Los expertos asocian el auge de los ‘smartphones’ con más casos de ansiedad, sobre todo en jóvenes.
Vivimos en la década de los fidget spinners, de los libros de colorear para adultos y de los vídeos virales de susurros relajantes. También vivimos en la década de la gig economy, de la falta de sueño por las pantallas y del año en que el 10 % de la población mundial se enganchó a Instagram.
Son solo ejemplos, pero no casualidades: los primeros son síntomas y
los segundos, posibles causas de la epidemia de ansiedad asociada a la
revolución digital.
En este momento, los trastornos emocionales derivados del estrés, como
la ansiedad y la depresión, son los problemas de salud mental más
prevalentes del mundo.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística
(INE), juntos afectan al 14,6 % de la población adulta española, y los grandes estudios demográficos
señalan que hasta un tercio de las personas en todo el mundo sufren
algún tipo de ansiedad a lo largo de su vida.
El periodista británico
Johann Hari, autor de un libro
sobre el aumento reciente de estos trastornos, señala que no son
cambios aleatorios en la bioquímica cerebral, sino reacciones a la
desconexión social.
Menos seguridad financiera, menos fe, menos trabajos
vocacionales o menos tiempo con los amigos son todo pérdidas que han
pasado factura
.“Por un lado cada vez tenemos más estrés
y por otro lado no sabemos manejar ese estrés y las emociones que
genera”, explica el psicólogo de la Universidad Complutense de Madrid
Antonio Cano, que también es presidente de la Sociedad Española para el
Estudio de la Ansiedad y el Estrés.
Cano señala que es difícil poner
cifras concretas a la propagación de la ansiedad, ya que los estudios
epidemiológicos no se suelen repetir con la misma metodología o en la
misma población, pero asegura que los datos existentes confirman un
aumento desde hace varios años.
Según él, las reglas de la sociedad han
cambiado, de manera que ahora se generan más demandas y mayor
incertidumbre:
“Ya no se tiene un trabajo para toda la vida.
Estudiar
una carrera ya no sirve para ascender automáticamente de clase social
como ocurría en los años 60”, dice.
En una familia exigente, Luminița empezó a identificar síntomas de ansiedad,
que ella asocia con expectativas académicas, a los 16 años: náuseas,
dolor de pecho, taquicardia.
El médico de cabecera le dijo que era
demasiado joven para sentir dolor en el pecho. “Lo que te pasa es que
eres muy nerviosa”, recuerda oír aquel día en la consulta. Ahora, a
punto de cumplir 20 años, está en tratamiento por la ansiedad y
depresión que le diagnosticaron hace dos, cuando su condición era ya
incontestable. A toro pasado, Luminița cree que vivió con ansiedad desde
mucho antes de ir al médico.
“No se toman en serio
las enfermedades mentales”, denuncia. “Muchísima gente puede tener
depresión o ansiedad sin saberlo; yo estaba todo el día en alerta, pero
solo lo identifiqué cuando influía en mi estado físico”.
“Las redes sociales fomentan la neurosis”
Muchos expertos ponen la lupa en las nuevas tecnologías.
La
especialista en cambios generacionales Jean Twenge advierte que los
adolescentes, concretamente, están sufriendo de forma más acusada los
trastornos emocionales derivados del estrés, y no cree que sea
casualidad que esta es la primera generación que ha crecido con un móvil entre las manos.
Su hipótesis está edificada sobre una simple correlación —aparecen los smartphones,
empeora la salud mental de los jóvenes—, pero muchos expertos la
consideran más que convincente.
Cano también comparte esta visión, y
aporta datos y anécdotas que parecen sustentarla: “Los trastornos de
ansiedad en el 50 % de los casos ya están establecidos a la edad de 14
años.
A veces viene una persona a la clínica con fobia social o
agorafobia pero tiene 120 000 seguidores en Instagram”, cuenta.
Uno de los argumentos principales de Twenge, profesora de
psicología en la Universidad de San Diego (EE UU), es que los jóvenes se
sienten bien o mal con relación a su percepción de cómo les va a los
demás.
El problema es que las redes sociales suelen ofrecer una ventana a
los momentos más atractivos de las vidas ajenas. “Yo sé que la gente
solo comparte lo positivo, pero a veces no puedo evitar pensar cuando
veo stories de Instagram por qué a otros les va tan bien y yo estoy en la mierda”, reconoce Luminița. Quizá por eso, un estudio
científico publicado este mes demostró
que limitar el tiempo en
Facebook, Instagram y Snapchat reducía la soledad y la depresión en 143
estudiantes de grado de la Universidad de Pensilvania (EE UU).
El psicólogo clínico e investigador Scott Stanley, que
estudia relaciones románticas desde la Universidad de Denver (EE UU),
opina que además las redes sociales exacerban la ambigüedad y la
incertidumbre en las interacciones personales, algo que la ciencia
también relaciona con el deterioro de la salud mental. “Los animales, y
yo creo que esto debe de ser cierto para los humanos, se vienen abajo
cuando no pueden distinguir lo que significan los estímulos que reciben y
la importancia que tienen”, cuenta a Materia el investigador.
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