Galaxia Gutenberg publica 778 cartas del escritor checo, 145 inéditas, del año 1900 a 1914.
Las epístolas retratan su vida sentimental y su visión del mundo: “Solo deberíamos leer libros que nos muerden”
“Ya ves, soy un hombre ridículo; si me quieres un poco, será por compasión; mi aportación es el miedo”, escribe un joven Kafka
a Hedwig Weiler, su romance del verano de 1907.
Y, sin embargo, el aprendiz de escritor que creía que “estamos perdidos como niños en el bosque” y que era bueno que alguien trepara a la Luna para que sus movimientos, palabras y deseos no resultaran del todo cómicos y absurdos, siempre y cuando, eso sí, “no se oigan las risas de la Luna en los observatorios”, había desplegado ya a los 19 años, ante su amigo Oskar Pollak, la valerosa apuesta que iba a cambiar la literatura del siglo XX:
“Es bueno”, escribió, “que la conciencia reciba amplias heridas, puesto que así se vuelve más sensible a cada mordedura.
A mi juicio, solo deberíamos leer libros que nos muerden y nos pican.
Si el libro que estamos leyendo no nos despierta de un puñetazo en la crisma, ¿para qué lo leemos?
¿Para que nos haga felices, como tú escribes? Dios mío, también podríamos ser felices sin tener libros y, dado el caso, hasta podríamos escribir nosotros mismos los libros que nos hicieran felices.
Sin embargo, necesitamos libros que surtan sobre nosotros el efecto de una desgracia muy dolorosa, como la muerte de alguien al que queríamos más que a nosotros, como un destierro en bosques alejados de todo ser humano, como un suicidio; un libro ha de ser un hacha para clavarla en el mar congelado que hay dentro de nosotros. Eso creo yo”.
Las citadas son palabras contenidas en el primer tomo de la edición crítica del epistolario completo de Kafka (Praga, 1883 - Kierling, 1924), reunido y anotado por Hans-Gerd Koch, en traducción de Adan Kovacsics, y que Jordi Llovet e Ignacio Echevarría publican en Galaxia Gutenberg.
El volumen, de 1.257 páginas, cubre los años 1900-1914, como cierre de la obra íntegra del autor checo, a falta del segundo tomo, que incluirá ya el estallido de la Primera Guerra Mundial y la publicación, en 1915, de Die Verwandlungd, traducida aquí correctamente como La transformación y no como la equívoca La metamorfosis.
Los editores españoles pretendían publicar la correspondencia completa sin dilaciones, pero la editorial alemana se resiste a culminar el tomo de los años finales.
Fischer Verlag, tras quince años de búsqueda infructuosa, aún mantiene la esperanza de encontrar en algún recóndito archivo uno los grandes tesoros de Kafka que quedan aún por sacar a la luz: las cartas perdidas al último amor del escritor, Dora Diamant, que fueron requisadas por la Gestapo.
Franz Kafka. Cartas 1900-1914 contiene 778 misivas, de las que 573 eran conocidas por el lector de lengua española (en trabajos anteriores a la edición crítica alemana), y 145 son inéditas.
Entre las ya publicadas del citado período figuran las quinientas a la primera novia del autor, Felice Bauer, y las escritas a Grete Bloch (amiga de Felice) y a los editores Max Brod, Ernst Rowolth y Kurt Wolff.
La escrupulosidad de los editores les ha llevado a incluir los detalles conocidos de 60 cartas perdidas, postales, telegramas, dedicatorias, tarjetas de presentación o las comunicaciones de carácter oficial, comercial o profesional (como las solicitudes o instancias dirigidas a instituciones tales como la Dirección de Policía o la misma compañía de seguros para la que trabajaba para solicitar permisos, ascensos o aumentos de sueldo).
El libro se completa con un amplio aparato de anotaciones críticas, una exhaustiva cronología, las cartas recibidas que se han conservado y un quién es quién de todos los corresponsales o personas citadas.
El volumen aporta importantes novedades al lector español, que no se limitan al terreno filológico.
La disposición de las cartas por cronología, y no por corresponsales, permite seguir el día a día de Kafka a la manera de una biografía epistolar, sin interferencias de intérpretes, y asistir a la evolución de su escritura, desde su relación ambivalente con Goethe (el canon literario) a su necesidad y amor por los demonios de la literatura a partir de su tormentosa relación con Felice Bauer, que le hace introducir su conexión con la vida, una escritura fluida y la perspectiva del otro, algo que está en la raíz de obras como El proceso o La condena.
También se pueden encontrar textos literarios, como la primera narración que ha llegado hasta nosotros (“La compleja historia del tímido larguirucho y del insincero de corazón”) y varios apólogos y cuentos breves, como el del hombre que no sabía reír ni bailar y que llevaba siempre una misteriosa caja cerrada que no enseñaba a nadie hasta que, a su muerte, se descubrió su contenido (“Dos dientes de leche”) o el del loco y el sabio que no sabía que era sabio:
“No se puede tomar el sol a la sombra.
No creo que yo sea culpable de tu felicidad. A lo sumo de la siguiente manera: un sabio cuya sabiduría se escondía ante él se topó con un loco y charló un ratito con él sobre asuntos en apariencia remotos.
Una vez concluida la conversación, cuando el loco se disponía a regresar a casa —vivía en un palomar—, el otro se le arroja al cuello, lo besa y exclama:
‘Gracias, gracias, gracias’. ¿Por qué? Tan grande era la locura del loco que al sabio se le hizo evidente su propia sabiduría”.
Las lecturas (autores alemanes, pero también Flaubert y biografías en las que busca cómo los grandes autores encontraron su lugar en el mundo); los anhelos literarios, su deseo de abandonar Praga, aprender castellano y marcharse a España, Sudamérica o Berlín; sus viajes y excursiones;
el aislamiento con sus padres; la asfixia que siente por su trabajo en la empresa de seguros o en la fábrica de amianto que funda con su cuñado o la eterna duda que le paraliza:
“Otras personas”, escribe a Hedwig, “solo se deciden en contadas ocasiones y disfrutan luego de su decisión en el largo intervalo hasta la siguiente.
Yo, en cambio, me decido sin cesar, tantas veces como un boxeador, con la diferencia de que luego no boxeo, claro”.
En una carta transmite a Pollak cómo el escritorio burgués de casa de sus padres en el que redacta se comporta como un animal censor: “Estaba sentado a mi hermoso escritorio.
No lo conoces. Cómo ibas a conocerlo. Resulta que es un escritorio de convicciones profundamente burguesas cuyo cometido es educar.
Tiene dos terroríficas puntas de madera allí donde pone las rodillas el escribiente.
Y ahora presta atención. Cuando uno se sienta con tranquilidad y cautela y escribe algo profundamente burgués, se halla a gusto. Pero ay si se agita y el cuerpo le tiembla un poco, porque las puntas se le clavan indefectiblemente en las rodillas, y cómo duelen. Podría enseñarte los moratones”.
La vida de Kafka se puede seguir casi al minuto. Comenta películas con las camareras, trabaja en las tareas del campo durante sus vacaciones, va al teatro, escribe prolijos y detallados argumentarios a sus jefes para justificar sus peticiones de aumentos de sueldo, se queja de sus problemas de estómago y de su dieta…, pero sobre todo lee y escribe, y se autoanaliza con saña.
Dice que ha leído pocos libros de Freud —“Es tan grande como vacuo”— y muchos de sus seguidores; confiesa que se derrumba ante las opacidades, que carece de total talento organizativo, que no es de esos hombres que llevan las cosas a cabo a cualquier precio o que “no estoy ya en este mundo, sino dando vueltas y vueltas en el vestíbulo del infierno”, pues “la conciencia de culpa no supone para mí una ayuda, una solución; no, solo tengo conciencia de culpa porque es la forma más bella de arrepentimiento”.
Kafka frecuenta prostitutas, algunas muy viejas, o filtrea con
muchachas:
“Una”, dice a Max Brod, “se llama Agathe; la otra, Hedwig. Agathe es muy fea y Hedwig también. H. es bajita y gorda, sus mejillas son coloradas sin límites ni interrupción, sus grandes dientes incisivos superiores no permiten que su boca se cierre ni que la mandíbula inferior sea pequeña; es muy miope, y no solo para provocar el bonito gesto con el que se pone los quevedos sobre la nariz; esta noche soñé con sus piernas gruesas y cortas; por tales vericuetos reconozco la belleza de una muchacha y me enamoro”. Aún así, le escribe:
“Qué poco sirve el encuentro epistolar; es como si dos personas separadas por un lago chapotearan en las orillas.
Por las muchas pendientes de las letras se ha deslizado la pluma y esto se ha acabado, hace frío y yo he de irme a mi cama vacía”.
En el prólogo, Jordi Llovet dedica especial atención a las relaciones sentimentales de Kafka (quien escribió “El coito, castigo de la dicha de estar juntos”), en especial con Felice Bauer.
Se conocieron en Praga, en casa de los padres de su amigo Max Brod, el 13 de agosto de 1912.
No se volvieron a ver hasta siete meses después.
A partir del 20 de septiembre, Kafka le envió un diluvio de cartas, más para sí mismo que para seducirla, según Llovet, quien reconstruye la vida sexual de Kafka, enlazada con el dictado censor de su padre y su reflejo en las obras que escribió en la época y que tendría una clave esclarecedora en el fundamental cuento Ante la ley (de 1919).
Kafka se somete a la tortura de no poder vivir ni con ella ni sin ella. y le pide en matrimonio como si pedirlo fuera “un acto criminal”. “Yo”, escribe en 1913 al padre de Felice, “he cegado a su hija con mi escritura”.
Y le transmite un autorretrato desconsolador: “Sea como fuere, tenga usted en cuenta lo siguiente, que es lo esencial: todo mi ser se centra en la literatura, y hasta los 30 años he mantenido ese rumbo a rajatabla; si alguna vez lo abandono, dejaré de vivir.
De ello deriva todo cuanto soy y cuanto soy y no soy.
Soy taciturno, insociable, malhumorado, egoísta, hipocondríaco y realmente enfermizo.
¿Cómo ha de vivir su hija con un hombre así, que ha dejado toda distracción a fin de conservar las energías justas para dedicarse en exclusiva a la literatura?”.
Y, sin embargo, el aprendiz de escritor que creía que “estamos perdidos como niños en el bosque” y que era bueno que alguien trepara a la Luna para que sus movimientos, palabras y deseos no resultaran del todo cómicos y absurdos, siempre y cuando, eso sí, “no se oigan las risas de la Luna en los observatorios”, había desplegado ya a los 19 años, ante su amigo Oskar Pollak, la valerosa apuesta que iba a cambiar la literatura del siglo XX:
“Es bueno”, escribió, “que la conciencia reciba amplias heridas, puesto que así se vuelve más sensible a cada mordedura.
A mi juicio, solo deberíamos leer libros que nos muerden y nos pican.
Si el libro que estamos leyendo no nos despierta de un puñetazo en la crisma, ¿para qué lo leemos?
¿Para que nos haga felices, como tú escribes? Dios mío, también podríamos ser felices sin tener libros y, dado el caso, hasta podríamos escribir nosotros mismos los libros que nos hicieran felices.
Sin embargo, necesitamos libros que surtan sobre nosotros el efecto de una desgracia muy dolorosa, como la muerte de alguien al que queríamos más que a nosotros, como un destierro en bosques alejados de todo ser humano, como un suicidio; un libro ha de ser un hacha para clavarla en el mar congelado que hay dentro de nosotros. Eso creo yo”.
Las citadas son palabras contenidas en el primer tomo de la edición crítica del epistolario completo de Kafka (Praga, 1883 - Kierling, 1924), reunido y anotado por Hans-Gerd Koch, en traducción de Adan Kovacsics, y que Jordi Llovet e Ignacio Echevarría publican en Galaxia Gutenberg.
El volumen, de 1.257 páginas, cubre los años 1900-1914, como cierre de la obra íntegra del autor checo, a falta del segundo tomo, que incluirá ya el estallido de la Primera Guerra Mundial y la publicación, en 1915, de Die Verwandlungd, traducida aquí correctamente como La transformación y no como la equívoca La metamorfosis.
Los editores españoles pretendían publicar la correspondencia completa sin dilaciones, pero la editorial alemana se resiste a culminar el tomo de los años finales.
Fischer Verlag, tras quince años de búsqueda infructuosa, aún mantiene la esperanza de encontrar en algún recóndito archivo uno los grandes tesoros de Kafka que quedan aún por sacar a la luz: las cartas perdidas al último amor del escritor, Dora Diamant, que fueron requisadas por la Gestapo.
Franz Kafka. Cartas 1900-1914 contiene 778 misivas, de las que 573 eran conocidas por el lector de lengua española (en trabajos anteriores a la edición crítica alemana), y 145 son inéditas.
Entre las ya publicadas del citado período figuran las quinientas a la primera novia del autor, Felice Bauer, y las escritas a Grete Bloch (amiga de Felice) y a los editores Max Brod, Ernst Rowolth y Kurt Wolff.
La escrupulosidad de los editores les ha llevado a incluir los detalles conocidos de 60 cartas perdidas, postales, telegramas, dedicatorias, tarjetas de presentación o las comunicaciones de carácter oficial, comercial o profesional (como las solicitudes o instancias dirigidas a instituciones tales como la Dirección de Policía o la misma compañía de seguros para la que trabajaba para solicitar permisos, ascensos o aumentos de sueldo).
El libro se completa con un amplio aparato de anotaciones críticas, una exhaustiva cronología, las cartas recibidas que se han conservado y un quién es quién de todos los corresponsales o personas citadas.
El volumen aporta importantes novedades al lector español, que no se limitan al terreno filológico.
La disposición de las cartas por cronología, y no por corresponsales, permite seguir el día a día de Kafka a la manera de una biografía epistolar, sin interferencias de intérpretes, y asistir a la evolución de su escritura, desde su relación ambivalente con Goethe (el canon literario) a su necesidad y amor por los demonios de la literatura a partir de su tormentosa relación con Felice Bauer, que le hace introducir su conexión con la vida, una escritura fluida y la perspectiva del otro, algo que está en la raíz de obras como El proceso o La condena.
También se pueden encontrar textos literarios, como la primera narración que ha llegado hasta nosotros (“La compleja historia del tímido larguirucho y del insincero de corazón”) y varios apólogos y cuentos breves, como el del hombre que no sabía reír ni bailar y que llevaba siempre una misteriosa caja cerrada que no enseñaba a nadie hasta que, a su muerte, se descubrió su contenido (“Dos dientes de leche”) o el del loco y el sabio que no sabía que era sabio:
“No se puede tomar el sol a la sombra.
No creo que yo sea culpable de tu felicidad. A lo sumo de la siguiente manera: un sabio cuya sabiduría se escondía ante él se topó con un loco y charló un ratito con él sobre asuntos en apariencia remotos.
Una vez concluida la conversación, cuando el loco se disponía a regresar a casa —vivía en un palomar—, el otro se le arroja al cuello, lo besa y exclama:
‘Gracias, gracias, gracias’. ¿Por qué? Tan grande era la locura del loco que al sabio se le hizo evidente su propia sabiduría”.
Las lecturas (autores alemanes, pero también Flaubert y biografías en las que busca cómo los grandes autores encontraron su lugar en el mundo); los anhelos literarios, su deseo de abandonar Praga, aprender castellano y marcharse a España, Sudamérica o Berlín; sus viajes y excursiones;
el aislamiento con sus padres; la asfixia que siente por su trabajo en la empresa de seguros o en la fábrica de amianto que funda con su cuñado o la eterna duda que le paraliza:
“Otras personas”, escribe a Hedwig, “solo se deciden en contadas ocasiones y disfrutan luego de su decisión en el largo intervalo hasta la siguiente.
Yo, en cambio, me decido sin cesar, tantas veces como un boxeador, con la diferencia de que luego no boxeo, claro”.
En una carta transmite a Pollak cómo el escritorio burgués de casa de sus padres en el que redacta se comporta como un animal censor: “Estaba sentado a mi hermoso escritorio.
No lo conoces. Cómo ibas a conocerlo. Resulta que es un escritorio de convicciones profundamente burguesas cuyo cometido es educar.
Tiene dos terroríficas puntas de madera allí donde pone las rodillas el escribiente.
Y ahora presta atención. Cuando uno se sienta con tranquilidad y cautela y escribe algo profundamente burgués, se halla a gusto. Pero ay si se agita y el cuerpo le tiembla un poco, porque las puntas se le clavan indefectiblemente en las rodillas, y cómo duelen. Podría enseñarte los moratones”.
La vida de Kafka se puede seguir casi al minuto. Comenta películas con las camareras, trabaja en las tareas del campo durante sus vacaciones, va al teatro, escribe prolijos y detallados argumentarios a sus jefes para justificar sus peticiones de aumentos de sueldo, se queja de sus problemas de estómago y de su dieta…, pero sobre todo lee y escribe, y se autoanaliza con saña.
Dice que ha leído pocos libros de Freud —“Es tan grande como vacuo”— y muchos de sus seguidores; confiesa que se derrumba ante las opacidades, que carece de total talento organizativo, que no es de esos hombres que llevan las cosas a cabo a cualquier precio o que “no estoy ya en este mundo, sino dando vueltas y vueltas en el vestíbulo del infierno”, pues “la conciencia de culpa no supone para mí una ayuda, una solución; no, solo tengo conciencia de culpa porque es la forma más bella de arrepentimiento”.
“Una”, dice a Max Brod, “se llama Agathe; la otra, Hedwig. Agathe es muy fea y Hedwig también. H. es bajita y gorda, sus mejillas son coloradas sin límites ni interrupción, sus grandes dientes incisivos superiores no permiten que su boca se cierre ni que la mandíbula inferior sea pequeña; es muy miope, y no solo para provocar el bonito gesto con el que se pone los quevedos sobre la nariz; esta noche soñé con sus piernas gruesas y cortas; por tales vericuetos reconozco la belleza de una muchacha y me enamoro”. Aún así, le escribe:
“Qué poco sirve el encuentro epistolar; es como si dos personas separadas por un lago chapotearan en las orillas.
Por las muchas pendientes de las letras se ha deslizado la pluma y esto se ha acabado, hace frío y yo he de irme a mi cama vacía”.
En el prólogo, Jordi Llovet dedica especial atención a las relaciones sentimentales de Kafka (quien escribió “El coito, castigo de la dicha de estar juntos”), en especial con Felice Bauer.
Se conocieron en Praga, en casa de los padres de su amigo Max Brod, el 13 de agosto de 1912.
No se volvieron a ver hasta siete meses después.
A partir del 20 de septiembre, Kafka le envió un diluvio de cartas, más para sí mismo que para seducirla, según Llovet, quien reconstruye la vida sexual de Kafka, enlazada con el dictado censor de su padre y su reflejo en las obras que escribió en la época y que tendría una clave esclarecedora en el fundamental cuento Ante la ley (de 1919).
Kafka se somete a la tortura de no poder vivir ni con ella ni sin ella. y le pide en matrimonio como si pedirlo fuera “un acto criminal”. “Yo”, escribe en 1913 al padre de Felice, “he cegado a su hija con mi escritura”.
Y le transmite un autorretrato desconsolador: “Sea como fuere, tenga usted en cuenta lo siguiente, que es lo esencial: todo mi ser se centra en la literatura, y hasta los 30 años he mantenido ese rumbo a rajatabla; si alguna vez lo abandono, dejaré de vivir.
De ello deriva todo cuanto soy y cuanto soy y no soy.
Soy taciturno, insociable, malhumorado, egoísta, hipocondríaco y realmente enfermizo.
¿Cómo ha de vivir su hija con un hombre así, que ha dejado toda distracción a fin de conservar las energías justas para dedicarse en exclusiva a la literatura?”.
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