Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

25 jun 2018

La muerte os sienta tan bien....................... por Diego Cuevas

Detalle de Autoretrato (1887) de Vincent van Gogh.
Un buen día, un grupo de empresarios contactó con Bill Curbishley, mánager de The Who, para contratar los servicios del batería Keith Moon en una celebración. 
Era una idea maravillosa si se obviaba el hecho de que el evento en cuestión era la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Londres 2012 y a esas alturas Moon ya llevaba muerto treinta y cuatro años.
 Curbishley tuvo el detalle de contestar amablemente a aquella insólita y desinformada demanda: «Les escribí un email explicando que en la actualidad Keith residía en el crematorio Golden Grees, tras haber sido fiel a la famosa estrofa de The Who que sentenciaba “Espero morir antes de llegar a viejo” [de la canción «My Generation»].
 Si ellos tienen a mano una mesa redonda, unos cuantos vasos y algunas velas a lo mejor pueden contactar con él».
 En el fondo, en los terrenos artísticos, la muerte nunca ha sido el final.
Todo el mundo sabe que en el campo de la pintura lo mejor que le puede pasar a un artista es palmarla.
 Porque en los lienzos la muerte del autor implica una revalorización instantánea del trabajo previo y esto es un hecho tan universalmente reconocido como para que la propia cultura popular lo haya aceptado como irrefutable: cuando un personaje fallece en el videojuego Los Sims, todos los cuadros que ha realizado durante su vida digital aumentan súbitamente de valor.
La culpa de todo esto probablemente recae sobre los hombros postimpresionistas del neerlandés Vincent van Gogh (1853-1890), un pintor que tuvo lo que románticamente se conoce como una vida de mierda: 
demostró tener un carácter de varios millones de demonios, saltó sin rumbo de un oficio a otro (trabajó en una galería de arte pero también ejerció de pastor protestante y misionero), su vida amorosa encadenó fracasos y enamoramientos no correspondidos (se declaró, sin éxito, a su propia prima e intentó convencer a la familia de lo sincero de sus intenciones mediante el nada alarmante acto de aguantar la mano sobre la llama de una vela), su situación económica fue desastrosa y tuvo la desgracia de sufrir enfermedades mentales en una época donde los métodos para lidiar con ellas implicaban camisas con muchas hebillas y paredes muy blanditas. 
También se mutiló su propia oreja para remitírsela a una prostituta de un burdel del que era asiduo, y se disparó en el pecho a los treinta y siete años, falleciendo un puñado de horas después a causa de la infección. 
Entre tantas alegrías, el hombre tuvo tiempo de pintar más de ochocientas sesenta pinturas al óleo y cubrir más de mil trescientas páginas con acuarelas, dibujos y bocetos varios.
 Una amplia producción de la que van Gogh solo fue capaz de vender en vida una única obra: El viñedo rojo cerca de Arlés (1888) un cuadro que presentó, junto a otras cinco creaciones propias, en la muy prestigiosa exposición Les XX en Bruselas a principios de 1890.
 Una muestra donde el pintor Henry de Groux declaró que le parecía ofensivo exponer su trabajo «al lado del abominable jarrón con girasoles de Monsieur Vincent» mientras Claude Monet afirmaba que la obra de van Gogh era lo mejor de toda aquella exhibición de marisabidillos. 
Unos pocos meses después, a van Gogh le dio por morirse justo cuando comenzaba a cosechar fama en Francia y Bélgica, y el éxito encumbró definitivamente al pintor monooreja cuando el pobre ya se había convertido en un terrario de malvas.
 Las numerosas exposiciones póstumas atrajeron alabanzas de unos críticos que habían pasado por alto su trabajo.
El viñedo rojo cerca de Arlés (1888). Vincent van Gogh.
La desgraciada existencia de van Gogh ayudó a tallar la romántica figura del artista como personaje que, tras chapotear entre la mugre en vida, alcanza la fama después de muerto.
 Una silueta que ya llevaba tiempo siendo una constante entre los pinceles: durante el siglo XVI, Pieter Brueghel el viejo (h. 1525-1569) fue menospreciado por empecinarse en retratar escenas cotidianas protagonizadas por gente feúcha y común en lugar de pincelar reyes y estampas religiosas, como hacían los pintores de la época con ganas de convertirse en superestrellas. 
Unos cuantos centenares de años después los estudiosos del arte auparían a Brueghel como uno de los grandes pintores de su época por culpa de haber hecho justo lo contrario que los pintores de su época.



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