellos hombretones “vestidos de banderas”. “Ahora vuelven”, se escucha al lado.
“Da miedo”.
Donde se decía que estaban los restos de Cervantes hay una placidez de pueblo.
Enrique viene cada día a alimentar gorriones. Los tiene contados. También sabe que de 2000 a esta fecha han sido masacrados veinticinco millones de pájaros en España
. Se lo cuenta al escritor y cineasta Gonzalo Suárez, que vive al lado.
Dice Gonzalo, sobre los balcones: “Pregúntale a mi gato, Manitú, que sale a contar pajaritos y a pelear con las urracas”.
A su lado, el balcón de Juan-Miguel exhibe un geranio rojo.
Junto al monumento a Lope de Vega una inscripción prohíbe “hacer aguas bajo la multa correspondiente”.
Enrique se queda allí “dándole el desayuno a los gorriones”. Éstos, dice, andan ahora huyendo de las urracas. “Lo sabe Manitú”, dice Gonzalo.
Sobre el bar en el que hablamos, el Café del Real, en la Plaza de Ópera, los balcones son reacios a acoger banderas.
Hay, como antiguamente, bombonas, trastos, una bicicleta. Por algún lado está la bandera del arco iris, y ante una española se alza, grisácea, una bandera francesa.