Ahora que el pijama ha roto las reglas del juego y ha pasado a ser un complemento más de nuestros looks
de calle, existen multitud de propuestas interesantes en los
escaparates para que la elección de nuestra ropa de cama no resulte
aburrida. La comodidad es la regla básica sobre la que pivotan todos los diseños, tanto de mujer como de hombre (aquí puedes ver la selección de pijamas de invierno para hombre
que publicamos el pasado 7 de noviembre). Partiendo de esta máxima es
posible jugar con los tejidos, los estampados y las formas para lograr
conjuntos diferenciados y acordes a cada estilo y gustos. Como nunca está de más ampliar el fondo de armario para dormir y el
pijama siempre es un digno candidato para apostar por la practicidad en
los regalos de Navidad, aquí va una selección de prendas bonitas y
funcionales. Una recopilación pensada también para quienes trabajan en
casa o les gusta ponerse cómodos antes de disfrutar de una tarde de sofá
y manta.
Encaje y satén
Siguiendo en la línea de lencería de noche La Redoute
Collectionspresenta este modelo de dos piezas, de corte evasé, en un
sobrio gris oscuro.
La camisa, de manga corta y cuello barco, está
adornada en el bajo y las mangas con encaje del mismo color.
Un tejido
ligero y delicado pensado para asegurar un descanso placentero y no
sentir ningún tipo de roce sobre la piel.
Está disponible desde la talla
34 a la 50.
Inspiración étnica
También de manga corta y perfecto para los amantes de las prendas
vaporosas aun en invierno, está este pijama de viscosa. El pantalón
estampado se adapta a la cintura con un cordón terminado en dos borlas
de color naranja y la camiseta, de cuello redondo, está diseñada para
llevar más bien suelta y sobre la cadera. Las dos piezas dejan a un lado
los colores planos alternando los motivos étnicos. Talla europea de la
34 a la 50 disponible.
Cuadros escoceses deAbercrombie & Fitch
Un clásico entre los clásicos es el estampado de cuadros de corte
masculino. El que propone para esta temporada la marca americana
Abercrombie & Fitch juega con los tonos verdes y azules. La cinta
lateral del pantalón, a juego con el lazo de la cintura, ayuda a darle
un toque más moderno. La chaqueta, que también lleva en los costados el
detalle azul, incluye las iniciales de la firma y botones en las
muñecas. Disponibilidad desde la talla XS a la XL.
El actor Hugo Silva
ha compartido en Twitter una breve reflexión sobre el papel de los
hombres a lo largo de la historia y el funcionamiento del "sistema
patriarcal" que está siendo muy compartido en esa red social, con más de
3.500 retuits y 10.000 'me gusta' en un día. El actor ha publicado el mensaje tras el asesinato de Laura Luelmo, cuya autopsia ha revelado que murió de "un fuerte golpe" en la frente. Dicho golpe se lo propinó su asesino "con un objeto contundente, un palo o una piedra", abundan los expertos. El
cuerpo presentaba otros signos de violencia en el cuello, pendientes de
análisis forense. Se encontró semidesnudo, boca abajo y parcialmente
oculto entre matas de jara. Primero se localizó parte de su ropa y,
luego, a unos 200 metros, el cadáver. "Por
una vez en la historia de la humanidad los hombres deberíamos tener un
mínimo de humildad y reconocer lo tremendamente injusto y absurdo que ha
sido siempre nuestro sistema patriarcal. Dejemos ya de justificar lo
injustificable y aprendamos a ser mejores", ha escrito Hugo Silva.
Cuando llega diciembre, el espíritu navideño inunda las
calles de todas las ciudades: los árboles de Navidad adornan los salones
de las casas, los estantes de los supermercados se llenan de turrón y
polvorones y los ciudadanos abarrotan las tiendas y centros comerciales
en busca de regalos.
En 2017, cada español gastó 514 euros de media en
regalos de Navidad, según el observatorio Cetelem, del Grupo BNP
Paribas. Pero esta tradición de entregar obsequios en estas fechas no ha
existido siempre.
¿Por qué damos regalos en Navidad? ¿De dónde viene
esta costumbre?
Papá Noel, los Reyes Magos o el amigo invisible son solo algunas de las
excusas para obsequiar a nuestros seres queridos con, por ejemplo,
juguetes, perfumes, libros y ropa.
Pero estas tradiciones tienen
orígenes diferentes.
De hecho, no hay una única teoría sobre por qué
damos regalos en Navidad.
Una de las más lejanas se remonta a la Antigua
Roma y es de origen pagano.
Los romanos realizaban rituales durante el
solsticio de invierno en honor a los dioses.
Las fiestas más populares, según la enciclopedia Britannica, eran las Saturnales, que se celebraban entre el 17 y el 24 de diciembre en honor a Saturno, el dios de la agricultura.
En esta festividad, se celebraba el fin del período más
oscuro del año y el nacimiento del nuevo período de luz.
Las Saturnales
culminaban el 25 de diciembre con la celebración del Sol Invictus —el
astro invencible—, cuando los días comenzaban de nuevo a alargarse y la
luz vencía a la oscuridad. Además coincidían con la finalización de los
trabajos del campo y la siembra de invierno.
Por ello, todas la familias
campesinas, incluidos los esclavos domésticos, tenían tiempo para
descansar.
La tradición de Papá Noel
Hoy en día, el día 25 de diciembre es el día de Navidad, en
el que se celebra el nacimiento del niño Jesús.
Además, en muchos
países es cuando Papá Noel (Santa Claus en Estados Unidos, Baboo Natale
en Italia, Father Christmas o “padre Navidad” en Gran Bretaña) se
encarga de repartir regalos a miles de niños..
Este personaje tiene sus orígenes en Licia (en la actual
Turquía) a finales del siglo III.
Allí, un niño llamado Nicolás se quedó
huérfano y heredó una gran fortuna de sus padres.
Años más tarde, el
menor se convirtió en un sacerdote que destinó parte de su fortuna a
ayudar a niños y desamparados.
La devoción por el santo se extendió por
Europa y hay quienes defienden que fue en ese momento cuando comenzó la
tradición de hacer regalos a los más pequeños de la casa.
Orígenes en el siglo XIX
Sin embargo, el historiador Stephen Nissenbaum sostiene que
en Nueva York la costumbre de comprar regalos comenzó en la primera
mitad del siglo XIX.
Según recoge la revista The Atlantic, Nissenbaum explica en su libro La batalla por la Navidad
que en esa época las personas más pobres podían exigir comida y bebida a
las ricas y hacer celebraciones en la calle entre el día de San Nicolás
(6 de diciembre) y el día de Año Nuevo.
Entre 1800 y 1850 la población de Nueva York se multiplicó
por diez.
Las élites, según el historiador, comenzaron a temer que estas
celebraciones se convirtieran en protestas cuando los empleadores se
negaban a conceder tiempo libre o si se avecinaba un largo invierno de
desempleo.
En respuesta a estas preocupaciones, un grupo de hombres
adinerados trató de transformar en una fiesta familiar lo que hasta
entonces había sido una celebración carnavalesca y callejera.
Para ello,
apelaron a una supuesta tradición que sus antepasados holandeses habían
traído de Europa.
Según esta costumbre, los regalos debían darse de
padres a hijos y no de amos a trabajadores y sirvientes.
Esta nueva costumbre cuajó y los comerciantes vieron en
Santa Claus un magnífico impulsor de sus ventas.
De hecho, la imagen de
Papá Noel con el trineo y los renos es una invención estadounidense. En
1823, el escritor inglés Clement Moore escribió el poema Una visita de San Nicolás,
imaginando que Santa Claus surcaba los cielos en un trineo llevado por
nueve renos.
Años más tarde, el ilustrador estadounidense Thomas Nast
dibujó a Santa Claus vestido de rojo con un gorro y en 1931 Coca-Cola le
dio su actual aspecto.
En el siglo XIII, San Nicolás era representado en Holanda
con una barba blanca, ropa eclesiástica, un saco de regalos para los
niños y montado en burro.
Los emigrantes holandeses fundaron en 1624
Nueva Holanda —hoy en día Nueva York— en el continente americano y
llevaron consigo esta tradición al otro lado del charco.
“La influencia de las Saturnales sobre las celebraciones de Navidad y
Año Nuevo ha sido directa y se sigue sintiendo en el mundo occidental”,
explica la misma enciclopedia.
En esos días, los romanos decoraban las
casas con plantas y candelas, celebraban banquetes y regalaban velas y
estatuillas de cera a sus familiares y amigos.
La Biblia no habla de tres Reyes Magos
En algunos países como España, es habitual que los niños
reciban regalos en la noche de Reyes.
Esta costumbre es una tradición
cristiana con varios siglos de historia.
Tiene sus orígenes tras el
nacimiento del niño Jesús, cuando los tres Reyes Magos le entregaron
oro, incienso y mirra.
En la Biblia, solo hay una referencia a estos magos.
Y en
ningún momento dice que sean “reyes”.
De hecho ni siquiera se aclara que
sean tres, ni mucho menos sus nombres, razas o incluso aspectos.
También se les asignan los nombres con los que hoy en día conocemos a los Reyes de Oriente: Melchor, Gaspar y Baltasar.
En la actualidad los grandes almacenes se han hecho eco de
todas estas tradiciones e incitan a la compra compulsiva de regalos.
Pero aunque no esté claro un único origen sobre por qué hacemos
obsequios en Navidad, cualquiera de estas tradiciones es una buena
excusa que puede servirnos para sorprender con un regalo a quienes nos
rodean.
Así son las tradiciones navideñas en diferentes países
Los regalos se abren en días diferentes en distintos países
del mundo.
Los niños holandeses los reciben en la víspera de San
Nicolás, el 5 de diciembre.
Un día más tarde, el día de San Nicolás, es
el turno de los menores en otros países europeos como Bélgica, Alemania y
República Checa
. En España, Reino Unido o Estados Unidos es habitual
recibir los obsequios el día de Navidad (25 de diciembre).
Los últimos
en abrir los presentes suelen ser quienes celebran la noche de Reyes (el
6 de enero).
Es decir, España y otros países católicos como México o
Argentina.
Además, también varía el lugar en el que se dejan los
regalos. En la mayor parte de Europa se ponen alrededor de los zapatos
de los menores o debajo del árbol de Navidad. Mientras tanto, en algunos
países como Reino Unido, Italia o Estados Unidos se suelen introducir
algunos obsequios en calcetines que cuelgan de la chimenea.
Dicen las
encuestas que entre el 10% y el 20% de la población está convencida de
que los vuelos a la Luna fueron un engaño. Este viernes se cumplen 50
años del 'Apolo 8', la primera misión tripulada al satélite.
La tripulación del 'Apolo 8' en el centro espacial Kennedy, el 21 de diciembre de 1968.NASA
En 1968, el Apolo 8
llevó tres hombres a girar en torno a la Luna. Para muchas personas
aquello resultaba increíble, por incomprensible. Y, por lo tanto,
directamente negable. Yo viví en primera persona un caso en el que mi
interlocutora se mostraba admirada de que los astronautas hubieran
encontrado “la puerta para salir” y sobre todo, de cómo lo harían para
volverla a encontrar cuando tuvieran que volver. Supongo que, para ella,
dejar la Tierra implicaba dar con la puerta adecuada. De eso hace ahora
casi medio siglo. Pero a veces parece que las cosas no hayan cambiado
mucho. Dicen las encuestas que entre el 10% y el 20% de la
población (las cifras varían por regiones y países) está convencida de
que los vuelos a la Luna fueron una fantasía o –peor— un colosal engaño.
Internet está plagado de comentarios en ese sentido y de intervenciones
de “expertos” que lo atestiguan, esgrimiendo pruebas irrefutables. El primero en explotar comercialmente el tema fue un caballero llamado William Kaysing. Durante siete años había trabajado como redactor y responsable de
ediciones técnicas en Rocketdyne, la empresa fabricante de motores
cohete para los primeros misiles pero dejó su empleo en 1963, cinco años
antes de que volase el primer Apolo. El propio Kaysing declaró que cuando vio el despegue del Apolo 11 camino
a la Luna ya tuvo una iluminación, una instintiva sospecha sobre la
viabilidad de la aventura. Y confiando más y más en su intuición, en
1976 publicó, costeándolo de su propio bolsillo, su obra más conocida: Nunca fuimos a la Luna: la estafa de treinta mil millones. En ese clásico ya aparecían casi todos los argumentos que luego
harían fortuna para demostrar el engaño : la bandera ondeando al viento
en el vacío lunar, la ausencia de estrellas en las fotografías, las
sombras divergentes que demostraban la existencia de varios focos de luz
en el estudio donde se filmó el alunizaje, la ausencia de un cráter
bajo el motor de frenado, el fantástico detalle de las fotografías
incluso en la sombra… Y ya puestos, hasta un crimen para asegurar el
silencio de un testigo.
Thomas Barron
era un antiguo técnico de la North American exageradamente crítico con
algunos procedimientos de control de calidad y seguridad en la
construcción de la nave. En algunos puntos no le faltaba razón, pero tan
persistente y quisquilloso era que en alguna ocasión llegó a agotar los
formularios para documentar fallos, reales o supuestos. Al final, sus superiores decidieron ignorar la mayoría de sus
alarmas. Molesto por la poca atención recibida, a finales de 1966
decidió filtrar uno de sus informes a la prensa, lo que provocó su
despido inmediato. Aunque, en una trágica coincidencia, solo unas
semanas más tarde sus temores se verían confirmados, al menos en parte,
por el fatal incendio del Apolo 1 en el que murieron los tres astronautas. Barron prestó testimonio en la investigación del accidente. No fue un
testigo decisivo pero pocos meses después, el automóvil en que viajaba
junto a algunos familiares fue arrollado en un paso a nivel. La policía
lo calificó de mero accidente: Barron había tratado de adelantar al tren
en una carrera suicida. Pero el desastre le sirvió a Kaysing para
señalarlo como una muestra más de hasta qué punto estaban dispuestas a
llegar las fuerzas ocultas para preservar el incipiente engaño del Apolo. Con los años, Kaysing tuvo docenas de imitadores. Cada uno aportaba más y más pruebas de
la conspiración. El chivo expiatorio era la propia NASA, cuya
incompetencia la incapacitaría para cumplir el objetivo en el plazo
fijado por Kennedy. Pero cuando empezaron a volar los primeros Apolo tripulados
—en especial, el 8, hacia la Luna— se extendió otro argumento: la NASA
podía, sí, alcanzar la Luna. Pero, puesto que era evidente que carecía
de los medios y conocimientos necesarios, sin duda los debía haber
obtenido de otra fuente: Solo podían ser extraterrestres ansiosos de
ayudar al programa espacial americano (pero no así al ruso) o el análisis del platillo volante de Roswell, conservado en las instalaciones supersecretas del Area 51, en Nevada. Cuanto más descabellada fuera una hipótesis, mejor.
Esta imagen de la Tierra desde la Luna, tomada por los astronautas del 'Apolo 8', se ha convertido en icónica.NASA
Involuntariamente, el cine también contribuyó a perpetuar las sospechas. En 1968, el 2001 de
Kubrick había presentado una imagen de la Luna muy creíble gracias a
unos excelentes efectos especiales. Diez años más tarde se estrenó Capricorn 1, que
contaba la odisea de tres astronautas forzados a simular un aterrizaje
en Marte, filmado en un plató secreto en medio del desierto de Nevada. Por fin, para los negacionistas todo encajaba: la NASA había contratado
al propio Kubrick para organizar la pantomima del alunizaje. Y luego, se
obligaría a mantener la boca cerrada durante toda su vida. El precio
–exorbitante— había incluido un pago en especie: una óptica
revolucionaria que le permitiría filmar escenas de su siguiente
película, Barry Lyndon, solo a la luz de las velas.
En febrero de 2001, la cadena de televisión norteamericana Fox emitió un reportaje titulado La teoría de la conspiración ¿Aterrizamos en la Luna? El
cine había ayudado a incubar sospechas, pero lo cierto es que había
alcanzado a un público limitado. La televisión, con mayor poder de
penetración y un aura de credibilidad (“lo ha dicho la tele”) extendió
el síndrome conspirativo como mancha de aceite. El reportaje de la Fox se limitaba a repetir los argumentos de
Kaysing, contando con el apoyo de una serie de “expertos” cuya
ignorancia sobre el programa lunar solo era comparable a su osadía. Bajo
la coartada “dejemos que sea el público quien decida”, presentaron una
serie de razonamientos sesgados, parciales o simplemente falsos. Y eso
incluía referencias a una docena de astronautas muertos o desaparecidos
en “misteriosas circunstancias”. La lista de fallecidos, presumiblemente para asegurar su silencio, alcanzó niveles absurdos: Además de los tres del Apolo 1 se
incluyó a víctimas de accidentes aéreos o de carretera y más tarde a
pilotos asignados a otros programas que no tenían nada que ver con el
esfuerzo lunar, como el avión X-15. Y, claro está, al propio Thomas
Barron cuyo caso venía como anillo al dedo. Hacía treinta años del primer alunizaje. Para muchos jóvenes y
adultos que ni siquiera habían vivido el acontecimiento, aquel valiente
reportaje emitido por una cadena cuya credibilidad nadie dudaba se
convirtió en dogma de fe. Reforzado, además por otros programas
similares que llegaron a utilizar imágenes reales de personajes como
Kissinger, Haigh o el propio Nixon con un doblaje que ponía en su boca
“confesiones” de haber perpetrado el engaño. Todo era fantasía y así lo
dijeron sus productores. Pero para gran parte de los espectadores era
mucho más fácil y satisfactorio creerlo que aceptar la mucho más
prosaica realidad. Y así seguimos hoy. Todos tenemos algún conocido que asegura no creer
que el hombre llegase a la Luna. Como máximo, sondas automáticas sí;
astronautas no. La Luna está muy lejos (un encuestado aseguraba tener
dificultades para sintonizar en su televisor cadenas nacionales que
emitían desde cincuenta kilómetros de distancia; así que ¿cómo iban a
poder verse imágenes enviadas desde la Luna, a 300.000 kilómetros?); los
cinturones de radiación matarían instantáneamente a cualquiera que los
atravesase (el que los astronautas recibiesen una dosis total similar a
la de una radiografía era un detalle irrelevante); un ordenador de la
época tenía menos potencia que una calculadora (aunque nadie se molestó
nunca en echar un vistazo a su arquitectura o al software)… Todo ello, argumentos cogidos al vuelo, sin el más mínimo proceso crítico. Pese a todos los esfuerzos, esos prejuicios seguirán con nosotros por
mucho tiempo. Será difícil, si no imposible, erradicarlos. Cuando
alguien interioriza una idea sin detenerse a analizarla lógicamente,
cualquier intento de utilizar la lógica para disuadirle está, casi
seguro, condenado al fracaso.