Dicen las encuestas que entre el 10% y el 20% de la población está convencida de que los vuelos a la Luna fueron un engaño. Este viernes se cumplen 50 años del 'Apolo 8', la primera misión tripulada al satélite.
En 1968, el Apolo 8
llevó tres hombres a girar en torno a la Luna. Para muchas personas
aquello resultaba increíble, por incomprensible.
Y, por lo tanto, directamente negable. Yo viví en primera persona un caso en el que mi interlocutora se mostraba admirada de que los astronautas hubieran encontrado “la puerta para salir” y sobre todo, de cómo lo harían para volverla a encontrar cuando tuvieran que volver.
Supongo que, para ella, dejar la Tierra implicaba dar con la puerta adecuada. De eso hace ahora casi medio siglo.
Pero a veces parece que las cosas no hayan cambiado mucho.
Dicen las encuestas que entre el 10% y el 20% de la población (las cifras varían por regiones y países) está convencida de que los vuelos a la Luna fueron una fantasía o –peor— un colosal engaño. Internet está plagado de comentarios en ese sentido y de intervenciones de “expertos” que lo atestiguan, esgrimiendo pruebas irrefutables.
El primero en explotar comercialmente el tema fue un caballero llamado William Kaysing.
Durante siete años había trabajado como redactor y responsable de ediciones técnicas en Rocketdyne, la empresa fabricante de motores cohete para los primeros misiles pero dejó su empleo en 1963, cinco años antes de que volase el primer Apolo.
El propio Kaysing declaró que cuando vio el despegue del Apolo 11 camino a la Luna ya tuvo una iluminación, una instintiva sospecha sobre la viabilidad de la aventura.
Y confiando más y más en su intuición, en 1976 publicó, costeándolo de su propio bolsillo, su obra más conocida: Nunca fuimos a la Luna: la estafa de treinta mil millones.
En ese clásico ya aparecían casi todos los argumentos que luego harían fortuna para demostrar el engaño
: la bandera ondeando al viento en el vacío lunar, la ausencia de estrellas en las fotografías, las sombras divergentes que demostraban la existencia de varios focos de luz en el estudio donde se filmó el alunizaje, la ausencia de un cráter bajo el motor de frenado, el fantástico detalle de las fotografías incluso en la sombra…
Y ya puestos, hasta un crimen para asegurar el silencio de un testigo.
Thomas Barron era un antiguo técnico de la North American exageradamente crítico con algunos procedimientos de control de calidad y seguridad en la construcción de la nave.
En algunos puntos no le faltaba razón, pero tan persistente y quisquilloso era que en alguna ocasión llegó a agotar los formularios para documentar fallos, reales o supuestos.
Al final, sus superiores decidieron ignorar la mayoría de sus alarmas.
Molesto por la poca atención recibida, a finales de 1966 decidió filtrar uno de sus informes a la prensa, lo que provocó su despido inmediato.
Aunque, en una trágica coincidencia, solo unas semanas más tarde sus temores se verían confirmados, al menos en parte, por el fatal incendio del Apolo 1 en el que murieron los tres astronautas.
Barron prestó testimonio en la investigación del accidente.
No fue un testigo decisivo pero pocos meses después, el automóvil en que viajaba junto a algunos familiares fue arrollado en un paso a nivel.
La policía lo calificó de mero accidente: Barron había tratado de adelantar al tren en una carrera suicida.
Pero el desastre le sirvió a Kaysing para señalarlo como una muestra más de hasta qué punto estaban dispuestas a llegar las fuerzas ocultas para preservar el incipiente engaño del Apolo.
Con los años, Kaysing tuvo docenas de imitadores.
Cada uno aportaba más y más pruebas de la conspiración.
El chivo expiatorio era la propia NASA, cuya incompetencia la incapacitaría para cumplir el objetivo en el plazo fijado por Kennedy.
Pero cuando empezaron a volar los primeros Apolo tripulados —en especial, el 8, hacia la Luna— se extendió otro argumento: la NASA podía, sí, alcanzar la Luna.
Pero, puesto que era evidente que carecía de los medios y conocimientos necesarios, sin duda los debía haber obtenido de otra fuente:
Solo podían ser extraterrestres ansiosos de ayudar al programa espacial americano (pero no así al ruso) o el análisis del platillo volante de Roswell, conservado en las instalaciones supersecretas del Area 51, en Nevada.
Cuanto más descabellada fuera una hipótesis, mejor.
Involuntariamente, el cine también contribuyó a perpetuar las sospechas.
En 1968, el 2001 de Kubrick había presentado una imagen de la Luna muy creíble gracias a unos excelentes efectos especiales.
Diez años más tarde se estrenó Capricorn 1, que contaba la odisea de tres astronautas forzados a simular un aterrizaje en Marte, filmado en un plató secreto en medio del desierto de Nevada.
Por fin, para los negacionistas todo encajaba: la NASA había contratado al propio Kubrick para organizar la pantomima del alunizaje.
Y luego, se obligaría a mantener la boca cerrada durante toda su vida.
El precio –exorbitante— había incluido un pago en especie: una óptica revolucionaria que le permitiría filmar escenas de su siguiente película, Barry Lyndon, solo a la luz de las velas.
En febrero de 2001, la cadena de televisión norteamericana Fox emitió un reportaje titulado La teoría de la conspiración ¿Aterrizamos en la Luna?
El cine había ayudado a incubar sospechas, pero lo cierto es que había alcanzado a un público limitado.
La televisión, con mayor poder de penetración y un aura de credibilidad (“lo ha dicho la tele”) extendió el síndrome conspirativo como mancha de aceite.
El reportaje de la Fox se limitaba a repetir los argumentos de Kaysing, contando con el apoyo de una serie de “expertos” cuya ignorancia sobre el programa lunar solo era comparable a su osadía. Bajo la coartada “dejemos que sea el público quien decida”, presentaron una serie de razonamientos sesgados, parciales o simplemente falsos.
Y eso incluía referencias a una docena de astronautas muertos o desaparecidos en “misteriosas circunstancias”.
La lista de fallecidos, presumiblemente para asegurar su silencio, alcanzó niveles absurdos: Además de los tres del Apolo 1 se incluyó a víctimas de accidentes aéreos o de carretera y más tarde a pilotos asignados a otros programas que no tenían nada que ver con el esfuerzo lunar, como el avión X-15.
Y, claro está, al propio Thomas Barron cuyo caso venía como anillo al dedo.
Hacía treinta años del primer alunizaje.
Para muchos jóvenes y adultos que ni siquiera habían vivido el acontecimiento, aquel valiente reportaje emitido por una cadena cuya credibilidad nadie dudaba se convirtió en dogma de fe. Reforzado, además por otros programas similares que llegaron a utilizar imágenes reales de personajes como Kissinger, Haigh o el propio Nixon con un doblaje que ponía en su boca “confesiones” de haber perpetrado el engaño.
Todo era fantasía y así lo dijeron sus productores.
Pero para gran parte de los espectadores era mucho más fácil y satisfactorio creerlo que aceptar la mucho más prosaica realidad.
Y así seguimos hoy. Todos tenemos algún conocido que asegura no creer que el hombre llegase a la Luna.
Como máximo, sondas automáticas sí; astronautas no.
La Luna está muy lejos (un encuestado aseguraba tener dificultades para sintonizar en su televisor cadenas nacionales que emitían desde cincuenta kilómetros de distancia; así que ¿cómo iban a poder verse imágenes enviadas desde la Luna, a 300.000 kilómetros?); los cinturones de radiación matarían instantáneamente a cualquiera que los atravesase (el que los astronautas recibiesen una dosis total similar a la de una radiografía era un detalle irrelevante); un ordenador de la época tenía menos potencia que una calculadora (aunque nadie se molestó nunca en echar un vistazo a su arquitectura o al software)…
Todo ello, argumentos cogidos al vuelo, sin el más mínimo proceso crítico.
Pese a todos los esfuerzos, esos prejuicios seguirán con nosotros por mucho tiempo.
Será difícil, si no imposible, erradicarlos.
Cuando alguien interioriza una idea sin detenerse a analizarla lógicamente, cualquier intento de utilizar la lógica para disuadirle está, casi seguro, condenado al fracaso.
Y, por lo tanto, directamente negable. Yo viví en primera persona un caso en el que mi interlocutora se mostraba admirada de que los astronautas hubieran encontrado “la puerta para salir” y sobre todo, de cómo lo harían para volverla a encontrar cuando tuvieran que volver.
Supongo que, para ella, dejar la Tierra implicaba dar con la puerta adecuada. De eso hace ahora casi medio siglo.
Pero a veces parece que las cosas no hayan cambiado mucho.
Dicen las encuestas que entre el 10% y el 20% de la población (las cifras varían por regiones y países) está convencida de que los vuelos a la Luna fueron una fantasía o –peor— un colosal engaño. Internet está plagado de comentarios en ese sentido y de intervenciones de “expertos” que lo atestiguan, esgrimiendo pruebas irrefutables.
El primero en explotar comercialmente el tema fue un caballero llamado William Kaysing.
Durante siete años había trabajado como redactor y responsable de ediciones técnicas en Rocketdyne, la empresa fabricante de motores cohete para los primeros misiles pero dejó su empleo en 1963, cinco años antes de que volase el primer Apolo.
El propio Kaysing declaró que cuando vio el despegue del Apolo 11 camino a la Luna ya tuvo una iluminación, una instintiva sospecha sobre la viabilidad de la aventura.
Y confiando más y más en su intuición, en 1976 publicó, costeándolo de su propio bolsillo, su obra más conocida: Nunca fuimos a la Luna: la estafa de treinta mil millones.
En ese clásico ya aparecían casi todos los argumentos que luego harían fortuna para demostrar el engaño
: la bandera ondeando al viento en el vacío lunar, la ausencia de estrellas en las fotografías, las sombras divergentes que demostraban la existencia de varios focos de luz en el estudio donde se filmó el alunizaje, la ausencia de un cráter bajo el motor de frenado, el fantástico detalle de las fotografías incluso en la sombra…
Y ya puestos, hasta un crimen para asegurar el silencio de un testigo.
Thomas Barron era un antiguo técnico de la North American exageradamente crítico con algunos procedimientos de control de calidad y seguridad en la construcción de la nave.
En algunos puntos no le faltaba razón, pero tan persistente y quisquilloso era que en alguna ocasión llegó a agotar los formularios para documentar fallos, reales o supuestos.
Al final, sus superiores decidieron ignorar la mayoría de sus alarmas.
Molesto por la poca atención recibida, a finales de 1966 decidió filtrar uno de sus informes a la prensa, lo que provocó su despido inmediato.
Aunque, en una trágica coincidencia, solo unas semanas más tarde sus temores se verían confirmados, al menos en parte, por el fatal incendio del Apolo 1 en el que murieron los tres astronautas.
Barron prestó testimonio en la investigación del accidente.
No fue un testigo decisivo pero pocos meses después, el automóvil en que viajaba junto a algunos familiares fue arrollado en un paso a nivel.
La policía lo calificó de mero accidente: Barron había tratado de adelantar al tren en una carrera suicida.
Pero el desastre le sirvió a Kaysing para señalarlo como una muestra más de hasta qué punto estaban dispuestas a llegar las fuerzas ocultas para preservar el incipiente engaño del Apolo.
Con los años, Kaysing tuvo docenas de imitadores.
Cada uno aportaba más y más pruebas de la conspiración.
El chivo expiatorio era la propia NASA, cuya incompetencia la incapacitaría para cumplir el objetivo en el plazo fijado por Kennedy.
Pero cuando empezaron a volar los primeros Apolo tripulados —en especial, el 8, hacia la Luna— se extendió otro argumento: la NASA podía, sí, alcanzar la Luna.
Pero, puesto que era evidente que carecía de los medios y conocimientos necesarios, sin duda los debía haber obtenido de otra fuente:
Solo podían ser extraterrestres ansiosos de ayudar al programa espacial americano (pero no así al ruso) o el análisis del platillo volante de Roswell, conservado en las instalaciones supersecretas del Area 51, en Nevada.
Cuanto más descabellada fuera una hipótesis, mejor.
En 1968, el 2001 de Kubrick había presentado una imagen de la Luna muy creíble gracias a unos excelentes efectos especiales.
Diez años más tarde se estrenó Capricorn 1, que contaba la odisea de tres astronautas forzados a simular un aterrizaje en Marte, filmado en un plató secreto en medio del desierto de Nevada.
Por fin, para los negacionistas todo encajaba: la NASA había contratado al propio Kubrick para organizar la pantomima del alunizaje.
Y luego, se obligaría a mantener la boca cerrada durante toda su vida.
El precio –exorbitante— había incluido un pago en especie: una óptica revolucionaria que le permitiría filmar escenas de su siguiente película, Barry Lyndon, solo a la luz de las velas.
En febrero de 2001, la cadena de televisión norteamericana Fox emitió un reportaje titulado La teoría de la conspiración ¿Aterrizamos en la Luna?
El cine había ayudado a incubar sospechas, pero lo cierto es que había alcanzado a un público limitado.
La televisión, con mayor poder de penetración y un aura de credibilidad (“lo ha dicho la tele”) extendió el síndrome conspirativo como mancha de aceite.
El reportaje de la Fox se limitaba a repetir los argumentos de Kaysing, contando con el apoyo de una serie de “expertos” cuya ignorancia sobre el programa lunar solo era comparable a su osadía. Bajo la coartada “dejemos que sea el público quien decida”, presentaron una serie de razonamientos sesgados, parciales o simplemente falsos.
Y eso incluía referencias a una docena de astronautas muertos o desaparecidos en “misteriosas circunstancias”.
La lista de fallecidos, presumiblemente para asegurar su silencio, alcanzó niveles absurdos: Además de los tres del Apolo 1 se incluyó a víctimas de accidentes aéreos o de carretera y más tarde a pilotos asignados a otros programas que no tenían nada que ver con el esfuerzo lunar, como el avión X-15.
Y, claro está, al propio Thomas Barron cuyo caso venía como anillo al dedo.
Hacía treinta años del primer alunizaje.
Para muchos jóvenes y adultos que ni siquiera habían vivido el acontecimiento, aquel valiente reportaje emitido por una cadena cuya credibilidad nadie dudaba se convirtió en dogma de fe. Reforzado, además por otros programas similares que llegaron a utilizar imágenes reales de personajes como Kissinger, Haigh o el propio Nixon con un doblaje que ponía en su boca “confesiones” de haber perpetrado el engaño.
Todo era fantasía y así lo dijeron sus productores.
Pero para gran parte de los espectadores era mucho más fácil y satisfactorio creerlo que aceptar la mucho más prosaica realidad.
Y así seguimos hoy. Todos tenemos algún conocido que asegura no creer que el hombre llegase a la Luna.
Como máximo, sondas automáticas sí; astronautas no.
La Luna está muy lejos (un encuestado aseguraba tener dificultades para sintonizar en su televisor cadenas nacionales que emitían desde cincuenta kilómetros de distancia; así que ¿cómo iban a poder verse imágenes enviadas desde la Luna, a 300.000 kilómetros?); los cinturones de radiación matarían instantáneamente a cualquiera que los atravesase (el que los astronautas recibiesen una dosis total similar a la de una radiografía era un detalle irrelevante); un ordenador de la época tenía menos potencia que una calculadora (aunque nadie se molestó nunca en echar un vistazo a su arquitectura o al software)…
Todo ello, argumentos cogidos al vuelo, sin el más mínimo proceso crítico.
Pese a todos los esfuerzos, esos prejuicios seguirán con nosotros por mucho tiempo.
Será difícil, si no imposible, erradicarlos.
Cuando alguien interioriza una idea sin detenerse a analizarla lógicamente, cualquier intento de utilizar la lógica para disuadirle está, casi seguro, condenado al fracaso.
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