La disfagia consiste en tener dolor o dificultades graves al tragar. El
sufrimiento que causa podría ser aliviado si la sociedad le prestara la
atención suficiente.
YA LO DIJO León Tolstói en el celebérrimo comienzo de su novela Anna Karenina: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia
infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Muy cierto;
la dicha es un estallido de plenitud y de armonía bastante semejante
para todos. Pero la pena es tremendamente creativa y puede devorarte de
distintas maneras. La desgracia tiene muchas formas y a menudo dependen
del contexto. Quiero decir que hay algunas tragedias que una mayor
sensibilidad social podría corregir o paliar. Como, por ejemplo, el
terrible dolor psíquico, que se incrementa con el rechazo a quienes
sufren dolencias mentales. O las enfermedades raras que no consiguen
fondos suficientes para que se investigue su curación (por cierto:
conmovedor el libro Mi hijo, mi maestro, de Isabel Gemio, madre de un niño que padece la cruel distrofia muscular).
O personas en riesgo de exclusión que además son despreciadas y
ninguneadas por su entorno, como la gente sin techo, las prostitutas o
los ciudadanos con escasos recursos, víctimas de ese nuevo fenómeno del
odio a los pobres, la aporofobia, que ha definido lúcidamente la
filósofa Adela Cortina. Todas estas reflexiones vienen al hilo de un problema del que me ha
informado la presidenta de la Sociedad Médica Española de Foniatría,
María Bielsa Corrochano. Se trata de una tragedia muy común, de un
terrible sufrimiento que podría ser aliviado de forma sustancial si la
sociedad le prestara la atención suficiente. Me refiero a la disfagia,
que consiste en tener dolor o dificultades graves al tragar que provocan
el rechazo a comer y otras complicaciones como atragantamientos, tos,
neumonías o desnutriciones que llegan a causar la muerte. Los tumores de
cabeza y cuello tienen una supervivencia muy alta, más del 75%, pero en
muchos de ellos (entre el 38% y el 50%) la quimio y la radio provocan
disfagia. Tener que alimentarte con exasperante lentitud por medio de
una asquerosa papilla marrón se convierte en una tortura; aísla a los
enfermos, que no salen de casa y terminan renegando de su supervivencia. Y no son sólo los pacientes oncológicos quienes sufren este mal:
también puede aparecer tras un ictus (del 37% al 78%), con el párkinson y
el alzhéimer (hasta un 85% en fases avanzadas) y, por añadidura, en la
vejez: en ancianos institucionalizados, más del 50%.
Pues bien, pese a esta prevalencia y este martirio, dice la doctora
Bielsa, “la disfagia está infradiagnosticada y poco reconocida por la
sociedad y por los responsables de la sanidad, ya que se considera un
síntoma y no una entidad en sí misma. En pocos hospitales hay un
protocolo para prevenir disfagia en pacientes vulnerables,
ni siquiera en consultas de neurología, y menos, por supuesto, en
residencias de ancianos”. El horror, en fin. Y un horror, además,
estúpidamente innecesario, porque hay formas fáciles y baratas de
mejorar su calidad de vida. En el congreso se presentó el libro de recetas ¿Y qué como?,
publicado por la Asociación Española de Pacientes de Cáncer de Cabeza y
Cuello, y se hicieron talleres de cocina con el chef talaverano Carlos
Maldonado para crear menús atractivos y seguros que los pacientes puedan
comer en un restaurante, igual que un celiaco o un vegetariano.
Es un tema terrible, lo sé, y un problema cruel del que yo no era
consciente, pese a su notable incidencia. Al final, lo más importante es
el conocimiento: “Hay que sensibilizar a los pacientes y a las familias
para que reconozcan los síntomas y al personal sanitario para que lo
prevenga y atienda adecuadamente”. Hay desgracias así, capciosas y
escondidas. Qué maravilla que existan estos médicos de la Sociedad de
Foniatría, que no se resignan a la invisibilidad y nos abren los ojos.
Ayer sábado acabó en Talavera de la Reina el XXIV Congreso Nacional de la Sociedad Médica Española de Foniatría,
que ha estado centrado, precisamente, en la disfagia y sus posibles
alivios. “La cocina está de moda y existen numerosos productos,
espesantes, gelatinas, espumas, aires, que permiten tragar sin riesgo”,
explica Bielsa Corrochano: “Además, la comida puede ser atractiva en
olor, sabor y presentación sabiendo cómo elaborarla”.
No sólo se exige que las naciones “pidan perdón” por atrocidades
cometidas en otros siglos; casi todo el mundo es hoy culpable por su
raza, sexo o religión. POR EDAD Y POR PAÍS, fui educado en el catolicismo, y uno de mis
primeros recelos, siendo aún niño, me lo trajo el disparatado e injusto
concepto de “pecado original”, por el que todo recién nacido debía
purificarse mediante el bautismo. Si no me equivoco, las consecuencias
de no recibirlo no eran baladíes. Al niño “manchado”, si moría, le
estaba vedado el cielo, y en el mejor de los casos acabaría en el limbo,
lugar que siempre me pareció ameno y que no sé por qué decidió abolir un Papa contemporáneo. Por supuesto los “infieles” y paganos, por su falta de bautismo,
tampoco podían acceder al paraíso. Así que ese “pecado original” era
grave, y se cargaba con él por el mero hecho de haber nacido. Como ya
casi nadie sabe nada, convendrá aclarar en qué consistía: era el de
nuestros primeros padres según la Biblia, Adán y Eva, que
desobedecieron (la serpiente, la manzana, el mordisco, confío en que
eso aún se conozca popularmente, aunque la ignorancia crece sin freno en
nuestros tiempos). Me parecía una locura digna de miserables decidir que una criatura
apenas viva, que no había podido hacer mal a nadie —ni siquiera de
pensamiento—, estuviera ya contaminada por pertenecer a una especie cuyos antepasados más remotos habían “pecado” a los ojos de un Dios severo. Hoy la gente sigue bautizando a sus vástagos, pero la mayoría no
tiene ni idea de por qué lo hace ni le da la menor importancia: en las
crónicas sociales y en las televisiones el bautismo es siempre llamado
“bautizo”, es decir, la celebración ha sustituido al sacramento, que de
hecho está olvidado por absurdo y anacrónico. Y sin embargo,
paradójicamente, el mundo entero —más o menos laico o agnóstico— ha
abrazado ese dogma cristiano con un fervor incomprensible y funestos
resultados. Se buscan y señalan sin cesar culpables que no han hecho
nada personalmente, contraviniendo la creencia, más justa y más
democrática, de que uno sólo es responsable de sus propios actos.
Ha habido bastantes años durante los que a nadie se le ocurría acusar a Pradera o a Sánchez Ferlosio,
por poner ejemplos cercanos, de ser, respectivamente, nieto de un
notorio carlista e hijo de un falangista conspicuo. Estábamos todos de
acuerdo en que los crímenes o lacras de los bisabuelos no nos atañían ni
condenaban, y en que sólo respondíamos de nuestras trayectorias. Escribí un artículo parecido a este hace más de veinte años (“Vengan agravios”),
y lo que rebatía entonces no ha hecho más que incrementarse y
magnificarse. No es ya que se exija continuamente que naciones e
instituciones “pidan perdón” por las atrocidades cometidas por
compatriotas de otros siglos o por antediluvianos miembros con los que
nada tienen que ver los actuales, sino que hemos entrado en una época en
la que casi todo el mundo es culpable por su raza, su sexo, su clase
social, su nacionalidad o su religión, es decir, justamente por los
factores por los que nadie debe ser discriminado, según las
constituciones más progresistas. La noción de “pecado original”, lejos
de abandonarse, se ha enseñoreado de las conciencias. Si usted es blanco, ya nace con un buen pecado; si además es varón,
lleva dos a la espalda; si europeo, y por tanto de un país que en algún
momento de su historia fue colonialista, apúntese tres; si nace en el
seno de una familia burguesa, será culpable de explotaciones pretéritas;
si encima lo inscriben en una religión monoteísta (todas violentas y
opresoras), usted está todavía en la cuna, acostumbrándose al planeta al
que lo han arrojado, y la culpa ya se le ha quintuplicado. Claro que,
si es chino, cargará con las matanzas de tibetanos hacia 1950, por no
remontarse más lejos. Si japonés, habrá de pedir perdón precisamente a
los chinos, por las barbaridades de sus soldados en la Segunda Guerra
Mundial. Si su ascendencia es criolla, le aguarda más arrepentimiento
que a cualquier conquistador de América. Y si es musulmán, no olvidemos
que la yihad bélica se inició en el siglo VII, con carnicerías y
sojuzgamientos. No creo, en suma, que nadie se libre de las tropelías
de sus ancestros, sobre todo si las responsabilidades se extienden hasta
el comienzo de los tiempos. Pocos pueblos no han invadido, asesinado,
conquistado y esclavizado.
(Por otra parte, pedir perdón por lo que otros hicieron resulta tan arrogante y pretencioso como atribuirse sus hazañas y méritos, cuando los hubo.) De manera que en el soliviantado mundo actual la gente se pasa la
vida acusando al individuo más justo, apacible y benéfico de pertenecer a
una raza, un sexo, un país, una religión o una clase social
determinados y con mala fama. El triunfo del “pecado original” es tan
mayúsculo, en contra de lo razonable, que hoy no es raro oír o leer: “Ante tal o cual situación, se nos debería caer a todos la cara de
vergüenza”. Cada vez que me encuentro esta fórmula, me dan ganas de
espetarle al imbécil virtuoso que nos quiere incluir en su saco: “A mí
déjeme en paz y no me culpe de lo que no he hecho ni propiciado. Hable
usted por sí mismo, y haga el favor de no mezclarme en sus ridículas
vergüenzas hereditarias”.
Ed Gein,
el estadounidense que inspiró las películas 'Psicosis', 'El silencio de
los corderos' y 'La matanza de Texas', profanó multitud de tumbas.
Se le
atribuye una decena de asesinatos.
[* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 26 de febrero de 2006]
No es raro que los libros, artículos, páginas web o documentales
dedicados a Ed Gein adviertan que sus contenidos "pueden herir la
sensibilidad del público". Valga, pues, el aviso.
Hoy está tan olvidado que muchos creen no conocerlo. Y, sin embargo,
se estremecen en la ducha al evocar la secuencia del apuñalamiento de
Janet Leigh en Psicosis. O el petardeo de la motosierra en La matanza de Texas, y el gancho que utiliza Leatherface para colgar a sus víctimas . O El silencio de los corderos y el disfraz de pieles humanas de Buffalo Bill, así llamado por la inveterada costumbre de desollar a sus secuestradas. Y si no, que se lo digan al sheriff de Plainfield, tras entrar en la
granja de Ed al anochecer del 16 de noviembre de 1957, mientras
investigaba la desaparición de una vecina. El espectáculo que se
encontró fue tan terrorífico que algunos atribuyeron su muerte al cabo
del tiempo a la angustia que le provocó recordar los detalles para el
juicio. La casa se hallaba a oscuras, sin luz eléctrica. El sheriff sintió
que algo le rozaba el hombro. Y al volverse y enfocar con su linterna se
topó con los despojos de un cuerpo sujeto a un gancho. Había sido
desollado y eviscerado de tal modo que al principio pensó en un reno,
caza habitual de la región. Un examen más detenido le reveló que se
trataba de los restos de una mujer colgada cabeza abajo. Las piernas
estaban separadas formando una gran uve, de cuyo vértice arrancaba un
profundo tajo, prolongando la hendidura vaginal hasta el cuello. Ahí
terminaba, porque había sido decapitada. También le faltaban los
genitales y el ano.
¿Cómo era posible que todo eso se hubiera llevado a cabo sin que
nadie se apercibiese de semejantes atrocidades? ¿Cómo podía haberlo
hecho por sí solo aquel hombrecillo taciturno, de gélidos ojos azules? Estaba considerado el tonto del pueblo, alguien tan inofensivo que no le
invitaban a cazar porque decía no soportar la sangre.
Las respuestas empezaron a aflorar al reconstruir la vida de Edward
Theodore Gein, iniciada hace ahora un siglo con su nacimiento en La
Crosse. Allí vino al mundo en 1906, en esta ciudad a orillas del alto
Misisipi, en el Estado de Wisconsin, junto a la linde con el de
Minnesota. Sus padres, George y Augusta, ya habían tenido otro hijo
siete años antes, al que llamaron Henry.
Los dos progenitores no se llevaban bien. George era un hombre de
carácter débil, bastante desastrado y alcohólico. Pero allí estaba
Augusta para compensar sus dejaciones. Ella llevaba con mano férrea la
tienda de comestibles familiar, y también fue quien en 1914 decidió que
debían trasladarse al no muy lejano Plainfield, una tranquila localidad
de 652 habitantes.
La policía tuvo que emplear esa noche y buena parte del día siguiente
para hacerse cargo del alcance de lo perpetrado por Ed Gein. No
tardaron en descubrir numerosos restos humanos: cuatro narices en una
caja; nueve vulvas saladas y pintadas de color plateado; un cuenco para
sopa hecho con la mitad invertida de un cráneo; nueve máscaras
construidas con rostros de mujer; otras tantas cabezas sujetas a la
pared como trofeos de caza; piel de diversas partes del cuerpo usada
para confeccionar brazaletes, monederos, vainas de cuchillo, polainas,
papeleras, pantallas de lámparas y asientos; cuatro calaveras que
adornaban los remates de la cama; un corazón en una sartén; docenas de
órganos en la nevera; un collar hecho con labios; un cinturón de
pezones; un chaleco tapizado de vaginas y pechos; un vestido completo
elaborado con piel femenina .
En tal caso, conocen muy bien a Ed Gein. Solo que no lo saben. Porque esas tres películas —que marcan otros tantos hitos en el thriller de los sesenta, setenta y noventa— están basadas en él. Además de las dos secuelas de Psicosis y El silencio de los corderos, las cuatro de La matanza de Texas,
varias réplicas, caterva de imitaciones, una copiosa discografía y
bibliografía, algún cómic de estilo manga u obras de teatro que cuentan
con pelos y señales las fechorías del Carnicero de Plainfield, el más extraño y creativo psicópata del siglo XX. ¿Cómo era posible que todo eso se hubiera llevado a cabo sin que
nadie se apercibiese de semejantes atrocidades? ¿Cómo podía haberlo
hecho por sí solo aquel hombrecillo taciturno, de gélidos ojos azules? Estaba considerado el tonto del pueblo, alguien tan inofensivo que no le
invitaban a cazar porque decía no soportar la sangre. Las respuestas empezaron a aflorar al reconstruir la vida de Edward
Theodore Gein, iniciada hace ahora un siglo con su nacimiento en La
Crosse. Allí vino al mundo en 1906, en esta ciudad a orillas del alto
Misisipi, en el Estado de Wisconsin, junto a la linde con el de
Minnesota. Sus padres, George y Augusta, ya habían tenido otro hijo
siete años antes, al que llamaron Henry.
Los dos progenitores no se llevaban bien. George era un hombre de
carácter débil, bastante desastrado y alcohólico. Pero allí estaba
Augusta para compensar sus dejaciones. Ella llevaba con mano férrea la
tienda de comestibles familiar, y también fue quien en 1914 decidió que
debían trasladarse al no muy lejano Plainfield, una tranquila localidad
de 652 habitantes. Augusta despreciaba a su marido. Debido a sus convicciones
religiosas, no se planteaba el divorcio. Se conformaba con rezar para
que George muriera, y obligaba a sus hijos a acompañarla en tan piadosos
propósitos. El caso es que, surtieran efecto o no estas plegarias, el
padre falleció en 1940 de un infarto.
El hermano mayor, Henry, no tardó en seguirle. Ed admiraba el
carácter fuerte de este último, pero habían tenido duros
enfrentamientos, porque el primogénito no aprobaba la relación íntima
entre su hermano pequeño y la madre, reprochándoselo a ambos. Henry
murió en 1944 mientras intentaba apagar un fuego que se aproximaba a la
granja. La policía advirtió que su cadáver se hallaba en un terreno no
calcinado, con golpes en la parte posterior de la cabeza. Sin embargo,
en ningún momento se les ocurrió que alguien tan tímido como Ed hubiera
matado a nadie, y menos a un hermano al que parecía querer.
El mismo año en que terminaba la Segunda Guerra Mundial, 1945, la
salud de Augusta empeoró debido al cáncer. No podía moverse, y cuando
quería mostrarse cariñosa con su hijo le dejaba dormir en su cama. Estaban tan unidos que cuando ella murió, Ed decidió mantener intactas
sus habitaciones. Él se recluyó en la cocina y una sala contigua. No
necesitaba trabajar, un programa del Gobierno subvencionaba la
preservación de sus tierras en barbecho.
Así, a los 39 años, sin haber tenido contacto físico con otra mujer
que no fuera Augusta, Ed Gein quedó solo, aislado en un mundo que apenas
alcanzaba a comprender. Y fue deslizándose hacia la psicosis,
internándose en sus cenagosos fantasmas, dando rienda suelta a sus
quimeras. Sobre todo las relacionadas con el cuerpo femenino, un
completo misterio por el que sentía la misma curiosidad que un niño. Empezó a atiborrarse de libros de anatomía humana, historias sobre
los experimentos realizados en los campos de exterminio nazis, las
salvajadas de las campañas bélicas del Pacífico, revistas pornográficas y
operaciones de cambio de sexo. Todo alimentaba aquella olla a presión.
Como no tenía acceso a mujeres de carne y hueso, decidió
desenterrarlas del cementerio. Un día leyó en el periódico local un
suelto sobre una vecina recién inhumada, y pensó que había llegado el
momento de pasar a la acción. Para ello pidió ayuda a un viejo amigo,
Gus, otro lobo solitario, todavía más zumbado que él. Tras esa profanación vinieron otras, a lo largo de los siguientes
diez años, más o menos con la misma rutina. Se llevaba el cadáver entero
o las partes que le interesaban y, una vez en la granja, utilizaba los
huesos y la piel para su peculiar artesanía, guardando la carne y los
órganos internos en la nevera. Según todos los indicios, para devorarlos
más tarde, aunque él siempre negó el canibalismo y la necrofilia.
Solía elegir mujeres mayores que le recordaban a su madre. Pero quizá
entre los cadáveres femeninos que Ed deseaba exhumar se encontrase el
suyo propio . Porque detrás de ese obsesivo interés por la anatomía del
sexo opuesto se hallaba el deseo de transformarse él mismo en mujer, en
su madre. De los cuerpos desenterrados le atraían los órganos que no
poseía. Los cortaba y se los ponía, vistiéndose enteramente con piel
femenina. También consideró la posibilidad de someterse a una operación
de cambio de sexo, y la desechó por resultar muy cara.
En paralelo, a partir de 1947, habían empezado las desapariciones en
los alrededores de Plainfield, aunque a nadie se le ocurrió
relacionarlas con Gein. Y mientras crecía su colección de trofeos, los
experimentos de Ed se volvieron cada vez más osados e imprevisibles. Su
amigo Gus fue internado en un manicomio a principios de los años
cincuenta. Y de nuevo Gein quedó solo. Fue entonces cuando se atrevió a
dar el siguiente paso: proveerse de cuerpos vivos.
Su primera víctima fue una divorciada de 51 años, Mary Hogan, a la
que mató en 1954 disparándole con su revólver. La policía no consiguió
resolver el caso, y en los tres años siguientes quizá hubiera otras
víctimas suyas. No obstante, nada pudo demostrarse hasta la mañana del
sábado 16 de noviembre de 1957, el día en que se levantaba la veda.
Tomándoselo al pie de la letra, Ed cogió su viejo rifle del 22 y mató a
Bernice Worden, la dueña de la ferretería, de 58 años. Después cerró la
tienda, metió el cuerpo en su camioneta Ford y se la llevó a la granja,
igual que había hecho con su anterior víctima. Pero esta vez el nombre de Gein figuraba en el libro de registro,
porque había encargado medio galón de anticongelante. Y el hijo de
Bernice Worden era ayudante del sheriff. Así fue como éste se decidió a
visitarle en su granja, encontrándose con el espectáculo que conmocionó
al pueblo. Solo se le pudieron probar estos dos asesinatos. Algunos le
atribuirían hasta 10. Con todo, no fue el número, sino el método, lo que
causó tanto horror como fascinación. Especialmente cuando las revistas Time y Life le dedicaron sus portadas en los números de diciembre de 1957, convirtiendo a Gein en una celebridad.
Después del aluvión de periodistas, cientos de curiosos se dejaron
caer por Plainfield. La sociedad que se hizo cargo de la "granja del
asesino" empezó a cobrar 50 centavos por visitarla, y corrió el rumor de
que la iban a convertir en una atracción para turistas. En marzo de
1958, se declaró un incendio, claramente intencionado. Muchos objetos de
Ed sobrevivieron y fueron subastados. Entre ellos su camioneta Ford,
comprada por un chamarilero, que decidió exhibirla en los circuitos de
feria. Miles de personas pagaron 25 centavos por ver y tocar el coche en
el que había transportado a sus víctimas.
Gein podía ser un loco, pero estaba muy bien acompañado en sus
obsesiones. Durante bastante tiempo fueron habituales las bromas
macabras, popularmente conocidas como Geiners, en honor suyo. No era
raro que se amenazase a los niños con llamarle si se portaban mal, como
en otros sitios se recurre al sacamantecas.
Al cabo de 10 años fue juzgado y hallado culpable. Dado su estado
mental, se le ingresó en un sanatorio, donde transcurrieron
apaciblemente sus últimos años, mientras se rodaban películas y se
publicaban libros de gran éxito, inspirados en su vida y milagros. Fue
un paciente modélico, hasta que murió de cáncer en 1984, a la edad de 78
años. Lo enterraron junto a su madre en el cementerio de Plainfield que
había profanado tantas veces. Su propia tumba tampoco quedó a salvo. En
junio de 2000 fueron robadas distintas partes de ella, con toda
probabilidad para venderlas en Internet, donde se ofrecían objetos
relacionados con él. Un año más tarde, su lápida fue recuperada en
Seattle. El primero en inspirarse en su caso fue el novelista Robert Bloch,
nacido en el vecino Chicago, pero crecido en Milkwaukee, Winsconsin. En
1959 introdujo el personaje de Norman Bates en su novela Psycho,
que al año siguiente llevó al cine Alfred Hitchcock. Quizá no por
casualidad, porque el famoso cineasta británico había recopilado y
montado las imágenes filmadas por los aliados en los campos de
concentración nazis. Su película Psicosis añadió a los
instrumentos usados por Gein dispositivos fílmicos no menos afilados: un
montaje que trocea las imágenes como el asesino a sus víctimas; unos
planos secuencia que serpentean por escaleras y pasillos hasta
estrangular los resuellos del espectador; una música en blanco y negro
con staccatos que resuenan como estacazos. Y con él se abrió paso hasta las pantallas el moderno psicópata en
serie. No es que no existieran otros antes de él. Pero a mediados del
siglo XX resultaban fáciles de desactivar. Hacía falta alguien que los
pusiera al día, a la altura de un público endurecido por los horrores
transcurridos de Auschwitz a Hiroshima. Con su Freud bien sabido y un
psiquiatra de guardia dispuesto a sajarle sus neurosis y demás
supuraciones del subconsciente. Ed Gein sentó las bases para suscitar tan sofisticados mecanismos en
aquel Estados Unidos de Eisenhower, Doris Day, los coches con aletas
cromadas y Disneylandia. Antes de él, el cine había dado cobijo a
algunas mutaciones y terrores nucleares: hormigas gigantes, tarántulas
asesinas, cosas así. Pero apenas se había internado en las aberraciones
producidas en las mentes.
Fue él, con su psiquismo a la deriva, quien extrajo las consecuencias
más abisales de sus lecturas sobre los campos de exterminio o la guerra
del Pacífico. A su modo, los metabolizó no como simples sucesos
puntuales, sino como categorías inseparables de la descascarillada
condición moderna. Y tampoco hacía falta la aparatosa tecnología nuclear
o la logística de las SS. Bastaba con el puritanismo de una madre
fanática, un Edipo de buena calidad y el bricolaje de una simple granja.
La ciencia ficción popular de principios del siglo XX describía a
Venus como una especie de país de las maravillas con temperaturas
cálidas y agradables, bosques, pantanos e incluso dinosaurios. En 1950, el Planetario Hayden
del Museo Americano de Historia Natural ofrecía reservas para la
primera misión turística espacial, mucho antes de la época moderna de Blue Origins, SpaceX y Virgin Galactic. Lo único que uno tenía que hacer era facilitar su dirección y marcar la casilla de su destino preferido, entre los que estaba Venus. Hoy en día, es poco probable que los que quieren ser turistas espaciales sueñen con ir a Venus. Como han demostrado numerosas misiones
en las últimas décadas, el planeta no es un paraíso, sino más bien un
mundo infernal de temperaturas extremas, con una atmósfera tóxica y
corrosiva y unas presiones aplastantes en la superficie. A pesar de
ello, la NASA trabaja actualmente en una misión tripulada conceptual a
Venus llamada HAVOC (siglas en inglés de Concepto Operacional a Gran Altitud en Venus). Pero ¿cómo puede ser siquiera posible esta misión? Las temperaturas
en la superficie del planeta (unos 460°C) son en realidad más elevadas
que las de Mercurio, aunque Venus está aproximadamente al doble de
distancia del sol. Son más elevadas que el punto de fusión de muchos
metales, incluidos el bismuto y el plomo, que incluso pueden caer como “nieve”
sobre los picos montañosos más altos. La superficie es un paisaje árido
y rocoso formado por extensas llanuras de roca basáltica salpicadas de formaciones volcánicas, y varias regiones montañosas tan grandes como continentes.
Flotar en la atmósfera
Por suerte, la idea que hay detrás de la nueva misión de la NASA no
es desembarcar a gente en la superficie, sino usar su densa atmósfera
como base para la exploración. Todavía no se ha anunciado públicamente
una fecha exacta para una misión tipo HAVOC. Es un plan a largo plazo
que dependerá primero de que las pequeñas misiones de prueba tengan
éxito. Ahora mismo, con la tecnología actual, esta misión es realmente
posible. El plan es utilizar naves espaciales que pueden mantenerse
volando en la atmósfera superior durante largos periodos de tiempo. Por sorprendente que pueda parecer, la atmósfera superior de Venus es
el lugar más parecido a la Tierra en el sistema solar. Entre 50 y 60 km
de altitud, la presión y la temperatura pueden ser comparables a las de
algunas regiones de la atmósfera inferior de la Tierra. La presión
atmosférica en la atmósfera venusiana a 55 km es aproximadamente la
mitad que la de la presión al nivel del mar en la Tierra. De hecho, se
estaría bien sin un traje de presión porque equivale más o menos a la
presión del aire que hay en la cumbre del monte Kilimanjaro. Y tampoco
haría falta aislarse ya que la temperatura allí oscila entre los 20º y
los 30° C.
El planeta no es un paraíso, sino más bien
un mundo infernal de temperaturas extremas, con una atmósfera tóxica y
corrosiva y unas presiones aplastantes en la superficie
También es joven desde el punto de vista geológico y ha sufrido
episodios de renovaciones de la superficie catastróficas. Estos
episodios extremos están causados por la acumulación de calor debajo de
la superficie, que al final hace que se funda, expulse el calor y se
vuelva a solidificar. Sin duda, es una perspectiva aterradora para
cualquier visitante.
¿Vida en Venus?
La superficie de Venus se cartografió desde su órbita con un radar en la misión Magallanes estadounidense. Sin embargo, solo se visitaron algunos lugares de la superficie durante la serie de misiones Venera
de sondas soviéticas a finales de la década de 1970. Estas sondas
trajeron las primeras – y hasta el momento únicas – imágenes de la
superficie de Venus. Desde luego, las condiciones en la superficie
parecen totalmente inhabitables para cualquier tipo de vida. No obstante, la atmósfera superior es otra historia. Algunos tipos de
organismos extremófilos que ya existen en la Tierra podrían soportar
las condiciones en la atmósfera a la altitud a la que podría volar la
HAVOC. Ciertas especies como el Acidianus infernus
se pueden encontrar en lagos altamente ácidos de Islandia e Italia. También se ha descubierto que existen microbios aéreos en las nubes de la Tierra. Nada de esto demuestra que exista vida en la atmósfera de Venus, pero es una posibilidad que podría investigar una misión como la HAVOC.
Las condiciones climáticas actuales y la composición de la atmósfera se deben a un efecto invernadero desbocado (un efecto invernadero extremo que no se puede cambiar) que transformó el planeta, un mundo “gemelo” acogedor como la Tierra al principio de su historia.