En este vídeo de apenas dos minutos Freddie Mercury paró el mundo.
"Nunca he visto a un hombre atrapar el mundo entero en la palma de su
mano de esa forma". Así describe Peter Freestone, asistente personal de
Freddie Mercury (Tanzania, 1946 – Londres, 1991)
todo lo que sucedió el 12 de julio de 1986 en el estadio de Wembley, de
Londres. El concierto pasaría a la historia de la música y de la
cultura popular: el mundo dejó de girar durante tres horas y toda una
generación asociaría para siempre al líder de Queen con esa chaqueta
amarilla, ese mostacho y ese éxtasis musical casi religioso.
Freddie Mercury fotografiado en Japón en 1982. En vídeo, el trailer de la película 'Bohemian Rapsody'.Getty
No puede ser casualidad que Freddie Mercury y Mary Poppins hayan
regresado a nuestras vidas a la vez. A través de sus películas, Bohemian Rhapsody y El regreso de Mary Poppins,
han resurgido como dos agentes de la nostalgia para revalidar su lugar
en la memoria sentimental del pueblo: la última vez que vimos a la
niñera más famosa del cine prometió que volvería cuando los vientos
arrecien más fuerte. Pues ahora la sociedad está en plena borrasca. ¿Su
misión? Salvar a todo el que se cruce en su camino. ¿De qué?
Probablemente de sí mismos. ¿Su estrategia? Desarmar el cinismo mediante
un subidón de azúcar, un vestuario extravagante y un montón de
canciones pegadizas. Mercury y Poppins comparten también su carácter excéntrico, su gusto
por la teatralidad y cierta tendencia a la arrogancia. Y durante estas
Navidades, ambos han unificado a todo el planeta bajo una misma
obsesión. En una sociedad que a veces parece diseñada para dividir,
compartimentalizar y enfrentar, sus habitantes se reúnen ocasionalmente
para ponerse de acuerdo en algo: el turrón, Mary Poppins, Freddie
Mercury. Desde su estreno el 31 de octubre, Bohemian Rhapsody
ha superado los tres millones de espectadores en España, es la cuarta
película más taquillera del año y a este ritmo (el fin de semana pasado
fue la tercera mas vista, subiendo al primer puesto entre semana)
acabará aún más alto. Además, es la única del top 10 mundial que no es una secuela. No solo ha ido a verla gente que recuerda los viajes en coche con sus
padres y sus hermanos mayores escuchando Queen, sino que dentro de unos
años habrá nostálgicos que recuerden cuando fueron a ver Bohemian Rhapsody con sus padres. Esta película ha propulsado el relevo generacional de la banda: este mismo mes, Bohemian Rhapsody se ha erigido como la canción del siglo XX más escuchada en el siglo XXI. Este fenómeno indica que Queen y, más concretamente, Freddie Mercury
es uno de los productos pop que más y mejor atrae a público de
diferentes generaciones, clases, géneros, razas, condiciones sexuales y
gustos musicales. Una muestra más de que Mercury, en definitiva, le
gusta a todo el mundo. Esta unanimidad le otorga cierta pátina religiosa al legado de Freddie Mercury. Esos dos minutos del concierto Live Aid de 1985
en los que Mercury detiene su actuación (y detiene el tiempo) para
arrancarse por sus emblemáticos “lerolero” demuestran que la masa, que
repite sumisa sus alaridos, está entregada al éxtasis. En una actuación
de apenas 20 minutos, Mercury levantó el estadio Wembley y lo convirtió
en un templo donde él era Dios, predicador y mesías.
Su evangelio musical suena atemporal, porque ha envejecido mejor que
el resto de canciones de la época (con la excepción deliberada de
moderneces com la banda sonora de Flash), y la energía tribal de Mercury sigue removiendo las emociones más primitivas del público. We are the champions sirve para una final deportiva pero también para sentirse un campeón en la vida al menos durante dos minutos y 59 segundos, We will rock you despierta un eufórico sentido de pertenencia a la comunidad que la celebra con palmadas y brazos en alto, Bohemian Rhapsody es sencillamente una pieza musical que no se parece a ninguna otra cosa que hayas escuchado.
La música de Queen alcanzó un estado casi sublime al equilibrar la
dureza y la sensibilidad, el pop y el rock, lo operístico y lo
intimista, con el que sigue seduciendo por igual al que escucha su
música mientras compra regalos de Navidad en el centro comercial y al
melómano más cascarrabias. La película no ha logrado la misma unanimidad, pero no deja de ser
perverso que incluya una escena que sobreimpone en la pantalla una
tormenta de frases de críticos destruyendo la canción que le da título
mientras el espectador sonríe ante la paradoja de que la rapsodia bohemia se haya acabado convirtiendo en uno de los mayores clásicos populares de nuestro tiempo. La moraleja es que el público siempre hará lo que le dé la gana y la
recaudación de la película, a pesar de sus feroces críticas, es un
ejemplo perfecto de ello porque Bohemian Rhapsody ha llevado al cine a gente que ya no iba nunca. En tiempos de secuelas, franquicias, reboots y universos expandidos, el público ha vuelto a recordar lo que se siente disfrutando una película con principio y final. Y menudo final. Una de las claves del triunfo del que ya es el biopic musical
más taquillero de la historia es terminar por todo lo alto con el Live
Aid, relegando la agonía y la muerte a unas inevitables cartelas antes
de los créditos. En la película, Freddie Mercury es inmortal. Algunos
han criticado que edulcore la espiral de autodestrucción de Mercury a
principios de los 80 y deposite en su entonces pareja (Paul Prenter, a
quien Brian May, productor de la película, detestaba) todas las
cualidades de villano caricaturesco al convertirlo en un cruce entre
Yoko Ono, Courtney Love y el médico de Michael Jackson. Lo cierto es que
las decisiones que toma la película, que es una dramatización y no un
documental, han demostrado ser efectivas entre el gran público. Ese
mismo gran público al que Freddie Mercury vivía obsesionado por
conquistar. Porque a través de los años, las canciones de Queen siempre han
estado por encima del resto de aspectos de la banda. Freddie Mercury no
ha dejado de caerle bien al público, que no ha juzgado ni su estilo de
vida, ni sus decisiones, ni su rimbombante grandilocuencia: ha pasado a
la posteridad como un artista de talento sobrenatural, un hombre
luchador y una leyenda que existió en una dimensión superior al resto de
seres humanos. Porque cualquiera necesita sentir ese triunfo de We are the champions, esa comunión con los que le rodean de We will rock you y esa fe en la música de Bohemian Rhapsody.
Y ahora, con la que está cayendo, más que nunca. Esta Navidad, si la
conversación se pone tensa, podremos refugiarnos en la frase "¿habéis
visto la peli de Freddie Mercury?" con la certeza de que va a hermanar a
todos los comensales. Quizá sí sea casualidad que Mary Poppins y Freddie Mercury hayan
regresado a la vez, pero lo que no es casualidad es el entusiasmo con el
que les hemos abrazado. No han vuelto cuando queríamos, pero sí cuando
más les necesitábamos.
Un nuevo libro denuncia el lado oscuro de la "movida".
Joaquín Sabina, en 1987.Ricardo Gutiérrez
Fue la gran pirueta de 2014. Víctor Lenore, periodista que cubría el territorio del indie musical, hacía fe pública de su arrepentimiento con Indies, hipsters y gafapastas. Un libro meditado que, confesaría posteriormente en alguna entrevista,
no le ayudó en términos profesionales: en el país donde Dostoievski
situó a su Gran Inquisidor, en general no gustan los apóstatas. La posterior trayectoria periodística de Lenore ha sido trepidante,
con reivindicaciones de Camela, Laura Pausini, o Isabel Pantoja. Uno
aguardaba con curiosidad su nuevo libro, de título contundente: Los espectros de la Movida. Por qué odiar los años 80 (Akal). Déjenme decirles que es más y menos de lo que esperábamos. Menos ya que, visto su escaso texto, uno esperaba un pamphlet agresivo, al estilo francés. Y no. Pertenece a un subgénero ya trillado: el dosier para un juicio sumario contra la Movida,
seguido por la sentencia y su ejecución. Lenore ha rastrillado todas
esas anécdotas que producen sonrojo más los arreglos de cuentas y los
renuncios. Nada escapa a sus púas: hasta añade fragmentos de ficciones
de Francisco Umbral, Víctor Coyote o Juan Madrid. Hay demasiadas citas y pocos filtros. Se recogen denuncias de artistas
amargados que, como mínima precaución, deberían haber sido puestas en
cuarentena. Se celebran programas televisivos sin cuestionar su
nepotismo. Para tratarse de un movimiento inicialmente musical, el
proceso de escucha de Lenore no parece muy profundo: Aute es reconvenido por Qué me dices, cantautor de las narices,
supuesta muestra “de crueldad insólita” con los cantautores, sin
comprender que el propio Luis Eduardo ironizaba sobre su imagen pública
(y la de sus colegas). Aspirando a la caza mayor, denuncia Ring, ring, ring, de Sabina, como “la canción más rancia del pop español”, sin advertir que es un ejercicio de estilo, basado en madrileñizar el Like a Rolling Stone, de Dylan. Claro que no podemos esperar mucha finezza de alguien que describe el cancionero de Joaquín como “la apoteosis del yuppismo”. Seguramente, tal caracterización hasta complacería a Sabina, que superó
los años ochenta sabiéndose marginado por la modernidad.
Sugería que Por qué odiar los años ochenta es más que un
alegato contra la movida. No, también pretende desmontar la Santa
Transición, pulsión irresistible entre los que alcanzaron la mayoría de
edad cuando la principal amenaza a la convivencia eran los Bárbaros del
Norte. Unos asesinos implacables que eran jaleados por muchos de los
grupos del llamado rock radical vasco, movimiento aquí piropeado ya que “ha envejecido mucho mejor que el pop de la capital”. Esta mezcla de observaciones ad hominem y pinceladas gruesas
esconde cierta “nostalgia del odio”, ansia de revanchismo. Lenore
lamenta incluso que los demócratas de 1978 no elaboraran “listas negras
de intelectuales fascistas”, como asegura que ocurrió tras la Revolución
de los Claveles portuguesa: “allí se marginó culturalmente a quien
había legitimado el régimen militar, mientras aquí se prefirió cubrir
todo de purpurina, poniendo los medios públicos a los pies de una
pandilla de jóvenes pintados de colores”. Uno debería recordar que el 25
de abril fue un golpe militar rápido, incruento, exitoso. Justo lo
contrario al que se inició el 18 de julio. Antes de convocar a una nueva
guerra civil, conviene estudiar el resultado de la anterior, la
correlación de fuerzas, los peligros de la intransigencia.
El aislamiento se hace fuerte en las sociedades occidentales con un coste económico creciente para las arcas públicas.
La soledad aumenta un 31% el riesgo de morir.Getty Images
Las sociedades modernas viven una pandemia de aislamiento. Más gente que nunca vive sola y envejece sola. Las políticas neoliberales han sido brasas sobre el fuego. Los trabajos
son cada vez más precarios y, cuando el empleo desaparece es más fácil
quedarse aislado. Una inercia que adquiere velocidad con el declive de
las asociaciones civiles, las agrupaciones de vecinos o los sindicatos.
“El sistema capitalista promueve las actitudes individualistas, lo que
prende la hostilidad entre las personas.
Una
sociedad más moderna y sociable sería aquella que fomenta las
relaciones cooperativas en vez de las competitivas como fuerza de
progreso”, reflexiona Carlos Martín, director del Gabinete Económico de Comisiones Obreras. Porque el precio que hay que pagar a Caronte resulta muy alto. Primero cuesta la salud. La soledad tiene el mismo efecto que fumar 15 cigarrillos al día y
aumenta, según la Universidad de Stanford, un 31% el riesgo de morir. Es
el detonante de enfermedades como la hipertensión, la demencia, los
ataques cardiacos o la depresión. Después llega el pago de la moneda de
plata. La New Economics Foundation estima que el coste en Reino Unido del aislamiento de las personas en edad laboral es de 2.500 millones de libras (2.800 millones de euros) al año. Después llega el pago de la moneda de plata. La New Economics Foundation estima que el coste en Reino Unido del aislamiento
de las personas en edad laboral es de 2.500 millones de libras (2.800
millones de euros) al año. A largo plazo, prevé la London School of
Economics (LSE), los mayores de 55 años con soledad crónica costarán
6.000 libras anuales por persona a los servicios de salud y a las
instituciones locales. La pandemia recorre los meridianos del planeta y
urgen las respuestas. “En algunas sociedades, y cada vez más en Reino
Unido, la conexión entre los adultos mayores y los jóvenes resulta menos
intensa”, advierte David McDaid, profesor de la LSE. Y añade: “Lo más
importante es el contacto. La habilidad de tener una conversación
enriquecedora regularmente con otras personas”.
La primera ministra británica, Theresa May, incluía a comienzos de año dentro del Ministerio de Deportes y Sociedad Civil un gabinete dedicado a la soledad. Tiene un presupuesto de 20 millones de libras para afrontar un problema
que acorrala a 1,3 millones de adultos británicos. La consultora
Forrester Research ha estudiado esta sombra. Se ha fijado en “los menos
aptos para el futuro”. Son quienes contribuyen en menor medida al
trabajo y expresan mayores sentimientos negativos hacia sus compañeros. Viven en los arrabales del aislamiento. “El 50% de la población es la
mitad de productiva de lo que podría serlo si fuera ‘apta para el
futuro’. Si tomamos esta medida literalmente, vemos que se pierde el 25%
de toda la productividad porque esa mitad no alcanza su potencial”,
observa James McQuivey, analista de la firma.
Impacto sobre la salud
Sin embargo, a pesar de que es difícil trazar la econometría del
desamparo, la Universidad de Stanford y la AARP, el poderoso lobby que
reúne a los estadounidenses de más edad, han seguido su pista. De los 30
millones de mayores incluidos en el Medicare (el seguro público
sanitario de EE UU), unos 4 millones están socialmente aislados. “Estas
personas son propensas a tener peor salud. Sufren hipertensión, síntomas
precoces de demencia, mayor riesgo de enfermedades del corazón, gripe. Esto supone al Medicare unos gastos sanitarios extra de al menos 6.700
millones de dólares anuales”, calcula Lisa Marsh, presidenta de la
fundación AARP.
El problema es un escalofrío. “La soledad nos está matando”, afirmó
con angustia el senador republicano Ben Sasse. Ha cerrado los ojos y ha
visto pasar miles de túmulos de tierra. Corresponden a los 45.000
estadounidenses que este año se suicidarán y a los 70.000 que morirán
por sobredosis de drogas. Este dolor se ensaña con las personas con
menos recursos. La brecha del aislamiento — sostiene un trabajo de
septiembre de la AARP— es 13 puntos superior en quienes ganan menos de
40.000 dólares al año frente a los que ingresan más de esa cantidad. El
desafío surge inmenso porque detrás del álgebra hay vidas reales. “Para
paliar la pobreza que produce la soledad deberíamos actuar en el entorno
personal (familia, amigos, vecinos) de quienes se sienten solos y a la
vez reducir el coste de sus gastos básicos como la alimentación o el
mantenimiento de la vivienda”, recomienda Paco Abad, fundador de la
consultora Empresa & Sociedad. La envejecida sociedad japonesa se ha convertido, según la OCDE, en
el país más solitario del mundo. Hace unos meses, un semanario nipón
titulaba en su portada: “4.000 muertes en soledad a la semana”. Es el
retrato de una alarma nacional y también la consecuencia de un viaje que
el país empezó en los años sesenta. La obsesión por el crecimiento y,
más tarde, una dolorosa estanflación que afectó, sobre todo, a la
generación anterior ha deshilvanado familias y comunidades. Y ahora se
ven atrapados en una encrucijada demográfica. Vivirán más tiempo, pero
nacen pocos niños. La soledad extrema de los ancianos resulta tan
habitual que a su alrededor ha crecido una nueva industria que se dedica
a limpiar los apartamentos donde son encontrados sus restos en
descomposición. “Es tremendo porque la forma en la que mueres dice mucho
de cómo has vivido”, defiende Laura Ferrándiz, una octogenaria que vive
sola en el centro de Madrid. La fotografía es dura pero real. “Las
consecuencias sociales del aislamiento son enormes. Necesitamos cambiar
la forma en la que interconectamos entre nosotros y centrarnos en
construir comunidad. Necesitamos conectar”, alerta Marissa King,
profesora en la escuela de negocios de la Universidad de Yale. “Por cada
dólar gastado en prevenir la soledad se podrían ahorrar tres”, estima.
Esas cifras que cuentan para EE UU no existen en España.
Falta un
trabajo como el de la New Economics Foundation que revele la factura de
la soledad. Sin embargo, el aislamiento deja sus huellas.
“Los grupos
más afectados son los mayores, las personas sin hogar, quienes están en
situación de pobreza, los parados y los inmigrantes”, desgrana Juan
Carlos Alcaide, profesor de Esic. “Además, cada vez hay más gente que
vive sola.
Un 25,4% de los hogares en España está formado por un único
individuo”
Hablamos de 4,7 millones de personas. Crece el desarraigo y Caronte se
cobra su tributo en la salud.
El coste de las enfermedades mentales,
según OCDE, supone el 4,2% de la riqueza del país. Más de 48.000
millones de euros.
Esta cifra tan alta sería inimaginable sin la
alargada sombra de la soledad.
Un nuevo tipo de consumidor
En la radiografía del consumo en España se revela el silencio. Un 25%
de los hogares tiene un único miembro. Representan el 16% del gasto
total que los españoles dedican a llenar la despensa con productos de
gran consumo. Y cada año destinan más dinero. Fue el tipo de hogar donde
más creció (un 5,9%) el año pasado el desembolso en esta clase de
artículos. Pero ¿qué imagen revelan los rayos X? “Compran tres veces por
semana y prefieren lugares cercanos, tiendas de surtidos cortos y
especialistas”, relata Carmen Ana Lorenzo, experta del Panel de
Consumidores de la consultora Nielsen. Son personas que se reflejan
mucho en el espejo. “Estos hogares se preocupan más por ellos
(tratamiento facial, maquillaje, cuidados corporales) y por sus
mascotas, e incluso hay mayor espacio para los caprichos (chocolates,
frutos secos, dulces de Navidad)”, sostiene Lorenzo. Un consumidor que
escucha sus propios ecos.