Siempre me sorprendió que una ciudad tan estremecedoramente bella como
Cáceres fuera tan desconocida en el mundo y en nuestro país.
COMO ANDO de promoción de mi última novela (cuando publicamos, los
escritores somos feriantes entregados a la venta itinerante de nuestro
libro, tan bueno, tan bonito y tan barato), últimamente me estoy pasando
media vida sentada en un tren. En uno de esos trayectos, hará un par de
semanas, cayó en mis manos la foto de una manifestación masiva en
Cáceres reclamando un ferrocarril digno. Entre 15.000 y 25.000 personas,
dependiendo de las fuentes, muchísimas en cualquier caso a juzgar por
la imagen, y una enormidad para una ciudad de 90.000 habitantes,
salieron a la calle bajo la lluvia luchando por un derecho que parece
más del siglo XIX que del XXI. Me chocó.
Amo los trenes. Me gustan como medio de transporte, humano,
sostenible y tranquilo, pero también me gustan por lo que representan. No hay símbolo más universal del progreso que el tren, como esos
ferrocarriles de vapor que supuestamente iban civilizando las ciudades
sin ley del viejo Oeste, expulsando a los caciques linchadores y
cambiando a los pistoleros por periodistas, según nos ha contado
Hollywood infinidad de veces con épico entusiasmo. Incluso el gran
Tolstói, que era un retrógrado y odiaba las innovaciones tecnológicas,
hizo que su Anna Karenina se suicidara arrojándose al tren, como
emblema, para él detestable, de la modernidad. Y es cierto que el tren abre las puertas del futuro. Comunica,
transporta, desarrolla económica y culturalmente, dignifica y enriquece
la vida de las localidades más o menos aisladas y quizá sea el remedio
más efectivo contra la despoblación. Uno tiende a creer que a estas
alturas, con nuestros flamantes AVE recorriendo el país, la red
ferroviaria española debe de ser lo suficientemente moderna y
competente. Pero los extremeños nos gritan que no es así. Según datos de 2017 de
la Coordinadora Estatal en Defensa del Ferrocarril Público, el 70% de la
inversión en infraestructuras ferroviarias se dedica a la alta
velocidad, que apenas es utilizada por un 4% de viajeros. En cambio, los
trenes de cercanías, regionales y de media distancia, que transportan
al 96% de los usuarios, reciben menos de un tercio de los fondos y se
van hundiendo en la vejez y la incuria. Con el agravante de que la
modernización de un kilómetro de vía convencional (hasta alcanzar
velocidades medias de 165 kilómetros por hora) es 10 veces más barata
que la construcción de un kilómetro de AVE. Y la situación parece ser
especialmente dramática en Extremadura. Es tanto el deterioro del
servicio, tantísimas las pifias y catástrofes, que el pasado mes de
octubre el presidente de Renfe se vio obligado a pedir públicas
disculpas a los extremeños. Siempre me sorprendió que una ciudad tan estremecedoramente bella
como Cáceres, con su impresionante casco viejo, fuera tan desconocida en
el mundo, en Europa, incluso en nuestro país.
Ni siquiera su utilización como plató para Juego de tronos (ahora la
celebridad se adquiere por estas boberías) ha servido para ponerla en el
lugar de visibilidad que se merece. Sentada en mi costosísimo AVE y
leyendo la noticia de la manifestación, de pronto todas las piezas
encajaron. Según el índice de Gini, que mide la desigualdad interna de
los países, los peores puestos de la UE los ocupan Grecia, Italia,
Portugal, los Estados bálticos y Reino Unido; pero inmediatamente
después vamos España y Rumania. Por desgracia aquí ya estamos
acostumbrados al abandono de las zonas rurales y no nos choca que los
pueblos se vacíen y se vayan convirtiendo en ruinosos esqueletos de
piedra. Pero lo que resulta más difícil de digerir es que una ciudad con
semejante envergadura arquitectónica e histórica pueda sufrir la misma
desatención, y por eso su caso nos sirve de aldabonazo y espejo. ¿Queremos de verdad un país dividido en dos niveles? Cáceres, a tan sólo
300 kilómetros de Madrid, nos parece un destino casi remoto, al otro
extremo de un tren que no funciona y de un modelo de desarrollo que no
comparto. Deberíamos cambiar de ferrocarril para poder llegar a un futuro en el
que no haya media España agonizando, igual que agoniza lentamente
Cáceres, como una hermosa y monumental ballena varada en la arena de una
playa. Cada vez me aburre más su columna. La verdad ya no sé si defiende la para usted "deconocida" ciudad de Cáceres o el ferrocarril de la Revolución Industrial y para terminar de disparatar la compara cun Una Hermosa Ballena varada en una playa a la espera que alguien la devuelva al mar.......pues vale.
En demasiados lugares, políticos incendiarios y fratricidas aspiran a
que el resentimiento lo invada todo y a que cada cual le ajuste cuentas a
su vecino.
ME IMPRESIONÓ, y luego me dejó pensativo, un artículo de Eliane Brum publicado en este diario hace unas semanas. Se titulaba “Brasil, la venganza de los resentidos”,
y en él la autora relataba episodios de la vida cotidiana de su país
tras el triunfo del tenebroso Bolsonaro. Algunas de las cosas que
contaba (y eso que en el Brasil aún no ha empezado la violencia
institucionalizada desatada) me recordaron inevitablemente a historias y
anécdotas, oídas de primera mano, de nuestra Guerra Civil. Muy de
primera, porque uno de mis abuelos y uno de mis tíos se pasaron la
contienda escondidos, en embajadas o no se sabe dónde. A otro tío lo
mataron, como he evocado aquí alguna vez, tras llevarlo a la cheka de
Fomento con una compañera, los dos tenían dieciocho años. A mi padre, también es sabido, lo detuvo la policía franquista nada
más consumarse la derrota de la República, pasó meses en la cárcel y
luego fue represaliado hasta mediados de los años cincuenta para unas
cosas, para otras hasta el final. La casa de su progenitor, mi otro
abuelo, quedó medio destrozada por un obús. La de mi madre, llena de
niños, tenía que ser evacuada cada poco, por los bombardeos
“nacionales”. Mis padres tenían unos veintidós años en 1936, así que
vieron y oyeron mucho, ya adultos y enterándose bien. Les oí contar
atrocidades cometidas por ambos bandos, aunque, al vivir en Madrid,
fueron más testigos de las de los milicianos republicanos. Aparte de las cuestiones políticas, lo que resulta evidente es que la
Guerra, por así decir, “dio permiso” a la gente para liberar sus
resentimientos y dar rienda suelta a sus odios. No sólo a los de clase,
también a los personales. Si bien se mira —o si uno no se engaña—, todo
el mundo puede estar resentido por algo, incluso los más privilegiados. Éstos basta con que consideren que se les ha faltado al respeto o no se
les ha hecho suficiente justicia en algún aspecto.
Las razones de los desfavorecidos pueden ser infinitas, claro está.
“Aquel amigo de la infancia de quien se guardaba un buen recuerdo”,
explicaba Brum, “escribe en Facebook que ha llegado el momento de
confesar cuánto te odiaba en secreto y que te exterminará junto a tu
familia de ‘comunistas’. Aquel conocido que siempre has creído que se
merecía más éxito y reconocimiento de los que tiene, ahora desparrama la
barriga en el sofá y vocifera su odio contra casi todos. Otro, que
siempre se ha sentido ofendido por la inteligencia ajena, se siente
autorizado a exhibir su ignorancia como si fuera una cualidad”. Y, en
efecto, por lo general ignoramos qué se oculta en el corazón de cada
conocido o vecino, amigo o familiar. Alguien se puede pasar media vida
sonriéndote y mostrándose cordial, y detestarte sin disimulo en cuanto
se le brinda la oportunidad o, como he dicho, se le da “licencia”. Al
parecer es lo que ha conseguido, en primera instancia, la victoria de
Bolsonaro. Vuelvo al texto de Brum: “A las mujeres que visten de rojo, color asociado al partido de
Lula, las insultan los conductores al pasar, a los gays los amenazan con
darles una paliza, a los negros les avisan de que tienen que volver al
barracón, a las madres que dan el pecho las inducen a esconderlo en
nombre de la ‘decencia”. Eso en un país que todos creíamos abierto y
liberal, casi hedonista, poco o nada racista, tolerante y permisivo. La lucha por el poder es legítima, tanto como la aspiración a mejorar
y progresar, a acabar con las desigualdades feroces y no digamos con la
pobreza extrema. Pero se están abriendo paso, en demasiados lugares,
políticos que más bien buscan fomentar el resentimiento de cualquier
capa de la población. Trump, un oligarca al servicio de sus pares, ha
convencido a un amplio sector de personas bastante afortunadas de que
los desfavorecidos se están aprovechando de ellas, y les ha inoculado la
fobia a los desheredados. Lo mismo hacen Le Pen en Francia y Salvini en
Italia (el desprecio por los meridionales es el germen de su partido,
Lega Nord). Torra y los suyos abominan de los “españoles” y catalanes
impuros, según consta en sus escritos. Otro tanto la CUP. Podemos ha basado su éxito
inicial en sus diatribas contra algo tan vago y etéreo como la “casta”,
en la cual es susceptible de caer cualquiera que le caiga mal: por clase
social, por edad, y desde luego por ser crítico o desenmascarar a ese
partido como no de izquierda, sino próximo al de su venerado Perón
(dictador cobijado por Franco) y a los de Le Pen y Salvini, elogiado
este último por el gran mentor Anguita. El mundo está recorrido por
políticos que quieren fomentar y dar rienda suelta al resentimiento
subjetivo y personal, el cual anida en todo individuo con motivo o sin
él, hasta en los multimillonarios y en las huestes aznaritas de Casado,
dedicado a la misma labor pirómana. Las personas civilizadas aprenden a
mantenerlo a raya, a relativizarlo, a no cederle el protagonismo, a
guardarlo en un rincón. A lo que esos políticos aspiran —y a Bolsonaro
le ha servido— es a que el resentimiento se adueñe del escenario y lo
invada todo, a darle vía libre y a que cada cual le ajuste cuentas a su
vecino. Son políticos incendiarios y fratricidas.
A menos que sean
también como ellos, no se dejen embaucar ni arrastrar.
Bernardo Bertolucci,
última frontera de una generación de directores italianos capaces de
transformar el cine universal, ha fallecido este lunes a los 77 años en
su casa del romano Monteverde Vecchio. Autor de monumentos como El último tango en París, Novecento o El último emperador,
que obtuvo nueve Oscar en 1988, entre otros, a la mejor dirección y al
mejor guion, llevaba años en una silla de ruedas peleando contra una
larga enfermedad. En las últimas dos décadas, tras el estreno de Asediada en 1998, apenas lanzó dos películas: Soñadores (2003), una particular visión del mayo del 68, y su último filme, Tú y yo, de 2012, basado en una breve novela de Niccolò Ammaniti. Nacido en Parma en 1940, era hijo del poeta Attilio Bertolucci y la
profesora Ninetta Giovanardi. Fue íntimo amigo de Pier Paolo Pasolini y
defensor empedernido del Partido Comunista. En 2007 obtuvo el León de
Oro a la carrera de La Mostra de Venecia y, en 2011, la Palma de Oro de
Honor del festival de Cannes. A lo largo de su carrera, filmó una quincena de películas,
entre producciones colosales y minúsculas, obras experimentales y más
tradicionales, y dejó un sello inolvidable de autor en el cine italiano e
internacional. Fue también guionista, productor, poeta y "polemista",
como recuerdan los medios italianos.
Bertolucci llamó la atención ganando todavía bien joven el Premio Viareggio por el libro de poemas In cerca del mistero. “Escribí poesía, pero decidí no continuar
porque él era demasiado bueno y no podía ganarle”, recordaba el
cineasta a propósito de su padre. De ahí, de la tradición literaria y
musical, surgió también el gusto por los textos, la dramaturgia y el
cine capaz de retratar una época. Pero Bertolucci siempre reconoció la
descomunal influencia sobre su cine de Pasolini, a quien conoció porque
su padre le había editado su Ragazzi di vita y se había mudado al mismo edificio. El cineasta lo explicaba así en una entrevista con James Franco en Il Corriere della Sera: “Un día, cuando tenía 21 años me lo encontré delante de la puerta y me
dijo: ‘Eh, te gustan las películas, ¿verdad? Porque voy a rodar una y
quiero que me hagas de asistente en la dirección. Se llamará Accattone’. Le dije que nunca había hecho de asistente, y él me respondió que
tampoco había dirigido ninguna película”. De hecho, la primera cinta que
firmó, La cosecha estéril, partió de una historia del propio Pasolini. Así nació una carrera que le llevó a dirigir una quincena de filmes y
que absorbió también el aroma de las innovaciones de la Nouvelle Vague
francesa, que descubrió pegado tardes enteras en las butacas de
Cinémathèque parisina en los años sesenta. Allí más tarde vio de cerca
el mayo del 68 que vivió también intensamente en Italia y retrató, para
algunos de forma un tanto frívola, en Soñadores. No hubo
estudios ni aprendizaje técnico. Al principio, como vio hacer a
Pasolini, renunció a actores profesionales y flirteó con las corrientes
experimentales. Pero el pasaporte de Bertolucci al olimpo del cine lo expidió El último tango en París,
su película más polémica, con denuncias de violación de Maria Schneider
a Marlon Brando, que el director de fotografía, Vittorio Storaro, negó
después. Estrenado en 1972, el filme se prohibió en España, y no pudo
verse hasta el 16 de enero de 1978. En una entrevista en el diario EL
PAÍS de 1985 el cineasta comentó la importancia de la personalidad de
Marlon Brando en la película: "Sí, influyó mucho. Brando es un monstruo
prehistórico del cine del pasado. En principio no lo iba a interpretar
él. Los actores elegidos eran Jean-Louis Trintignant y Dominique Sanda,
pero resultó que Trintignant era un tímido y no se atrevía a hacer las
escenas de la casa abandonada y Dominique Sanda estaba preñada, así que
tuve que renunciar a los dos". La gran epopeya (314 minutos y orginalmente concebida en tres
partes), producida por Alberto Grimaldi y surtida de grandes estrellas
de Hollywood como Robert De Niro o un Donald Sutherland que ponía rostro
a un fascismo con algunos tics no tan lejanos, tuvo influencia hasta en
los mostradores de los registros de recién nacidos, donde toda una
generación de padres de la progresía italiana inscribió a su vástagos
con el nombre de Olmo: como el personaje con el que Gerard Depardieu dio
vida al combatiente obrero y miltante marxista. Novecento fue la afirmación definitiva de la transversalidad
de Bertolucci, también a un lado y otro del Atlántico. Pero el
reconocimiento en Hollywood llegó con El último emperador
(1987), la trágica y novelesca historia de Pu Yi , el último
representante de la dinastía manchú, quizá una de sus obras menos
lucidas, pero la única que le ha valido a un director italiano el Oscar
por la mejor dirección.
El último tango en París sirvió a Bertolucci el crédito para poder rodar Novecento,
un monumento desde todos los puntos de vista. Una descomunal crónica de
las primeras cinco décadas de la Italia del siglo XX, partiendo el 27
de enero de 1901 con la muerte de Giuseppe Verdi: justo el día que nacen
los dos amigos que protagonizan el filme y que representarán por tanto
tiempo después dos italias que, en cierto modo, todavía se cruzan hoy
cada mañana en la calle. La del comunismo y el fascismo; la de la
izquierda revolucionaria, y la burguesía democristiana mucho más tarde. La del cierre de puertos y soflamas en Twitter y la que hoy,
lamentablemente, permanece silenciada.
La gran epopeya (314 minutos y orginalmente concebida en tres
partes), producida por Alberto Grimaldi y surtida de grandes estrellas
de Hollywood como Robert De Niro o un Donald Sutherland que ponía rostro
a un fascismo con algunos tics no tan lejanos, tuvo influencia hasta en
los mostradores de los registros de recién nacidos, donde toda una
generación de padres de la progresía italiana inscribió a su vástagos
con el nombre de Olmo: como el personaje con el que Gerard Depardieu dio
vida al combatiente obrero y miltante marxista. Novecento fue la afirmación definitiva de la transversalidad
de Bertolucci, también a un lado y otro del Atlántico. Pero el
reconocimiento en Hollywood llegó con El último emperador
(1987), la trágica y novelesca historia de Pu Yi , el último
representante de la dinastía manchú, quizá una de sus obras menos
lucidas, pero la única que le ha valido a un director italiano el Oscar
por la mejor dirección. Si era un Dios para los que amabamos el Cine, decir Bertolucci era decir OH DIOS!! lo recuerdo en todas y la última fue el ültimo Emperador. Salias como en una nube, algo increible hoy no hay ya películas de Culto pero las de Bertolucci lo eran. Descansa en Paz..
Galaxia
Gutenberg publica 778 cartas del escritor checo, 145 inéditas, del año
1900 a 1914.
Las epístolas retratan su vida sentimental y su visión del
mundo: “Solo deberíamos leer libros que nos muerden”
“Ya ves, soy un hombre ridículo; si me quieres un poco, será por compasión; mi aportación es el miedo”, escribe un joven Kafka
a Hedwig Weiler, su romance del verano de 1907. Y, sin embargo, el
aprendiz de escritor que creía que “estamos perdidos como niños en el
bosque” y que era bueno que alguien trepara a la Luna para que sus
movimientos, palabras y deseos no resultaran del todo cómicos y
absurdos, siempre y cuando, eso sí, “no se oigan las risas de la Luna en
los observatorios”, había desplegado ya a los 19 años, ante su amigo
Oskar Pollak, la valerosa apuesta que iba a cambiar la literatura del
siglo XX: “Es bueno”, escribió, “que la conciencia reciba amplias
heridas, puesto que así se vuelve más sensible a cada mordedura. A mi
juicio, solo deberíamos leer libros que nos muerden y nos pican. Si el
libro que estamos leyendo no nos despierta de un puñetazo en la crisma,
¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices, como tú escribes? Dios
mío, también podríamos ser felices sin tener libros y, dado el caso,
hasta podríamos escribir nosotros mismos los libros que nos hicieran
felices. Sin embargo, necesitamos libros que surtan sobre nosotros el
efecto de una desgracia muy dolorosa, como la muerte de alguien al que
queríamos más que a nosotros, como un destierro en bosques alejados de
todo ser humano, como un suicidio; un libro ha de ser un hacha para
clavarla en el mar congelado que hay dentro de nosotros. Eso creo yo”. Las citadas son palabras contenidas en el primer tomo de la edición
crítica del epistolario completo de Kafka (Praga, 1883 - Kierling,
1924), reunido y anotado por Hans-Gerd Koch, en traducción de Adan
Kovacsics, y que Jordi Llovet e Ignacio Echevarría publican en Galaxia
Gutenberg. El volumen, de 1.257 páginas, cubre los años 1900-1914, como
cierre de la obra íntegra del autor checo, a falta del segundo tomo, que
incluirá ya el estallido de la Primera Guerra Mundial y la publicación,
en 1915, de Die Verwandlungd, traducida aquí correctamente como La transformación y no como la equívoca La metamorfosis. Los editores españoles pretendían publicar la correspondencia completa
sin dilaciones, pero la editorial alemana se resiste a culminar el tomo
de los años finales. Fischer Verlag, tras quince años de búsqueda
infructuosa, aún mantiene la esperanza de encontrar en algún recóndito
archivo uno los grandes tesoros de Kafka que quedan aún por sacar a la
luz: las cartas perdidas al último amor del escritor, Dora Diamant, que
fueron requisadas por la Gestapo.
Franz Kafka. Cartas 1900-1914 contiene 778 misivas, de las que
573 eran conocidas por el lector de lengua española (en trabajos
anteriores a la edición crítica alemana), y 145 son inéditas. Entre las
ya publicadas del citado período figuran las quinientas a la primera
novia del autor, Felice Bauer, y las escritas a Grete Bloch (amiga de
Felice) y a los editores Max Brod, Ernst Rowolth y Kurt Wolff. La
escrupulosidad de los editores les ha llevado a incluir los detalles
conocidos de 60 cartas perdidas, postales, telegramas, dedicatorias,
tarjetas de presentación o las comunicaciones de carácter oficial,
comercial o profesional (como las solicitudes o instancias dirigidas a
instituciones tales como la Dirección de Policía o la misma compañía de
seguros para la que trabajaba para solicitar permisos, ascensos o
aumentos de sueldo). El libro se completa con un amplio aparato de
anotaciones críticas, una exhaustiva cronología, las cartas recibidas
que se han conservado y un quién es quién de todos los corresponsales o
personas citadas. El volumen aporta importantes novedades al lector español, que no se
limitan al terreno filológico. La disposición de las cartas por
cronología, y no por corresponsales, permite seguir el día a día de
Kafka a la manera de una biografía epistolar, sin interferencias de
intérpretes, y asistir a la evolución de su escritura, desde su relación
ambivalente con Goethe
(el canon literario) a su necesidad y amor por los demonios de la
literatura a partir de su tormentosa relación con Felice Bauer, que le
hace introducir su conexión con la vida, una escritura fluida y la
perspectiva del otro, algo que está en la raíz de obras como El proceso o La condena.
También se pueden encontrar textos literarios, como la primera
narración que ha llegado hasta nosotros (“La compleja historia del
tímido larguirucho y del insincero de corazón”) y varios apólogos y
cuentos breves, como el del hombre que no sabía reír ni bailar y que
llevaba siempre una misteriosa caja cerrada que no enseñaba a nadie hasta que, a su muerte, se descubrió su
contenido (“Dos dientes de leche”) o el del loco y el sabio que no sabía
que era sabio: “No se puede tomar el sol a la sombra. No creo que yo
sea culpable de tu felicidad. A lo sumo de la siguiente manera: un sabio
cuya sabiduría se escondía ante él se topó con un loco y charló un
ratito con él sobre asuntos en apariencia remotos. Una vez concluida la
conversación, cuando el loco se disponía a regresar a casa —vivía en un
palomar—, el otro se le arroja al cuello, lo besa y exclama: ‘Gracias,
gracias, gracias’. ¿Por qué? Tan grande era la locura del loco que al
sabio se le hizo evidente su propia sabiduría”.
Las lecturas (autores alemanes, pero también Flaubert
y biografías en las que busca cómo los grandes autores encontraron su
lugar en el mundo); los anhelos literarios, su deseo de abandonar Praga,
aprender castellano y marcharse a España, Sudamérica o Berlín; sus
viajes y excursiones; el aislamiento con sus padres; la asfixia que
siente por su trabajo en la empresa de seguros o en la fábrica de
amianto que funda con su cuñado o la eterna duda que le paraliza: “Otras
personas”, escribe a Hedwig, “solo se deciden en contadas ocasiones y
disfrutan luego de su decisión en el largo intervalo hasta la siguiente. Yo, en cambio, me decido sin cesar, tantas veces como un boxeador, con
la diferencia de que luego no boxeo, claro”. En una carta transmite a Pollak cómo el escritorio burgués de casa de
sus padres en el que redacta se comporta como un animal censor: “Estaba
sentado a mi hermoso escritorio. No lo conoces. Cómo ibas a conocerlo.
Resulta que es un escritorio de convicciones profundamente burguesas
cuyo cometido es educar. Tiene dos terroríficas puntas de madera allí
donde pone las rodillas el escribiente. Y ahora presta atención. Cuando
uno se sienta con tranquilidad y cautela y escribe algo profundamente
burgués, se halla a gusto. Pero ay si se agita y el cuerpo le tiembla un
poco, porque las puntas se le clavan indefectiblemente en las rodillas,
y cómo duelen. Podría enseñarte los moratones”. La vida de Kafka se puede seguir casi al minuto. Comenta películas con
las camareras, trabaja en las tareas del campo durante sus vacaciones,
va al teatro, escribe prolijos y detallados argumentarios a sus jefes
para justificar sus peticiones de aumentos de sueldo, se queja de sus
problemas de estómago y de su dieta…, pero sobre todo lee y escribe, y
se autoanaliza con saña. Dice que ha leído pocos libros de Freud
—“Es tan grande como vacuo”— y muchos de sus seguidores; confiesa que
se derrumba ante las opacidades, que carece de total talento
organizativo, que no es de esos hombres que llevan las cosas a cabo a
cualquier precio o que “no estoy ya en este mundo, sino dando vueltas y
vueltas en el vestíbulo del infierno”, pues “la conciencia de culpa no
supone para mí una ayuda, una solución; no, solo tengo conciencia de
culpa porque es la forma más bella de arrepentimiento”.
Kafka frecuenta prostitutas, algunas muy viejas, o filtrea con
muchachas: “Una”, dice a Max Brod, “se llama Agathe; la otra, Hedwig.
Agathe es muy fea y Hedwig también. H. es bajita y gorda, sus mejillas
son coloradas sin límites ni interrupción, sus grandes dientes incisivos
superiores no permiten que su boca se cierre ni que la mandíbula
inferior sea pequeña; es muy miope, y no solo para provocar el bonito
gesto con el que se pone los quevedos sobre la nariz; esta noche soñé
con sus piernas gruesas y cortas; por tales vericuetos reconozco la
belleza de una muchacha y me enamoro”. Aún así, le escribe: “Qué poco
sirve el encuentro epistolar; es como si dos personas separadas por un
lago chapotearan en las orillas. Por las muchas pendientes de las letras
se ha deslizado la pluma y esto se ha acabado, hace frío y yo he de
irme a mi cama vacía”. En el prólogo, Jordi Llovet dedica especial atención a las relaciones
sentimentales de Kafka (quien escribió “El coito, castigo de la dicha de
estar juntos”), en especial con Felice Bauer. Se conocieron en Praga,
en casa de los padres de su amigo Max Brod, el 13 de agosto de 1912. No
se volvieron a ver hasta siete meses después. A partir del 20 de
septiembre, Kafka le envió un diluvio de cartas, más para sí mismo que
para seducirla, según Llovet, quien reconstruye la vida sexual de Kafka,
enlazada con el dictado censor de su padre y su reflejo en las obras
que escribió en la época y que tendría una clave esclarecedora en el
fundamental cuento Ante la ley (de 1919). Kafka se somete a la
tortura de no poder vivir ni con ella ni sin ella. y le pide en
matrimonio como si pedirlo fuera “un acto criminal”. “Yo”, escribe en
1913 al padre de Felice, “he cegado a su hija con mi escritura”. Y le
transmite un autorretrato desconsolador: “Sea como fuere, tenga usted en
cuenta lo siguiente, que es lo esencial: todo mi ser se centra en la
literatura, y hasta los 30 años he mantenido ese rumbo a rajatabla; si
alguna vez lo abandono, dejaré de vivir. De ello deriva todo cuanto soy y
cuanto soy y no soy. Soy taciturno, insociable, malhumorado, egoísta,
hipocondríaco y realmente enfermizo. ¿Cómo ha de vivir su hija con un
hombre así, que ha dejado toda distracción a fin de conservar las
energías justas para dedicarse en exclusiva a la literatura?”.