Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

18 nov 2018

Carmen Maura: talento natural, dramas personales y... Pedro Almodóvar

Carmen Maura: talento natural, dramas personales y... Pedro Almodóvar

Una separación traumática, una violación, la ruina por un hombre y las claves de su desencuentro con el director manchego forman parte del documental ‘¡Ay, Carmen! ‘

Carmen Maura en Málaga durante el estreno de la película francesa 'La Vanité' en 2015.
Carmen Maura en Málaga durante el estreno de la película francesa 'La Vanité' en 2015.

No me quedo tranquilo.................................Juan José Millás

No me quedo tranquilo
Juan José Millás
PARECEN ESPERMATOZIODES A la espera de que suene la alarma para acudir a una eyaculación. 
De forma parecida al menos los mostraba Woody Allen en Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar
 Pero no. Trabajan en un matadero de pollos en Brasil y están haciendo un alto para reponer fuerzas. 
¿Asombra o no asombra la fantasía de algunas empresas a la hora de uniformar a sus empleados? He aquí un atuendo de matar pollos que debe de ser muy funcional. 
Lo que desde luego transmite es una idea de higiene insuperable. La capacidad de organización del ser humano solo es comparable con su tendencia al caos.
 Lo que no sabríamos decir es si esta imagen representa la anarquía o el orden.
 Por un lado, parece que está todo muy controlado para que los obreros no transmitan virus alguno a las aves.
 Pero por otro da la impresión de que el modo de garantizar ese control es el producto de una mente enferma. No se me entienda mal: soy partidario de la limpieza y de la desinfección. Todo lo que sea profilaxis, signifique lo que signifique profilaxis, me parece bien. Lo que me pregunto es si no había otro modo de lograrla. También estoy de acuerdo en que los sargentos se distingan de los generales, pero yo colocaría menos chatarra en el pecho de los últimos.
 La bata de los médicos, por ejemplo, es un modelo de contención. Van aseados y pulcros sin necesidad de llenarse la bocamanga de pequeños bisturíes de acero ni filigranas de oro. Ignoro de qué nos vestimos para matar pollos en España, pero prometo investigar porque no me quedo tranquilo.

Un abrigo colgando de una percha............................Rosa Montero


Humanizamos los objetos, los dotamos de significado, los convertimos en fetiches.
 Son flotadores que impiden que las aguas del tiempo arrasen con todo.


EL OTRO DÍA conocí a una chica estupenda de veintitantos años, periodista de radio. 
Me comentó que había leído mi libro La ridícula idea de no volver a verte, que trata, entre otras cosas, del tema del duelo, y a raíz de eso, en uno de esos raros y bonitos momentos de intimidad instantánea que a veces se producen, me contó que acababa de romper con su pareja, con la que llevaba cinco años. 
Hablamos un rato sobre ello y añadió: “Creo que es más duro tener que despedirse de alguien que sigue por ahí andando que de alguien que se ha muerto”. 
Yo, que he vivido ambas situaciones, pienso que es mucho peor la muerte de alguien querido, pero entiendo que ella se encontraba aún con la herida sangrando. 
Los duelos son los duelos, son un desfiladero de dolor que no hay más remedio que atravesar, un camino que es necesario recorrer paso tras paso para llegar al otro lado. 
Y lo que sí es cierto es que, si el otro o la otra continúan en efecto en este mundo, es necesario acabar primero con toda esperanza de continuar la relación, es necesario matarlos mentalmente para poder empezar el viaje.

Se trata de un trayecto que conviene tomárselo con calma, porque la vida es una sucesión de duelos.
 Unos más grandes, otros más pequeños.
 La existencia nos va mordisqueando y hay que despedirse muchas veces.
 De amores, de amigos, de animales domésticos, de casas, trabajos, aficiones, incluso de partes o funciones de nuestro organismo, desde el pelo en los calvos hasta la salud perdida.
 Cuesta aprender a desprenderse de lo que uno fue, de lo que uno vivió; si la merma es muy grande, hay que reinventarse (yo ya voy por la cuarta o quinta vida). 
Supongo que esa tendencia a acumular que tenemos los humanos, esa manía de guardarlo todo que va atiborrando nuestras casas y que puede llegar a la extrema patología de vivir rodeado de basura, como los enfermos del síndrome de Diógenes, es un intento vano e inconsciente de detener el fluir de los años, que se lo lleva todo. Nos aferramos a los objetos mientras la existencia se nos escapa entre los dedos como si fuera agua. 
No puedo dar recetas para el duelo perfecto, no existe tal cosa. Cada cual se las arregla como puede. Por ejemplo, sé de viudos y viudas que mantienen el hogar común intacto, los objetos del muerto tal cual estaban, incluso las costumbres, el mismo lugar de vacaciones, los mismos restaurantes.
 En cambio yo, cuando murió mi pareja, Pablo Lizcano, di casi toda su ropa a sus hermanos y amigos, me mudé de casa, retapicé su sillón. 
Un frenesí. Y me da la sensación de que es algo que ni siquiera decides tú. Tu pena decide por ti y hay que seguirla.
 Tengo una pareja de amigos muy queridos, los escritores Alejandro Gándara y Nuria Labari, que además están casados.
 Y ayer Nuria me contó algo que jamás me había dicho: al parecer, en el huracán de los primeros días del duelo, yo le di a Alejandro un abrigo de Pablo. “Le queda enorme, le queda grandísimo y jamás se lo ha podido poner, pero ahí lo tenemos en el armario”.
 En los nueve años que han transcurrido desde la muerte de mi marido, Nuria y Gándara se han mudado varias veces, y en todos los cambios de casa les ha acompañado ese abrigo gigante y tan vacío colgando modosamente de su percha, memento del amigo y tibio hueco. 
“En el último traslado mi madre me dijo: ‘¿No deberíais desprenderos de él de una vez?’, pero nosotros lo seguimos guardando”. 
 Sí, así somos las personas, ya lo he dicho antes: humanizamos los objetos, los dotamos de significado, los convertimos en fetiches. Son pequeños flotadores que impiden que las aguas del tiempo arrasen con todo.
Me enterneció y divirtió mucho la anécdota del abrigo.
 Sólo imaginarlo allí, en la casa de mis amigos, abultando en la penumbra de los armarios como un invitado algo fastidioso pero al que se quiere tanto que se le perdonan las molestias, es algo que me dibuja una sonrisa en la cara. 
Y aún más: reímos Nuria y yo a mandíbula batiente mientras me lo contaba. O sea, reímos aunque la historia del abrigo es en realidad la historia de una ausencia.
 Esto es lo que me gustaría decirle a mi reciente amiga, la periodista de radio: la alegría es tenaz. Hay vida al otro lado del desfiladero.
Tengo una pareja de amigos muy queridos, los escritores Alejandro Gándara y Nuria Labari, que además están casados. Y ayer Nuria me contó algo que jamás me había dicho: al parecer, en el huracán de los primeros días del duelo, yo le di a Alejandro un abrigo de Pablo. “Le queda enorme, le queda grandísimo y jamás se lo ha podido poner, pero ahí lo tenemos en el armario”.
 

Cuándo conviene marcharse..................................Javier Marías

Tal vez lo peor de morirse es no enterarse de cómo continúa la historia, como si al nacer se nos entregara una novela inacabada.

Cuándo conviene marcharse


ENTRE SUS MUCHOS VIAJES y mis largas ausencias, hace tiempo que no veo a Pérez-Reverte, así que a finales de octubre hablamos por teléfono un poco con nuestros respectivos “pre-móviles”, dos antiguallas que no hacen fotos ni graban ni tienen Internet ni nada. 
El suyo es muy turbio, nos oíamos fatal y no nos dio tiempo más que a cruzar unas frases.
 Eran las fechas en que se iba a consumar la entronización de un tercer Trump en el mundo, un cabestro brasileño llamado Bolsonaro (el segundo ha sido Salvini en Italia, aunque hay que reconocer que de allí salió en realidad el ídolo y modelo de Trump, Berlusconi, que hoy, por comparación con sus émulos, parece un tipo sutil y respetuoso).
 En fin, en vista de la deriva actual, Arturo me dijo: “Esto no hay quien lo aguante. Es hora de irse”, a lo que yo le contesté: “¿Adónde? Ya no hay a donde ir. 
Los que padecimos el franquismo teníamos muchas opciones, si las cosas se ponían muy crudas y debíamos imitar un día a los de generaciones anteriores: Francia, Inglaterra, Italia, México… Mira cómo están ahora esos países”.
 Y él me corrigió: “No, me refería a morirse. A gente como nosotros nos va tocando salir, sin ver más deterioro”.
 Mi reacción fue espontánea y algo cómica, supongo: “No, no lo veo conveniente ahora. 
Nos despediríamos con la sensación de dejarlo todo manga por hombro, hecho un desastre.
 No que nuestra presencia pueda mejorar nada, pero es triste dejar un mundo más desagradable e idiota del que nos encontramos, y eso que nacimos bajo una dictadura odiosa. 
 Pero la gente normal era menos estúpida y más cordial y educada”. No sé si se cortó la comunicación o si aplazamos el pequeño debate sobre cuándo nos convenía largarnos. 
Yo, después, le di vueltas por mi cuenta, y, claro está, hablo sólo por mí (lo mismo, cuando se publique esto, Pérez-Reverte se ha perdido en el mar con su barco, y siempre me quedaría la duda de si lo habría hecho a propósito; no lo creo, pero toco madera por si acaso).  

Mi argumento esbozado era este: es molesto abandonar el mundo cuando lo vemos convulso, irracional e idiotizado; hay que esperar a que se enderece un poco (siempre según nuestro subjetivo criterio), a que vuelvan el sentido del humor, la racionalidad y la tolerancia, a que la gente no esté tan enajenada como para votar a brutos ineptos que irán en contra de sus propios votantes suicidas. Hay que esperar a que las masas no sean tan manipulables ni se dejen engañar por autoritarios sin escrúpulos como Orbán, Erdogan, Putin, Maduro, Ortega, Le Pen, Duterte, Al Sisi, Salvini, Puigdemont, Torra.
 Ahora bien, pongamos que de aquí a un tiempo los ánimos se serenan y la perspicacia aumenta, la verdad vuelve a contar y la gente se hace menos fanática, fantasiosa y tribal de lo que lo es hoy en día.
 Que el mundo recobra cierta compostura, por decirlo anticuadamente. 
Al fin y al cabo, la historia se ha regido siempre por ciclos. ¿Convendría entonces marcharse? ¿Lo haríamos con más tranquilidad, con la sensación de que la casa está en orden? Quizá nos parecería también mal momento: ahora que estamos mejor, qué lástima no aprovechar este tiempo, no disfrutarlo.
Los vivos nos decimos a veces, al pensar en seres queridos que ya murieron: “Menos mal que se ahorraron esto, que no lo vieron. Es un consuelo que a este hecho luctuoso no asistieran, o a esta situación tan grave, o a los errores y tropelías de sus próximos”. Pero también nos decimos:
 “Qué pena que no vieran nacer o crecer a este niño, les habría alegrado la vida; o que no presenciaran el éxito de su mujer o su marido o sus hijos, y tuvieran la incertidumbre eterna de qué iba a ser de ellos”. 
Y en todo caso los consideramos ingenuos, porque no alcanzaron a saber lo que sí hemos sabido los supervivientes.
 Esto es, porque inevitablemente creyeron que el mundo se quedaría fijo en el que abandonaron, y eso nunca sucede. 
Tal vez lo peor de morirse es no enterarse de cómo continúa la historia, como si al nacer se nos entregara una novela inacabada.
 La novela de la vida prosigue siempre, por lo que estamos condenados a ignorar cómo termina. 
Hay quienes piensan que termina con nuestro término, distinto para cada individuo. 
 Nos consta que no es así, sin embargo.
 Que todo sigue, sólo que sin nosotros, y que nuestro final no significa el de nada ni el de nadie más. 
Me pregunto si la única manera de ver “conveniente” la propia despedida, o de estar conforme, es llegar al máximo desinterés, o al máximo desagrado, o hastío, por el mundo en que vivimos. 
Acaso es lo que expresó Pérez-Reverte en nuestra entrecortada charla: “Esto está inaguantable. Mejor llevarse un buen recuerdo; o, si no bueno, aceptable.
 Puesto que hemos visto mejores tiempos, no da tanta pena desertar de uno imbecilizado y despreciable”.
 Y no obstante, como he contado otras veces, a mí me aqueja la dolencia de los fantasmas (de los literarios, esa gran y fecunda estirpe): son seres que se resisten a perderlo todo de vista; que no sólo se preocupan por quienes dejaron atrás y su suerte, sino que tratan de influir desde su bruma, de favorecer a sus amigos y perjudicar a sus enemigos; o a los que, según su opinión que ya no cuenta, hacen más llevadero el mundo o lo envilecen.