En la Edad Media, la música era una de las artes del quadrivium, junto con la aritmética, la geometría y la astronomía; es decir, formaba parte de las ciencias.
Y todavía en el siglo XVI, un compositor llamado Zarlino dijo: “La música se ocupa de los números sonoros”.
De manera que hasta ayer mismo este arte era considerado un elemento esencial del universo, un conocimiento riguroso y prioritario para la vida.
Pero después, una sociedad cada vez más centrada en lo utilitario y lo tecnológico, que no en lo científico, ha ido desterrando la música (y todas las artes, en general) a un lugar más prescindible, más ornamental, más sucedáneo, hasta llegar a crear esa aberración llamada “música ambiental”,
una contaminación sonora que se te mete por los oídos en ascensores, salas de espera o tiendas, y que supuestamente, según diversas investigaciones, sirve para provocar determinadas respuestas psicológicas: para hacerte comprar y consumir más, pongamos, o para tranquilizarte en momentos de tensión como en el dentista, aunque un amigo, el escritor Miguel-Anxo Murado, suele decir que, cada vez que escucha esas cancioncillas alegres y tontamente ligeras que suenan en los despegues y aterrizajes de los aviones, por ejemplo, se le ponen los pelos de punta, porque son el indicativo de un peligro cierto.
Para mí la música es algo esencial, lo mismo que la lectura. No sé si podría vivir sin ambas cosas.
Sin embargo, hay individuos que, para mi absoluto pasmo e incredulidad, detestan este arte.
El más famoso es el gran escritor Vladímir Nabokov, uno de mis maestros literarios.
En su hermoso libro autobiográfico Habla, memoria declara: “La música, siento decirlo, me afecta sólo como una sucesión arbitraria de sonidos más o menos irritantes”.
Continúa despotricando durante varias frases más con su proverbial pedantería, dando a entender que es la humanidad entera la que se equivoca al empecinarse en disfrutar de ese molesto ruido. Pobre Nabokov: quizá su carácter antipático viniera de allí, de esa carencia brutal, de esa minusvalía. Cómo no amar la música, si nuestra existencia entera está ligada al ritmo primordial de las pulsaciones de la sangre.
Desde luego, no puedo escribir. La novelista Clara Sánchez me dijo que ella antes solía trabajar oyendo sus discos preferidos. “Pero dejé de hacerlo porque me di cuenta de que creía estar escribiendo páginas emocionantes y maravillosas que, cuando las releía al día siguiente sin la banda sonora, me parecían malísimas”. Qué genial y atinado comentario: la música es como una droga, nos arrebata e hipnotiza.
Nos conduce, para bien y para mal, a un estado paralelo de la realidad: es la música militar que enardece y arrastra a la muerte a generaciones de jóvenes con una sonrisa en los labios; es la música romántica que te hace creer que estás enamorado, de lo cual se pueden derivar graves consecuencias; o es la música melancólica que te impulsa a meterte debajo de la cama y a ponerte a llorar durante tres días.
Sí, la música puede manipularnos, pero también tiene el maravilloso efecto de hacernos más grandes y mejores de lo que somos.
Tenía razón Pitágoras: esos sonidos sublimes nos unen con el universo y nos rescatan de nuestra pobre individualidad.
Cuántas veces me he sentido a punto de descubrir el secreto de la vida mientras escuchaba un pasaje especialmente emotivo.
Y muchas escenas de mis novelas vienen de nudos luminosos que se me ocurrieron estando en un concierto.
La música es algo tan esencialmente humano, en fin, que posee todos los ingredientes de lo que somos: la belleza, la violencia, la serenidad, la alegría, el dolor, el sentimiento.
Nuestro último momento estará acompañado por el redoble final del corazón.