Tras años en el foco de la vida social, la única hija de Isabel II, examazona profesional, vive un segundo matrimonio feliz y se dedica por completo a los Windsor.
Hay un punto de justicia poética en comprobar cómo el tiempo es
bondadoso con aquellas personas que sufrieron el escarnio de la prensa
cuando todo se medía por comparación con Diana de Gales. La princesa real, Ana de Reino Unido (Londres, 1950), la segunda y única hija de la reina Isabel II,
es una de ellas.
Como su madre, tiene una pasión absorbente por los
caballos.
Fue amazona olímpica y llegó a competir en los Juegos de
Montreal de 1976.
“Si Diana y la princesa Ana compitieran en un salto de
obstáculos ecuestre, los fotógrafos de la prensa se situarían en la
línea de meta para capturar a Diana victoriosa y en el foso de agua para
captar la caída de Ana”, escribió una vez el periodista y biógrafo real
James Whitaker.
Era esa época ñoña en que la modernidad no acababa de entrar en las
costumbres reales ni en la prensa especializada y el moralismo
convencional no acababa de salir.
Corría 1992. Ana se había divorciado de su primer marido, el capitán Mark Phillips, con quien había tenido dos hijos, y hacía público su romance con el vicealmirante Timothy Lawrence.
Poco amiga de la hipocresía social y de perder el tiempo, y famosa por el torrente de palabras malsonantes que puede llegar a soltar cuando se ve contrariada, ella misma asumía con cierta ironía el papel de antipática que le habían atribuido.
“Cuando aparezco en público esperan que relinche, que mis dientes rechinen, que cocee el suelo y que mueva la cola.
Y, la verdad, nada de eso es fácil”, dijo en una ocasión.
Si de su madre heredó la pasión equina, está claro que de su padre, Felipe de Edimburgo, recibió una vena igual de cáustica que inteligente.
Pero al igual que su hermano, el príncipe heredero Carlos, el segundo matrimonio —se casó con Lawrence en Balmoral, bajo el amparo de la ley escocesa que le permitía esposarse divorciada— le trajo tranquilidad.
Y, con el tiempo, el respeto y hasta la admiración de los periodistas. Hoy trabaja a tiempo completo como miembro destacado de la Casa Real.
Sus compromisos oficiales rebasan el medio millar anual, casi superando el número total de los que realizan los miembros más jóvenes de La Firma, como se conoce a los Windsor.
Sus costumbres austeras y su entrega a las obras caritativas (preside más de 300 organizaciones) compensan, a ojos de los devotos monárquicos, sus excentricidades y manías personales.
De hecho, algunas de estas resultan casi comprensibles: no soporta el aluvión de teléfonos móviles frente a ella cada vez que realiza una aparición pública.
Los sobresaltos ocasionados por sus dos hijos, Zara y Peter Phillips, han quedado atrás.
El piercing en la lengua de la niña, las escandalosas fiestas sexuales o las broncas públicas con su entonces novio, el jockey Richard Johnson, dieron paso a un matrimonio reposado y discreto con el exjugador de rugby Mike Tindall.
Peter se mantiene en un segundo plano público después de su boda con la canadiense Autumn Kelly.
Nietos, caballos y paseos por el campo.
Nada puede ser más real y más británico. Sobre todo caballos. La princesa sigue asistiendo de modo habitual a las carreras de Cheltenham y la competición de polo, en Westonbirt.
Y organiza sus propias competiciones ecuestres en Gatcombe, cada vez más relevantes en el circuito de este deporte.
“Si no se tira pedos o come paja, no le interesa”, bromeó su padre para referirse a la fama de antisocial que acarreaba la que, en cualquier caso, es la niña de sus ojos.
La princesa sufrió en 1974 un intento de secuestro a manos de un trastornado mental, Ian Ball, que le apuntó con dos armas mientras reclamaba un rescate de más de dos millones de euros.
Llegó a disparar a su guardaespaldas, al conductor de su limusina, a un agente de policía y a un periodista.
“Me dijo: 'Quiero que venga conmigo uno o dos días y quiero dos millones de libras.
¿Puede salir del coche?”, explicó Ana más tarde, reconociendo que a punto estuvo de perder los nervios en esa ocasión.
“Ni de coña. Y, además, no tengo dos millones”, le respondió.
Más allá del susto, el padre de Ana no pudo evitar de nuevo el comentario sarcástico días después.
“Si el pobre hubiera sabido en lo que se estaba metiendo…”
La princesa es la decimotercera en la línea de sucesión al trono. No es un asunto que le quite el sueño.
Más allá de sus extravagantes gafas de sol, ya no compite por el estilismo, como sí hizo en su juventud.
Y sus mejores amigos, más allá de los caballos, son el veterano campeón de Fórmula 1 Sir Jackie Stewart, el empresario ganadero Mike Tucker o su antiguo amor de juventud —según algunos cronistas—, el exmarido de su cuñada, Andrew Parker-Bowles. Una excentricidad menor en la vida de la princesa, que ha encontrado con los años la paz necesaria y ya no se siente obligada a relinchar en público.
Corría 1992. Ana se había divorciado de su primer marido, el capitán Mark Phillips, con quien había tenido dos hijos, y hacía público su romance con el vicealmirante Timothy Lawrence.
Poco amiga de la hipocresía social y de perder el tiempo, y famosa por el torrente de palabras malsonantes que puede llegar a soltar cuando se ve contrariada, ella misma asumía con cierta ironía el papel de antipática que le habían atribuido.
“Cuando aparezco en público esperan que relinche, que mis dientes rechinen, que cocee el suelo y que mueva la cola.
Y, la verdad, nada de eso es fácil”, dijo en una ocasión.
Si de su madre heredó la pasión equina, está claro que de su padre, Felipe de Edimburgo, recibió una vena igual de cáustica que inteligente.
Pero al igual que su hermano, el príncipe heredero Carlos, el segundo matrimonio —se casó con Lawrence en Balmoral, bajo el amparo de la ley escocesa que le permitía esposarse divorciada— le trajo tranquilidad.
Y, con el tiempo, el respeto y hasta la admiración de los periodistas. Hoy trabaja a tiempo completo como miembro destacado de la Casa Real.
Sus compromisos oficiales rebasan el medio millar anual, casi superando el número total de los que realizan los miembros más jóvenes de La Firma, como se conoce a los Windsor.
Sus costumbres austeras y su entrega a las obras caritativas (preside más de 300 organizaciones) compensan, a ojos de los devotos monárquicos, sus excentricidades y manías personales.
De hecho, algunas de estas resultan casi comprensibles: no soporta el aluvión de teléfonos móviles frente a ella cada vez que realiza una aparición pública.
Los sobresaltos ocasionados por sus dos hijos, Zara y Peter Phillips, han quedado atrás.
El piercing en la lengua de la niña, las escandalosas fiestas sexuales o las broncas públicas con su entonces novio, el jockey Richard Johnson, dieron paso a un matrimonio reposado y discreto con el exjugador de rugby Mike Tindall.
Peter se mantiene en un segundo plano público después de su boda con la canadiense Autumn Kelly.
Nietos, caballos y paseos por el campo.
Nada puede ser más real y más británico. Sobre todo caballos. La princesa sigue asistiendo de modo habitual a las carreras de Cheltenham y la competición de polo, en Westonbirt.
Y organiza sus propias competiciones ecuestres en Gatcombe, cada vez más relevantes en el circuito de este deporte.
“Si no se tira pedos o come paja, no le interesa”, bromeó su padre para referirse a la fama de antisocial que acarreaba la que, en cualquier caso, es la niña de sus ojos.
La princesa sufrió en 1974 un intento de secuestro a manos de un trastornado mental, Ian Ball, que le apuntó con dos armas mientras reclamaba un rescate de más de dos millones de euros.
Llegó a disparar a su guardaespaldas, al conductor de su limusina, a un agente de policía y a un periodista.
“Me dijo: 'Quiero que venga conmigo uno o dos días y quiero dos millones de libras.
¿Puede salir del coche?”, explicó Ana más tarde, reconociendo que a punto estuvo de perder los nervios en esa ocasión.
“Ni de coña. Y, además, no tengo dos millones”, le respondió.
Más allá del susto, el padre de Ana no pudo evitar de nuevo el comentario sarcástico días después.
“Si el pobre hubiera sabido en lo que se estaba metiendo…”
La princesa es la decimotercera en la línea de sucesión al trono. No es un asunto que le quite el sueño.
Más allá de sus extravagantes gafas de sol, ya no compite por el estilismo, como sí hizo en su juventud.
Y sus mejores amigos, más allá de los caballos, son el veterano campeón de Fórmula 1 Sir Jackie Stewart, el empresario ganadero Mike Tucker o su antiguo amor de juventud —según algunos cronistas—, el exmarido de su cuñada, Andrew Parker-Bowles. Una excentricidad menor en la vida de la princesa, que ha encontrado con los años la paz necesaria y ya no se siente obligada a relinchar en público.