Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

25 jun 2018

La muerte adivinada de Martin Verfondern. Epílogo

El niño Carlos cayó de un caballo, se hizo hombre con una discapacidad psíquica, y acabó matando a su vecino azuzado por el odio que le inculcó su padre. 

La víctima avisó a El País de quién sería su verdugo

Martin Verfondern pasa ante unas ruinas de Santoalla do Monte en septiembre de 2009.
Martin Verfondern pasa ante unas ruinas de Santoalla do Monte en septiembre de 2009.

A partir de ese momento, los nativos tendrían que compartir a medias con sus vecinos forasteros todas las ganancias que dieran aquellas 355 hectáreas: ya fuera el aprovechamiento de los pastos, una tala de pinos o esos sustanciosos pagos por molino que habían llegado prometiendo varias empresas eólicas con proyectos en la zona.

 Pero el campesino extranjero, que en 1997 había dejado atrás su trabajo de electricista en Ámsterdam y había comprado unas ruinas en Santoalla para fundar con su esposa Margo Pool su plan de vida natural, ya no era el hombre alegre de otros tiempos. 

Temía por sí mismo y sobre todo por su compañera. Así que a ella la mandó al norte de Alemania, a cuidar de unos tíos enfermos. 

Y él juntó los euros de la venta de unos cabritos y bajó al valle para ver a su amiga María Jesús, agente de seguros. 

 

"Llegó muy nervioso", recuerda la mujer. "Tengo miedo de que me hagan algo mis vecinos", le confesó. 
Estaba "decidido" a contratar una póliza de vida, y ella ahora se siente "culpable" por no tramitársela al instante. 
Le dijo que mejor se lo pensase hasta después de las fiestas, porque "a su edad", casi 52 años, salía "muy cara" y exigía hacer "pruebas y análisis"
 El holandés le advirtió de que la decisión estaba tomada.
 Sin embargo, comentó que al mes siguiente le vencía el seguro de su viejo Chevrolet Blazer, una tanqueta desahuciada por el Ejército de Estados Unidos que había comprado antes de llegar de Holanda, y le dejó sobre la mesa para ese fin el dinero del rebaño. Martin Albert Verfondern, socio de Amnistía Internacional, murió de un disparo "devastador" el mediodía del 19 de enero de 2010 cuando regresaba a su querida y desolada Santoalla después de hacer la compra semanal en el supermercado Lidl de O Barco de Valdeorras.
 Faltaban solo 10 días para su cumpleaños, y había gritado a los cuatro vientos que iban a matarlo. 
Nadie le había hecho demasiado caso.

Su amigo Antonio, el chapista, cuenta que la víctima pasó por su taller un rato antes de dejar atrás el valle poblado para enfilar la enrevesada carretera de montaña que moría en Santoalla.
. El holandés, que realmente había nacido en Alemania pero escapó a los 17 para no cumplir el servicio militar, le confiaba su destartalado todoterreno y sobre todo sus miedos.
 El gallego había estado emigrado en su país natal y se entendían bien. "Llegó muy triste, muy apagado. Me quedé preocupado porque eso no era normal en él. Martin era muy valiente", declara. Como otra mucha gente, Antonio sabía que había instalado cámaras disuasorias para proteger su propiedad y que cuando se aventuraba por las calles desmoronadas de la aldea llevaba otra en la mano en posición stand by, para grabar en el acto cualquier choque con "el clan" rival.
Verfondern tenía las pruebas que señalaban a quien luego resultaría ser su verdugo.
 Se las entregó a EL PAÍS, que publicó reportajes en septiembre de 2009 y en abril de 2010.
 Escribió al alcalde socialista de Petín, Miguel Bautista, que en una ocasión decía a este periódico: "Espero que la sangre no llegue al río". 
 Además, envió al menos una carta a los juzgados de la comarca en la que advertía de que si le llegaba a pasar algo, los culpables eran los Rodríguez.
 Y denunció a sus vecinos una y otra vez en el cuartel de la Guardia Civil.
Martin Verfondern, en su casa, cuatro meses y medio antes de morir. 
Martin Verfondern, en su casa, cuatro meses y medio antes de morir.
Todo formó parte del sumario del crimen que fue juzgado en Ourense la semana pasada y en el que fueron declarados culpables por parte del jurado popular los hermanos Juan Carlos y Julio Rodríguez González, hijos de Manuel O Gafas, el anciano desconfiado, ruin, áspero y ludópata que se creía señor de la montaña y trataba de imponer su ley del "terror" (en palabras de la víctima) sentado con su cayado a la puerta de casa.
 O Gafas dormía con una pistola en la mesilla.
"La Guardia Civil ya ni sube", protestaba a este diario Verfondern al relatar el rosario de sus encuentros violentos con "el Sadam de Santoalla", como él lo llamaba. 
Y tenía claro que algún día moriría a manos de "el Carlos", un hombre grande y ya cuarentón, pero "con el cerebro de un niño de 10 años".
 Y que su muerte sería por un tiro de escopeta de caza, alguna de esas dos del calibre 12, de entre las 14 armas de fuego que atesoraba la familia, con las que Juan Carlos paseaba normalmente por la aldea pese a no tener licencia.
Aquel 19 de enero de 2010 la tierra se tragó a Verfondern y su aparatoso auto. 
Y se le buscó sin éxito durante cuatro años y medio hasta que en junio de 2014 un helicóptero de vigilancia de incendios maniobró por una avería y al volver a ascender los guardias civiles que iban dentro vislumbraron un destello.

Era el todoterreno de Verfondern, entre los pinos alineados de un monte reforestado a 1.300 metros de altitud. As Touzas da Azoreira, en el ayuntamiento vecino de A Veiga, era el paraje ideal: vedado a la caza y a 18,5 kilómetros de Santoalla, solo era accesible por un cortafuegos que nadie transitaba, salvo los lobos. De los 213 huesos que debería tener el esqueleto de Verfondern apareció nada más que el 13%, y el tórax, probablemente destrozado por el impacto "devastador" que describen los agentes de balística, fue el lugar por donde los animales comenzaron el banquete.
El caso se investigaba como una desaparición, aunque la Guardia Civil ya ponía el foco por entonces en la familia rival del otro extremo de esa aldea que en tiempos había sumado 60 edificaciones y había quedado entera para los Rodríguez cuando los demás emigraron a los pueblos grandes del valle, y a Cuba y Argentina.
 Todo el mundo había visto a Carlos escopeta en ristre. 
Y todo el mundo conocía su discapacidad mental valorada por la Xunta de Galicia en un 65%, con un cociente intelectual de 64, un punto por debajo de lo que se considera border line.
Su familia achacaba el "retraso" a la fatal caída de un caballo siendo niño. 


Un helicóptero de la Guardia Civil en uno de los operativos de búsqueda de Martin Verfondern por la comarca de Valdeorras en 2014.
Un helicóptero de la Guardia Civil en uno de los operativos de búsqueda de Martin Verfondern por la comarca de Valdeorras en 2014.
Unos años antes de disparar al holandés, Carlos encañonó por sorpresa en el monte a un cazador que su padre tenía atravesado. 
O Gafas lo culpaba de haberle frustrado la venta de una propiedad sobre la que pesaban varias hipotecas. 
Aquel cazador y sus tres amigos de cuadrilla nunca volvieron a pisar los montes de Santoalla.
 A Verfondern, el rey de la aldea no le perdonaba nada: ni que tocase las piedras de las casas en ruinas para liberar de escombros las calles; ni que instalase una acometida de agua;
 ni que trajese a extranjeros de grandes ciudades para trabajar varios meses con un programa internacional de agricultura ecológica.
 Pero "lo que colmó el vaso de la paciencia de Manuel Rodríguez, de sus hijos Julio y Juan Carlos, y de su esposa Jovita", asegura el fiscal del caso, Miguel Ángel Ruiz, fue "el asunto del monte comunal".

O Gafas era el presidente de la entidad; Julio, sin vivir en la aldea, el secretario; y Juan Carlos, que no es capaz de leer las agujas de un reloj, el tesorero.
 Negaban desde hace años los derechos legítimos de la pareja extranjera a pesar de que la Ley de Monte Vecinal en Mano Común de Galicia dicta que el requisito es tener en el lugar "casa abierta y con humos" durante 10 meses y una antigüedad de un máximo de un año como residente. 
Según el fiscal, a Carlos le "calentaron la cabeza" y aunque "distingue el bien del mal", el 19 de enero de 2010 el rencor con el que había sido alimentado a diario en la mesa de su cocina explotó: "Disparó al holandés para agradar a su padre y a su hermano".
"Santoalla era el salvaje oeste", describe Ruiz.
 Así que aquel día de niebla en que estaba especialmente triste, Verfondern llegó a la entrada del pueblo montado en su ruidoso Chevrolet a medio pintar. 
 Carlos le echó en cara que condujese "como un loco". El holandés bajó la ventanilla para hablar.
 Y aquel niño grande aficionado a chuparse el dedo le descargó al menos un tiro a una distancia de un metro. 
Los investigadores creen que pudo ser con la escopeta de la que hablan él y su víctima en el vídeo que Verfondern entregó en un disco a este periódico cuatro meses y medio antes de morir.
 En aquella escena, Carlos le espetaba:
 "Ya estás gordo para matarte". 
El día que acabó disparándole, él y su madre estaban ocupados con la matanza del cerdo y embutían chorizos.
Enseguida llegó el hermano mayor, Julio, montado en su tractor cargado de hierba para las vacas. 
Y en vez de llamar a una ambulancia por si aún estaba vivo, arrastró el cuerpo al puesto del copiloto y se lanzó por rutas de montaña que ni salen en los mapas hasta As Touzas da Azoreira. Allí, a pesar de la nieve, recolectó ramas de pino y prendió fuego a Martin Verfondern, a los discos duros donde atesoraba pruebas y al ordenador portátil donde el holandés había empezado a escribir el guión para un cómic que ilustraría una amiga. 
Los personajes del tebeo serían O Gafas y sus hijos, él y Margo; y la historieta destriparía "con humor" el "terrorismo rural" de Santoalla. 
El Chevrolet también apareció medio quemado.
 Según confesó después de su arresto Julio Rodríguez, fue el propio coche el que empezó a humear tras la carrera frenética monte a través.
Después de regresar andando por donde nadie pasa y durante casi cinco años, hasta finales de 2014, "el clan" de los Rodríguez se entregó en cuerpo y alma al disimulo, y por su manera de esquivar el tema en los pinchazos telefónicos es posible que ni entre sus miembros se mentara aquel tabú.
 Si le preguntaban periodistas y gente de fuera, Jovita, la más sociable de la casa, decía que a lo mejor habían sido "unos narcotraficantes" que pasaban droga por aquellos montes.
 Y según admitió en el juicio, Julio no solo encargó en aquel tiempo cabritos a Margo Pool, sino que le sugirió la posibilidad de que el hombre del que él sabía que era viuda se hubiera marchado con otra.
 Después de un tiempo en que no se dejó ver, al año del crimen Juan Carlos volvió a visitarla, escopeta al hombro, como si tal cosa.

Pero el niño que un día cayó del caballo en un desgraciado accidente, perfectamente capaz de guardar el secreto cuatro años largos, se "relajó" el 8 de octubre de 2014 con dos guardias civiles de paisano que le entraron hablando de las armas y se lo llevaron a dar un paseo: 
"¡Qué escopeta tan bonita!", le dijeron. "¿Os gusta?", respondió. "En el monte tengo 500 cartuchos metidos en una bolsa" fanfarroneó un poco más tarde.
"Yo con la automática no fallo".
"El holandés quería meterse con nosotros por los pinos".
"Venía con el coche como un tolo... Cogí la escopeta. ¡Bum, bum! Me escondí. Y que me busquen".

Con él ya en prisión preventiva, murieron Jovita y O Gafas.
 El fiscal cree que, aunque tiene "malicia", el acusado es incapaz de premeditar, y el jueves pasado rebajó su acusación de asesinato a homicidio. 
El jurado popular, por mayoría, confirmó el viernes su autoría y la implicación de Julio solo como encubridor.
 Este queda libre de pena por su parentesco.
 Y para Carlos, el pequeño, los jurados consideran que se debe pedir el indulto. 
A la espera de la sentencia, la fiscalía exige que no se acerque a Santoalla en 11 años y medio.
 Mientras tanto, como los Verfondern ganaron sus derechos sobre el monte, las vacas de Julio Rodríguez y las cabras de Margo Pool mordisquean la misma hierba. 
Esa hierba en la que la víctima le pidió a su esposa que, si él moría primero, clavase un letrero de madera: "Aquí crece Martin, el holandés de Petín". 



 

'Basada en hechos reales', el nuevo thriller psicológico de Roman Polanski

Delphine es una sensible y atormentada novelista de éxito, paralizada ante la idea de tener que comenzar a escribir una nueva novela.
 Su camino se cruza entonces con el de Elle, una joven encantadora, inteligente e intuitiva.
 Elle comprende a Delphine mejor que nadie, y pronto se convierte en su confidente.
 Delphine confía en Elle y le abre las puertas de su vida. 
Pero ¿quién es Elle en realidad? ¿Qué pretende? ¿Ha venido para darle un nuevo impulso a la vida de Delphine o para arrebatársela?
El director Roman Polanski dirige este thirller psicológico de aires clásicos elegante a la par que interesante. 
Con Enmanuelle Seigner, Eva Green y Vincent Pérez

Pablo Neruda


 Pablo Neruda
La mariposa volotea
y arde —con el sol— a veces.

Mancha volante y llamarada,
ahora se queda parada
sobre una hoja que la mece.

Me decían: —No tienes nada.
No estás enfermo. Te parece.

Yo tampoco decía nada.
Y pasó el tiempo de las mieses.

Hoy una mano de congoja
llena de otoño el horizonte.
Y hasta de mi alma caen hojas.

Me decían: —No tienes nada.
No estás enfermo. Te parece.

Era la hora de las espigas.
El sol, ahora,
convalece.

Todo se va en la vida, amigos.
Se va o perece.

Se va la mano que te induce.
Se va o perece.

Se va la rosa que desates.
También la boca que te bese.

El agua, la sombra y el vaso.
Se va o perece.

Pasó la hora de las espigas.
El sol, ahora, convalece.

Su lengua tibia me rodea.
También me dice: —Te parece.

La mariposa volotea,
revolotea,
y desaparece.

La muerte os sienta tan bien....................... por Diego Cuevas

Detalle de Autoretrato (1887) de Vincent van Gogh.
Un buen día, un grupo de empresarios contactó con Bill Curbishley, mánager de The Who, para contratar los servicios del batería Keith Moon en una celebración. 
Era una idea maravillosa si se obviaba el hecho de que el evento en cuestión era la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Londres 2012 y a esas alturas Moon ya llevaba muerto treinta y cuatro años.
 Curbishley tuvo el detalle de contestar amablemente a aquella insólita y desinformada demanda: «Les escribí un email explicando que en la actualidad Keith residía en el crematorio Golden Grees, tras haber sido fiel a la famosa estrofa de The Who que sentenciaba “Espero morir antes de llegar a viejo” [de la canción «My Generation»].
 Si ellos tienen a mano una mesa redonda, unos cuantos vasos y algunas velas a lo mejor pueden contactar con él».
 En el fondo, en los terrenos artísticos, la muerte nunca ha sido el final.
Todo el mundo sabe que en el campo de la pintura lo mejor que le puede pasar a un artista es palmarla.
 Porque en los lienzos la muerte del autor implica una revalorización instantánea del trabajo previo y esto es un hecho tan universalmente reconocido como para que la propia cultura popular lo haya aceptado como irrefutable: cuando un personaje fallece en el videojuego Los Sims, todos los cuadros que ha realizado durante su vida digital aumentan súbitamente de valor.
La culpa de todo esto probablemente recae sobre los hombros postimpresionistas del neerlandés Vincent van Gogh (1853-1890), un pintor que tuvo lo que románticamente se conoce como una vida de mierda: 
demostró tener un carácter de varios millones de demonios, saltó sin rumbo de un oficio a otro (trabajó en una galería de arte pero también ejerció de pastor protestante y misionero), su vida amorosa encadenó fracasos y enamoramientos no correspondidos (se declaró, sin éxito, a su propia prima e intentó convencer a la familia de lo sincero de sus intenciones mediante el nada alarmante acto de aguantar la mano sobre la llama de una vela), su situación económica fue desastrosa y tuvo la desgracia de sufrir enfermedades mentales en una época donde los métodos para lidiar con ellas implicaban camisas con muchas hebillas y paredes muy blanditas. 
También se mutiló su propia oreja para remitírsela a una prostituta de un burdel del que era asiduo, y se disparó en el pecho a los treinta y siete años, falleciendo un puñado de horas después a causa de la infección. 
Entre tantas alegrías, el hombre tuvo tiempo de pintar más de ochocientas sesenta pinturas al óleo y cubrir más de mil trescientas páginas con acuarelas, dibujos y bocetos varios.
 Una amplia producción de la que van Gogh solo fue capaz de vender en vida una única obra: El viñedo rojo cerca de Arlés (1888) un cuadro que presentó, junto a otras cinco creaciones propias, en la muy prestigiosa exposición Les XX en Bruselas a principios de 1890.
 Una muestra donde el pintor Henry de Groux declaró que le parecía ofensivo exponer su trabajo «al lado del abominable jarrón con girasoles de Monsieur Vincent» mientras Claude Monet afirmaba que la obra de van Gogh era lo mejor de toda aquella exhibición de marisabidillos. 
Unos pocos meses después, a van Gogh le dio por morirse justo cuando comenzaba a cosechar fama en Francia y Bélgica, y el éxito encumbró definitivamente al pintor monooreja cuando el pobre ya se había convertido en un terrario de malvas.
 Las numerosas exposiciones póstumas atrajeron alabanzas de unos críticos que habían pasado por alto su trabajo.
El viñedo rojo cerca de Arlés (1888). Vincent van Gogh.
La desgraciada existencia de van Gogh ayudó a tallar la romántica figura del artista como personaje que, tras chapotear entre la mugre en vida, alcanza la fama después de muerto.
 Una silueta que ya llevaba tiempo siendo una constante entre los pinceles: durante el siglo XVI, Pieter Brueghel el viejo (h. 1525-1569) fue menospreciado por empecinarse en retratar escenas cotidianas protagonizadas por gente feúcha y común en lugar de pincelar reyes y estampas religiosas, como hacían los pintores de la época con ganas de convertirse en superestrellas. 
Unos cuantos centenares de años después los estudiosos del arte auparían a Brueghel como uno de los grandes pintores de su época por culpa de haber hecho justo lo contrario que los pintores de su época.