Torra se deleita ofendiendo a los españoles y a más de la mitad de los
catalanes. Tampoco le importa ofender a los verdaderamente oprimidos.
LOS INDEPENDENTISTAS catalanes llevan ya tantos años alejados del
raciocinio, inventándose agravios imaginarios y negando la realidad, que
poco les importa caer una y otra vez en la contradicción. Si se les
señala alguna, hacen caso omiso, como si no hubieran oído, o bien
incurren en una nueva para intentar enmendar la denunciada. El resultado
es un embrollo sin ton ni son, un magma pegajoso en el que nada es
discernible, una acumulación de grumos. Se han hecho impermeables a la
crítica (les trae sin cuidado), al ridículo y al razonamiento. Ni los
dirigentes ni los fieles sabrían responder a casi ninguna pregunta
sensata: “¿Cómo vivirían en una Cataluña aislada, con qué economía y qué
medios? ¿Con qué reconocimiento internacional (Putin y Maduro aparte)?
¿Qué harían con más de la mitad de la población catalana contraria a su decisión? ¿Iniciarían purgas y expulsiones (mejor no hablar por ahora de limpieza étnica)?” La mayoría de la gente no se leyó o ha olvidado la llamada Ley de
Transitoriedad, según la cual los jueces serían nombrados por el Govern
(acabando así con la separación de poderes propia de los Estados
democráticos), y los medios de comunicación estarían controlados por la Generalitat (acabando, defacto, con la libertad de prensa y de opinión). Para los que llevamos tiempo sosteniendo que el actual
proyecto independentista —tal como lo planean quienes lo propugnan— es
de extrema derecha, clasista, racista, de ricos contra pobres,
insolidario y totalitario, el nombramiento de Quim Torra como President ha venido a confirmar nuestro pronóstico, ay, con meridiana claridad. Ya Vidal-Folch, Cercas y otros se han molestado en mirar sus libros,
artículos y tuits anteriores a su entronización (que son los que
cuentan: lo que los individuos declaran una vez bajo los focos ya no es
creíble): una ristra de insultos, expresiones de odio y desprecio hacia
los españoles y los catalanes “impuros”, es decir, que no piensan como
él. De éstos ha afirmado que son “bestias con forma humana, carroñeras,
víboras, hienas”, esto es, los ha animalizado, que es lo primero que han
hecho todos los exterminadores que en el mudo han sido, de los nazis a
los hutus de Ruanda a los serbios de la Guerra de los Balcanes. Es
asombroso que personas supuestamente de izquierdas no hayan montado en
cólera ante semejante suciedad y no hayan exigido su inmediata
destitución. Torra es idéntico a Le Pen (al padre, que no disimulaba como la
hija), a Orbán, al gemelo polaco superviviente, a Salvini de La Liga
italiana, a los Auténticos Finlandeses, a la Aurora Dorada griega, a los
supremacistas noruegos (uno de ellos llevó a cabo una matanza de críos
en una isla, ¿recuerdan?). Admira a pistoleros fascistas de los años
treinta, los equivalentes independentistas de Falange. Lo bueno de este
nombramiento tan inequívoco es que alguien como Torra contamina a quien
lo aupó, Puigdemont, y a más, y por ende a todo el movimiento
independentista actual, incluidas las falsamente izquierdistas
Esquerra y CUP, que con sus votos o su abstención le han dado el cargo
máximo. Ya nadie que lo apoye puede reclamarse ignorante ni inocente ni
“de buena fe”. Se ha visto que las “sonrisas” eran muecas y que la
“democracia” sólo interesaba para enarbolarla un rato en vano y después
pisotearla. En las aseveraciones megalómanas de Torra hay una flagrante contradicción a la que nadie, de nuevo, hará caso, pero que vale la pena destacar. Según él o sus maestros, los catalanes son más “blancos” que el resto de España y por lo tanto superiores. Los españoles son inmundicia, exportadores de miseria material y
espiritual, creadores de discriminaciones raciales (!) y subdesarrollo. Puede ser. Como saben mis lectores, no soy un gran entusiasta de mi
país. Ahora bien, ¿cómo puede una nación “superior” llevar tres o cinco
siglos sojuzgada, según él y sus compinches, por una “inferior”? Las
colonizaciones, conquistas y sometimientos siempre han sido de los
“superiores” sobre los “inferiores”, nunca al revés. Así, el de Cataluña
sería un caso inexplicable, sin paragón en la historia de la humanidad. Un caso único de opresión y “ensañamiento” perpetuos por parte de los
tontos a los listos, de los desgraciados a los sobresalientes. Sería
como si el Congo hubiera sojuzgado a Bélgica, Argelia y Marruecos a
Francia, los indios americanos a los pioneros, los indios de la India al
Imperio Británico. Un caso digno de estudio, en verdad insólito: ¿cómo
unos “superiores” han aguantado cinco o tres siglos de “dominación”? Sólo cabe concluir lo evidente para cualquiera salvo para Torra y sus
secuaces: nunca ha habido tal sometimiento (excepto bajo el franquismo,
pero los sometidos fuimos todos), y aún menos lo hay ahora, pese a estas
palabras del flamante President: “Nos tienen acorralados en el
gueto, sin medios de comunicación, ni poder económico, ni influencia
política”. Qué paraíso sería tal “gueto” para los verdaderamente
oprimidos, palestinos, rohingyas, venezolanos y cuantos ejemplos se les
ocurran. Torra se deleita ofendiendo a los españoles y a más de la mitad
de los catalanes. Pero además no le importa ofender también a los
auténticos desheredados, perseguidos y masacrados del mundo. Que
Mussolini le conserve la lengua, tan hiriente y superior.
Bombardeado por el propio éxito, Salinger tuvo que enterrarse vivo en una granja de Cornish, donde se convirtió en una leyenda.
La película Rebelde entre el centeno,
estrenada hace un mes en España, escrita y dirigida por Danny Strong,
narra la lucha de Jerome David Salinger por conquistar el éxito
literario y la forma en que el éxito, una vez alcanzado, llegó a
destruirlo como escritor. Buscar con ahínco la gloria y a continuación,
al sentirse aplastado por ella, tener que hacerse invisible para
sobrevivir, este es el caso de J. D. Salinger, quien convirtió su fuga y
anonimato en una obra de arte y al final consiguió ser famoso
precisamente por huir a toda costa de la fama. J. D. Salinger nació en Nueva York el 1 de enero de 1919, hijo de un
judío llamado Salomon, descendiente a su vez de un rabino que, según las
malas lenguas, se hizo rico importando jamones. En realidad, Salomon
Salinger fue un honrado importador de carnes y quesos de Europa. La
compañía Hoffman, para la que trabajaba estuvo envuelta en un escándalo,
acusada de falsificar agujeros en los quesos de bola, pero de ese lío
salió indemne Salomon quien acabó viviendo en un lujoso apartamento de
Park Avenue entre la alta burguesía neoyorquina. Allí el adolescente
Jerome David Salinger comenzó a ensayar sus primeros gestos de rebeldía.
Después de ser expulsado del colegio McBurney, entró como cadete en la
academia militar de Valley Forge donde empezó a escribir iluminando el
cuaderno con una linterna bajo las sábanas unos relatos cortos que
durante años mandó sin éxito a las revistas satinadas. Era un joven
elástico, rico, neurótico, inteligente, esnob y sarcástico, enfundado en
un abrigo negro Chesterfield que envidiaban sus compañeros. Frecuentaba
el Stork Club, donde abrevaban las niñas doradas del Upper East Side,
de apellidos famosos, apacentadas por Truman Capote. Trataba de
seducirlas y a la vez las despreciaba. Las volvía locas, pero no a
todas. Hubo una adolescente de 15 años, Oona O'Neill, la hija del
dramaturgo premio Nobel, que le fue esquiva hasta que vio que aquel
joven tan atractivo había publicado su primer cuento en la revista The
Story, que dirigía el profesor Whit Burnett, su mentor, interpretado en
la película por Kevin Spacey, condenado hoy a las tinieblas por acoso
sexual. Oona y Salinger fueron de esa clase de novios que se besan
todavía con los labios cerrados. Se escribe para enamorar, para que te quieran, reconocen algunos
escritores. Algo parecido le sucedió a Scott Fitzgerald cuando fue
llamado a filas en la Segunda Guerra Mundial durante su periodo de
instrucción en Camp Sheridan (Alabama), con uniforme de teniente acudió a
un baile en el Country Club, la cercana ciudad de Montgomery, donde
conoció a la bella sureña Zelda Sayre. La sacó a bailar y en la pista la
pareja fue admirada por su belleza frívola, como el ideal de una
existencia evanescente. Se enamoraron. Ella no estaba dispuesta a
entregarse mientras Francis Scott no fuera más que un delicioso pelanas,
escritor de relatos cortos y de anuncios de publicidad. Pero un día le
llegó el éxito con su primera novela, A este lado del paraíso, y el
remolino de la fama le trajo también la chica a sus brazos. Por el
contrario, Salinger se alistó en la Segunda Guerra Mundial. Participó en
el desembarco de Normandía y bajo las bombas se enteró de que Oona
O'Neill, su novia tan inocente, a la que escribió mil cartas de amor, se
había casado con Charles Chaplin, 40 años mayor que ella.
Con un esfuerzo neurótico J. D. Salinger trataba de colocar sus
relatos cortos en las revistas The Story, Saturday Evening Post,
Bazzar's, y sobre todo The New Yorker, que habían consagrado a
otros famosos escritores en cuyo espejo Salinger se miraba, Fitzgerald,
Hemingway, Capote, pero a su vez nadie era tan quisquilloso y peleaba
hasta la agonía con los directores de esos medios para que respetaran
sus textos hasta la última palabra. La ansiedad por alcanzar el éxito le estaba destrozando y para
remediarlo se hizo discípulo de Jesús, de Gotama, de Lao-Tse, de
Shankaracharya y de otras pepitas de calabaza. En 1951, publicó El guardián entre el centeno,
cuyo protagonista, Holden Caulfield, era un adolescente sarcástico,
rebelde, inconformista e inadaptado que se comportaba con un desparpajo
irreverente con sus mayores, ya fueran padres, profesores o simples
predicadores. De pronto había tocado una tecla misteriosa y se produjo
la explosión. El friqui Mark Davis Chapman llevaba esta novela en la
mano cuando vació todo el revólver contra John Lennon en el edificio
Dakota. Bombardeado por el propio éxito, Salinger tuvo que enterrarse
vivo en una granja de Cornish, donde su anonimato se convirtió en una
leyenda hasta el punto que llegar hasta él era una misión tan difícil
como encontrar un mono en Marte, siempre que el explorador fuera un
periodista, biógrafo, crítico literario o editor, pero no si era una
joven admiradora atractiva dispuesta a ser pasada por las armas.
Se ve que Aznar, que se dice católico, no ha leído los Evangelios y, si lo hizo, no los entendió.
En esto bajó Aznar de los cielos y se nos manifestó a los mortales.
Lejos de pedirnos perdón (por los muertos en la guerra de Irak, en la
que nos metió a los españoles por su santa voluntad, no por la nuestra; o
por la corrupción de su partido en los años en que él lo presidía; o
por haber elegido para sus Gobiernos casi tantos delincuentes como
honrados), el reaparecido Aznar nos ha vuelto a reñir por no hacer caso
de sus consejos, esos que amasa durante sus desapariciones y esparce
sobre nuestras cabezas como la misericordia divina cuando regresa a la
tierra desde su limbo celestial y puro. En esta ocasión la bronca ha
sido más para sus correligionarios, a los que ha culpado de que su obra
se dividiera, y la ha personalizado en su creación, ese Mariano Rajoy
pusilánime, dubitativo y falto de valentía que le negó tres veces como
san Pedro y al que sus enemigos acaban de desplazar del poder por no
hacerle caso cuando debía. ¡Cuántas veces no le advirtió de que no gobernaba como
debería hacerlo, de que por el camino que iba se terminaría estrellando,
de que con su cobardía y sus dudas iba a dejar que se deshiciera la
España fuerte y llena de orgullo que él había levantado en pocos años,
los mejores de la democracia! Pero Rajoy no le obedeció; al contrario,
se apartó de él, renegó de su obra y de sus consejos y así acabó:
derrotado y llorando como Boabdil tras entregar las llaves del poder a
un advenedizo.
El regreso de Aznar a la tierra, de la que faltaba últimamente más de
lo que le habría gustado seguramente obligado por las sentencias
condenatorias por corrupción a varios de sus ministros, de la que él no
sabía nada pese a saberlo todo de este país, nos ha pillado por
sorpresa, sobre todo por el momento elegido para manifestarse en carne
mortal. Si a Jesucristo cuando iba a ser crucificado se le hubiera
aparecido Dios para regañarlo como Aznar ha hecho con Rajoy seguramente
la religión católica no habría tenido la proyección que ha tenido. Pero se ve que Aznar, que se dice católico, no ha leído los
Evangelios y, si lo hizo, no los entendió. Por eso no conoce la humildad
ni la piedad y por eso es capaz de ensañarse con su propia creación,
ese Mariano Rajoy derrotado que mueve a la compasión más que a la
venganza como cualquier perdedor de la historia. Embriagado de sí mismo,
Aznar ha vuelto a demostrarnos que Séneca tenía razón cuando dijo que
las personas inteligentes se recuperan pronto de un fracaso, pero los
mediocres jamás lo hacen de un éxito. Puedes seguir EL PAÍS Opinión en Facebook, Twitter o suscribirte aquí a la Newsletter.
Antiguos
compañeros de televisión se hacen ministros. Los gobiernos se parecen a
los 'realities' y los 'realities' se convierten en series.
Pues el cambio ya está aquí. Y ese cambio te da alas y trae
novedades. Como el anuncio de que en Miss América se acabó para siempre el desfile en bañador,
quizás uno de los resquicios rijosos más anquilosados de occidente. Reconozco que cuando me tocó presentarlo en el certamen de Miss
Venezuela sentí bochorno al repetir, candidata tras candidata, sus
medidas siempre perfectas y verlas avanzar con coloridas y diminutas
fantasías textiles robadas a la natación sincronizada.Después de recitar aquellas medidas, que eran el resultado de la suma
del alto rendimiento deportivo y del avance tecnológico, tenías que
agregar sus estudios académicos, su currículum como "experta en el
estudio del planctón marino" o "experta en comunicación social". Chirriaba y celebro que su final sea producto del movimiento Me Too y en la misma semana que el Tribunal Supremo de ese país exculpa a un pastelero que se negó a hacer una tarta
para un matrimonio gay por razones religiosas. Las religiones han
estado detrás de muchas guerras, ojalá este sea el comienzo de la
batalla definitiva contra el azúcar y la cursilería. Cambiemos el menú
de las bodas en los matrimonios gais. En vez de pastel nupcial,
recuperar la gelatina, la macedonia o una espuma como alternativas. Desde que el cambio llegó, rezo por el bolso Loewe de 2.000 euros
que Soraya Sáenz de Santamaría usó en su último día como vicepresidenta
y que ocupó el escaño del presidente Mariano Rajoy durante su ya mítica
ausencia. Temo por que Soraya le coja manía y lo relegue al fondo de un
armario. O intente una reventa en los comercios vintage online. Ese bolso tiene que ir al Museo del Congreso después de salir orgulloso
de su armario. Comprendí a Soraya porque muchas veces también he
guardado un puesto o dos en bodas caraqueñas, que no son con asientos
asignados, y al llegar las señoras colocan su bolso en el sitio que
territorializan. Por eso la imagen de Soraya al lado de su bolso me
enterneció, porque la reconocí provinciana como yo. En el fondo es una
tradición que necesitaba un cambio. Pero Soraya, mi amor, no la pagues
con ese bolso, porque vendrá de perlas para cruzar cualquier puerta
giratoria o para dar una entrevista pícara y divertida cuando todo esto
vuelva a cambiar.