Es urgente que, antes de estigmatizar a quienes han votado a Vox, hagamos cada uno nuestro examen de conciencia.
No creo que los aspavientos ante los resultados de Vox sirvan de
nada, ni tampoco las burlas que tratan a sus votantes como si fueran una
anomalía que nos ha pillado por sorpresa.
Me sorprende la sorpresa.
Porque si una lee el ideario de Vox, que se concreta en unos diez mandamientos, es como si arrimara la nariz a un concentrado de muchas de las afirmaciones que ha escuchado a políticos integrados en el sistema y a ciudadanos que las van soltando a poco que puedan.
Tal vez lo que sorprenda es que el aroma es denso, porque lo que no hace el partido de Abascal es dar una de cal y otra de arena: su discurso es el resumen condensado de lugares comunes reaccionarios.
Y digo comunes porque si uno se detiene en cada punto encontrará a alguien de su entorno que ha pronunciado al menos alguno de estos principios.
Es casi imposible haberse zafado de ese tipo sabelotodo que te informa de que las listas de espera en la Seguridad Social están provocadas por la avalancha migratoria, por esos seres sin oficio ni beneficio que vienen a España a vivir del cuento y a curarse.
A nadie le inquieta, en cambio, lo sencillo que es obtener un visado a cambio de comprar suelo y de paso encarecerlo.
Muy obstruido ha de tener una el oído para no haber escuchado que los perpetradores de la violencia de género son, sobre todo, inmigrantes, o para que le hayan pasado a limpio la célebre teoría de las denuncias falsas de las mujeres contra sus parejas; teoría que responde al fin de desacreditar la importancia de una ley en la que se reconozca algo tan universal como es la violencia infligida contra las mujeres.
Cada uno de los principios exhibidos por Vox ha sido defendido orgullosamente por alguno de los diputados sentados en el Congreso: desde la derogación de la ley de violencia de género hasta un cambio de ley que convirtiera el aborto en una práctica ilegal.
También tenemos en la cabeza a líderes que abogan por la recentralización de España, olvidadizos de que fueron ellos, en uno u otro momento de nuestra democracia, los que transfirieron competencias a las que sospecho pocas autonomías querrían hoy renunciar.
Y de ahí a la interpretación épica de nuestra historia, contemplando el descubrimiento de América como uno de los hitos más importantes de la humanidad.
De la conquista a la reconquista hay un paso.
Y de la historia al folclorismo patriótico, aumentado, desde luego, por el folclorismo patriótico independentista.
Del reconocimiento de España como país católico a calificar a los antitaurinos o a los animalistas como enemigos de la nación. Todo estaba dicho antes de Vox.
También, etiquetar como “políticamente correcta” cualquier medida que trate de corregir la marginación, la exclusión o el viejo escalafón.
En ese viejo orden, las mujeres estaban subordinadas a los hombres.
Las que no se subordinan hoy reciben el nombre de feminazis.
Y, ay, aquí llegamos al incómodo tema, incómodo porque puede ocurrir que usted, si analiza los principios fundacionales del nuevo partido, se encuentre con que se ha expresado con cierta frecuencia en los mismos términos.
Se echan en falta estos días palabras contundentes de varones en contra de esa latente misoginia, no como contestación a Vox, sino a la innegable reacción que está brotando desde el despegue del feminismo.
Es urgente que, antes de estigmatizar a quienes han votado a ese partido, hagamos cada uno nuestro examen de conciencia.
Tal vez la sorpresa la encontremos en nuestro interior.
Me sorprende la sorpresa.
Porque si una lee el ideario de Vox, que se concreta en unos diez mandamientos, es como si arrimara la nariz a un concentrado de muchas de las afirmaciones que ha escuchado a políticos integrados en el sistema y a ciudadanos que las van soltando a poco que puedan.
Tal vez lo que sorprenda es que el aroma es denso, porque lo que no hace el partido de Abascal es dar una de cal y otra de arena: su discurso es el resumen condensado de lugares comunes reaccionarios.
Y digo comunes porque si uno se detiene en cada punto encontrará a alguien de su entorno que ha pronunciado al menos alguno de estos principios.
Es casi imposible haberse zafado de ese tipo sabelotodo que te informa de que las listas de espera en la Seguridad Social están provocadas por la avalancha migratoria, por esos seres sin oficio ni beneficio que vienen a España a vivir del cuento y a curarse.
A nadie le inquieta, en cambio, lo sencillo que es obtener un visado a cambio de comprar suelo y de paso encarecerlo.
Muy obstruido ha de tener una el oído para no haber escuchado que los perpetradores de la violencia de género son, sobre todo, inmigrantes, o para que le hayan pasado a limpio la célebre teoría de las denuncias falsas de las mujeres contra sus parejas; teoría que responde al fin de desacreditar la importancia de una ley en la que se reconozca algo tan universal como es la violencia infligida contra las mujeres.
Cada uno de los principios exhibidos por Vox ha sido defendido orgullosamente por alguno de los diputados sentados en el Congreso: desde la derogación de la ley de violencia de género hasta un cambio de ley que convirtiera el aborto en una práctica ilegal.
También tenemos en la cabeza a líderes que abogan por la recentralización de España, olvidadizos de que fueron ellos, en uno u otro momento de nuestra democracia, los que transfirieron competencias a las que sospecho pocas autonomías querrían hoy renunciar.
Y de ahí a la interpretación épica de nuestra historia, contemplando el descubrimiento de América como uno de los hitos más importantes de la humanidad.
De la conquista a la reconquista hay un paso.
Y de la historia al folclorismo patriótico, aumentado, desde luego, por el folclorismo patriótico independentista.
Del reconocimiento de España como país católico a calificar a los antitaurinos o a los animalistas como enemigos de la nación. Todo estaba dicho antes de Vox.
También, etiquetar como “políticamente correcta” cualquier medida que trate de corregir la marginación, la exclusión o el viejo escalafón.
En ese viejo orden, las mujeres estaban subordinadas a los hombres.
Las que no se subordinan hoy reciben el nombre de feminazis.
Y, ay, aquí llegamos al incómodo tema, incómodo porque puede ocurrir que usted, si analiza los principios fundacionales del nuevo partido, se encuentre con que se ha expresado con cierta frecuencia en los mismos términos.
Se echan en falta estos días palabras contundentes de varones en contra de esa latente misoginia, no como contestación a Vox, sino a la innegable reacción que está brotando desde el despegue del feminismo.
Es urgente que, antes de estigmatizar a quienes han votado a ese partido, hagamos cada uno nuestro examen de conciencia.
Tal vez la sorpresa la encontremos en nuestro interior.