Un buen día, un grupo de empresarios contactó con Bill Curbishley, mánager de The Who, para contratar los servicios del batería Keith Moon
en una celebración.
Era una idea maravillosa si se obviaba el hecho de
que el evento en cuestión era la ceremonia de apertura de los Juegos
Olímpicos de Londres 2012 y a esas alturas Moon ya llevaba muerto
treinta y cuatro años.
Curbishley tuvo el detalle de contestar
amablemente a aquella insólita y desinformada demanda: «Les escribí un email explicando que en la actualidad Keith
residía en el crematorio Golden Grees, tras haber sido fiel a la famosa
estrofa de The Who que sentenciaba “Espero morir antes de llegar a
viejo” [de la canción «My Generation»].
Si ellos tienen a mano una mesa redonda, unos cuantos vasos y algunas velas a lo mejor pueden contactar con él».
En el fondo, en los terrenos artísticos, la muerte nunca ha sido el final.
Todo el
mundo sabe que en el campo de la pintura lo mejor que le puede pasar a
un artista es palmarla.
Porque en los lienzos la muerte del autor
implica una revalorización instantánea del trabajo previo y esto es un
hecho tan universalmente reconocido como para que la propia cultura
popular lo haya aceptado como irrefutable: cuando un personaje fallece
en el videojuego Los Sims, todos los cuadros que ha realizado durante su vida digital aumentan súbitamente de valor.
La culpa de todo esto probablemente recae sobre los hombros postimpresionistas del neerlandés Vincent van Gogh
(1853-1890), un pintor que tuvo lo que románticamente se conoce como
una vida de mierda:
demostró tener un carácter de varios millones de
demonios, saltó sin rumbo de un oficio a otro (trabajó en una galería de
arte pero también ejerció de pastor protestante y misionero), su vida
amorosa encadenó fracasos y enamoramientos no correspondidos (se
declaró, sin éxito, a su propia prima e intentó convencer a la familia
de lo sincero de sus intenciones mediante el nada alarmante acto de
aguantar la mano sobre la llama de una vela), su situación económica fue
desastrosa y tuvo la desgracia de sufrir enfermedades mentales en una
época donde los métodos para lidiar con ellas implicaban camisas con
muchas hebillas y paredes muy blanditas.
También se mutiló su propia
oreja para remitírsela a una prostituta de un burdel del que era asiduo,
y se disparó en el pecho a los treinta y siete años, falleciendo un
puñado de horas después a causa de la infección.
Entre
tantas alegrías, el hombre tuvo tiempo de pintar más de ochocientas
sesenta pinturas al óleo y cubrir más de mil trescientas páginas con
acuarelas, dibujos y bocetos varios.
Una amplia producción de la que van
Gogh solo fue capaz de vender en vida una única obra: El viñedo rojo cerca de Arlés (1888) un cuadro que presentó, junto a otras cinco creaciones propias, en la muy prestigiosa exposición Les XX en Bruselas a principios de 1890.
Una muestra donde el pintor Henry de Groux declaró que le parecía ofensivo exponer su trabajo «al lado del abominable jarrón con girasoles de Monsieur Vincent» mientras Claude Monet
afirmaba que la obra de van Gogh era lo mejor de toda aquella
exhibición de marisabidillos.
Unos pocos meses después, a van Gogh le
dio por morirse justo cuando comenzaba a cosechar fama en Francia y
Bélgica, y el éxito encumbró definitivamente al pintor monooreja cuando
el pobre ya se había convertido en un terrario de malvas.
Las numerosas
exposiciones póstumas atrajeron alabanzas de unos críticos que habían
pasado por alto su trabajo.
La
desgraciada existencia de van Gogh ayudó a tallar la romántica figura
del artista como personaje que, tras chapotear entre la mugre en vida,
alcanza la fama después de muerto.
Una silueta que ya llevaba tiempo
siendo una constante entre los pinceles: durante el siglo XVI, Pieter Brueghel el viejo (h.
1525-1569) fue menospreciado por empecinarse en retratar escenas
cotidianas protagonizadas por gente feúcha y común en lugar de pincelar
reyes y estampas religiosas, como hacían los pintores de la época con
ganas de convertirse en superestrellas.
Unos cuantos centenares de años
después los estudiosos del arte auparían a Brueghel como uno de los
grandes pintores de su época por culpa de haber hecho justo lo contrario
que los pintores de su época.
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