Hemos vivido 12 meses donde ha triunfado el enfrentamiento en casi todos los ámbitos. Solo ha habido alguien que nos ha unido: él.
A través de sus películas, Bohemian Rhapsody y El regreso de Mary Poppins, han resurgido como dos agentes de la nostalgia para revalidar su lugar en la memoria sentimental del pueblo: la última vez que vimos a la niñera más famosa del cine prometió que volvería cuando los vientos arrecien más fuerte.
Pues ahora la sociedad está en plena borrasca. ¿Su misión? Salvar a todo el que se cruce en su camino.
¿De qué? Probablemente de sí mismos. ¿Su estrategia? Desarmar el cinismo mediante un subidón de azúcar, un vestuario extravagante y un montón de canciones pegadizas.
Mercury y Poppins comparten también su carácter excéntrico, su gusto por la teatralidad y cierta tendencia a la arrogancia.
Y durante estas Navidades, ambos han unificado a todo el planeta bajo una misma obsesión.
En una sociedad que a veces parece diseñada para dividir, compartimentalizar y enfrentar, sus habitantes se reúnen ocasionalmente para ponerse de acuerdo en algo: el turrón, Mary Poppins, Freddie Mercury.
Desde su estreno el 31 de octubre, Bohemian Rhapsody ha superado los tres millones de espectadores en España, es la cuarta película más taquillera del año y a este ritmo (el fin de semana pasado fue la tercera mas vista, subiendo al primer puesto entre semana) acabará aún más alto.
Además, es la única del top 10 mundial que no es una secuela.
No solo ha ido a verla gente que recuerda los viajes en coche con sus padres y sus hermanos mayores escuchando Queen, sino que dentro de unos años habrá nostálgicos que recuerden cuando fueron a ver Bohemian Rhapsody con sus padres.
Esta película ha propulsado el relevo generacional de la banda: este mismo mes, Bohemian Rhapsody se ha erigido como la canción del siglo XX más escuchada en el siglo XXI.
Este fenómeno indica que Queen y, más concretamente, Freddie Mercury es uno de los productos pop que más y mejor atrae a público de diferentes generaciones, clases, géneros, razas, condiciones sexuales y gustos musicales.
Una muestra más de que Mercury, en definitiva, le gusta a todo el mundo.
Esta unanimidad le otorga cierta pátina religiosa al legado de Freddie Mercury.
Esos dos minutos del concierto Live Aid de 1985 en los que Mercury detiene su actuación (y detiene el tiempo) para arrancarse por sus emblemáticos “lerolero” demuestran que la masa, que repite sumisa sus alaridos, está entregada al éxtasis.
En una actuación de apenas 20 minutos, Mercury levantó el estadio Wembley y lo convirtió en un templo donde él era Dios, predicador y mesías.
Su evangelio musical suena atemporal, porque ha envejecido mejor que el resto de canciones de la época (con la excepción deliberada de moderneces com la banda sonora de Flash), y la energía tribal de Mercury sigue removiendo las emociones más primitivas del público.
We are the champions sirve para una final deportiva pero también para sentirse un campeón en la vida al menos durante dos minutos y 59 segundos, We will rock you despierta un eufórico sentido de pertenencia a la comunidad que la celebra con palmadas y brazos en alto, Bohemian Rhapsody es sencillamente una pieza musical que no se parece a ninguna otra cosa que hayas escuchado.
La música de Queen alcanzó un estado casi sublime al equilibrar la dureza y la sensibilidad, el pop y el rock, lo operístico y lo intimista, con el que sigue seduciendo por igual al que escucha su música mientras compra regalos de Navidad en el centro comercial y al melómano más cascarrabias.
La película no ha logrado la misma unanimidad, pero no deja de ser perverso que incluya una escena que sobreimpone en la pantalla una tormenta de frases de críticos destruyendo la canción que le da título mientras el espectador sonríe ante la paradoja de que la rapsodia bohemia se haya acabado convirtiendo en uno de los mayores clásicos populares de nuestro tiempo.
La moraleja es que el público siempre hará lo que le dé la gana y la recaudación de la película, a pesar de sus feroces críticas, es un ejemplo perfecto de ello porque Bohemian Rhapsody ha llevado al cine a gente que ya no iba nunca.
En tiempos de secuelas, franquicias, reboots y universos expandidos, el público ha vuelto a recordar lo que se siente disfrutando una película con principio y final.
Y menudo final.
Una de las claves del triunfo del que ya es el biopic musical más taquillero de la historia es terminar por todo lo alto con el Live Aid, relegando la agonía y la muerte a unas inevitables cartelas antes de los créditos.
En la película, Freddie Mercury es inmortal.
Algunos han criticado que edulcore la espiral de autodestrucción de Mercury a principios de los 80 y deposite en su entonces pareja (Paul Prenter, a quien Brian May, productor de la película, detestaba) todas las cualidades de villano caricaturesco al convertirlo en un cruce entre Yoko Ono, Courtney Love y el médico de Michael Jackson.
Lo cierto es que las decisiones que toma la película, que es una dramatización y no un documental, han demostrado ser efectivas entre el gran público.
Ese mismo gran público al que Freddie Mercury vivía obsesionado por conquistar.
Porque a través de los años, las canciones de Queen siempre han estado por encima del resto de aspectos de la banda.
Freddie Mercury no ha dejado de caerle bien al público, que no ha juzgado ni su estilo de vida, ni sus decisiones, ni su rimbombante grandilocuencia: ha pasado a la posteridad como un artista de talento sobrenatural, un hombre luchador y una leyenda que existió en una dimensión superior al resto de seres humanos.
Porque cualquiera necesita sentir ese triunfo de We are the champions, esa comunión con los que le rodean de We will rock you y esa fe en la música de Bohemian Rhapsody. Y ahora, con la que está cayendo, más que nunca.
Esta Navidad, si la conversación se pone tensa, podremos refugiarnos en la frase "¿habéis visto la peli de Freddie Mercury?" con la certeza de que va a hermanar a todos los comensales.
Quizá sí sea casualidad que Mary Poppins y Freddie Mercury hayan regresado a la vez, pero lo que no es casualidad es el entusiasmo con el que les hemos abrazado.
No han vuelto cuando queríamos, pero sí cuando más les necesitábamos.
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