Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

25 abr 2018

Martin Scorsese gana el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2018


El jurado destaca la renovación realizada por el director a lo largo de más de una veintena de películas que le convierten en "una figura indiscutible del cine contemporáneo".

El director Martin Scorsese. En vídeo: 75 años de un grande del cine.
Culpa y redención; montaje desenfrenado con una cámara en constante movimiento; personajes siempre más grandes que la vida, y un apasionado e indestructible amor por el cine. 
Esas son algunas de las razones que han convertido al cineasta estadounidense Martin Scorsese en un contemporáneo, y más de una de ellas habrán cruzado por la mente del jurado que ha otorgado el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2018 a Scorsese (Nueva York, 1942)
 Su carrera arrancó en su ciudad natal al mismo tiempo que empezaba el triunfo del Nuevo Hollywood, movimiento en el que entró Scorsese, y una revolución que acabó devorada por los más jóvenes de sus integrantes: George Lucas y Steven Spielberg.
 Pero de todos ellos, el que ha aguantado en activo con mayor lucidez ha sido Scorsese, una especie de padre de Tarantino para las nuevas generaciones y el creador que supo llevar al cine el desenfreno y la negrura de los años setenta, y plasmar en películas el subidón que provocan las drogas y la violencia en el ser humano.

. Por cierto, con su galardón, justificado por el jurado por ser "uno de los directores de cine más destacados del movimiento de renovación cinematográfica surgido en los años setenta del siglo XX, por la trascendencia de su labor creadora y por mantiene actualmente en plena actividad, aunando en su obra, con maestría, innovación y clasicismo", la Fundación Princesa de Asturias ya ha premiado a los tres grandes cineastas neoyorquinos: Woody Allen, Francis Ford Coppola y Scorsese.

Por si no hubiera suficiente, Scorsese es un apasionado de la música, a la que ha dedicado innumerables documentales, y del cine: lo ha visto todo y de todo sabe. 
La leyenda asegura que él y Bertrand Tavernier, cineasta francés tan apasionado del séptimo arte como Scorsese, se conchabaron durante décadas con las azafatas del Concorde que iba de París a Nueva York para intercambiarse vídeos de películas, cuando la cinefilia solo se podía acallar a golpe de copias piratas y de proyecciones en filmotecas.  
El director de Toro salvaje es, además, uno de los fundadores de World Cinema Foundation, a través de la que realiza "una intensa y amplia tarea de recuperación, restauración y difusión del patrimonio cinematográfico histórico en todo el mundo", según el jurado.
. Por cierto, con su galardón, justificado por el jurado por ser "uno de los directores de cine más destacados del movimiento de renovación cinematográfica surgido en los años setenta del siglo XX, por la trascendencia de su labor creadora y por mantiene actualmente en plena actividad, aunando en su obra, con maestría, innovación y clasicismo", la Fundación Princesa de Asturias ya ha premiado a los tres grandes cineastas neoyorquinos: Woody Allen, Francis Ford Coppola y Scorsese.
Por si no hubiera suficiente, Scorsese es un apasionado de la música, a la que ha dedicado innumerables documentales, y del cine: lo ha visto todo y de todo sabe. 
La leyenda asegura que él y Bertrand Tavernier, cineasta francés tan apasionado del séptimo arte como Scorsese, se conchabaron durante décadas con las azafatas del Concorde que iba de París a Nueva York para intercambiarse vídeos de películas, cuando la cinefilia solo se podía acallar a golpe de copias piratas y de proyecciones en filmotecas. 
El director de Toro salvaje es, además, uno de los fundadores de World Cinema Foundation, a través de la que realiza "una intensa y amplia tarea de recuperación, restauración y difusión del patrimonio cinematográfico histórico en todo el mundo", según el jurado.

Curiosamente, y para mayor ensalzamiento de su figura, Scorsese no ha recibido innumerables premios: solo ha ganó el Oscar a la mejor dirección con Infiltrados (2006), que probablemente no esté entre sus 15 mejores trabajos, y además tiene la Palma de Oro de Cannes por Taxi Driver, tres Globos de Oro, dos premios BAFTA, un Emmy, y el reconocimiento del gremio de directores de Estados Unidos. 
Poca cosa para alguien fundamental en la historia del cine. 
El Princesa de Asturias de las Artes ha recaído en ocasiones precedentes en cineastas como Luis García Berlanga, Vittorio Gassman, Fernando Fernán-Gómez, Pedro Almodóvar y Michael Haneke.

Scorsese es el cineasta de ruido y de la furia, el auténtico chute energético de la pantalla, un entomólogo fascinado con las pequeñas criaturas que disecciona -en su caso, seres humanos- por los que siente también ternura.
 De educación católica, lo más brillante de su producción de los setenta y ochenta surgió de su colaboración con el guionista Paul Schrader, otro cineasta de profundas creencias religiosas, y por ello su obra está marcada por la culpa y la redención.
 Otra de las figuras claves que le rodean es Thelma Schoonmaker, su montadora habitual. 
De ese pasado de exseminarista le quedan a Scorsese frases tan brillantes como la que iguala ir al cine y a una misa: 
"En ambos lugares te sientas al lado de desconocidos, a oscuras, esperando recibir una iluminación espiritual desde lo que preside la sala, el altar o la pantalla". 
Al fin y al cabo, la iglesia y el cine eran los dos únicos sitios a los que sus padres le dejaban ir.

Los setenta y los ochenta

Hijo de inmigrantes italianos, debutó en el cine en 1968 con ¿Quién llama a mi puerta?, aunque con el largometraje que llamó la atención fue Malas calles (1973). 
Así entró a encadenar títulos míticos como Alicia ya no vive aquí (1974) Taxi Driver (1976), New York, New York (1977), Toro salvaje (1980), El rey de la comedia (1982), Jo, qué noche (1985), El color del dinero (1986), La última tentación de Cristo (1988), Uno de los nuestros (1990) (León de Plata en Venecia a la mejor dirección), El cabo del miedo (1991) y La edad de la inocencia (1993),
 eso sin mencionar una decena de documentales sobre cine y música, o la dirección del vídeo musical Bad para Michael Jackson. Todo esto mezclado con una vida personal turbulenta: el aspecto físico de duende travieso de Scorsese esconde un alma en embullición.

Si ese tramo de su carrera quedó marcado por sus trabajos con Robert de Niro, con el que cierra su colaboración en Casino en 1995, desde 2002 su actor fetiche ha sido Leonardo DiCaprio, con el que ha rodado Gánsteres de Nueva York (2002), El aviador (2004), Infiltrados (2006), Shutter Island (2010) y El lobo de Wall Street (2013).
 Su último largometraje fue Silencio (2016), en el que volvía a indagar en la fe católica.
Productor y director de documentales sobre grupos como The Band, The Rolling Stones, Scorsese ha dirigido Blues (una obra documental de siete partes sobre la historia del género); George Harrison: Living in the Material World (sobre el músico de The Beatles) o No Direction Home, sobre la música, la vida y la influencia en la cultura popular estadounidense de Bob Dylan. 
Y ahora está enfangado en la larga posproducción de The Irishman, la película que le ha producido Netflix, que desgrana el asesinato de Jimmy Hoffa, sindicalista estadounidense relacionado con la Mafia, y en la que actúan De Niro, Joe Pesci, Harvey Keitel (dos de sus actores habituales) y por primera vez en el universo Scorsese, Al Pacino. 
"Los pecados no se expían en la iglesia, sino en la calle", se oía en Malas calles: Scorsese también lo ha hecho en el cine.



 

 

Un verso suelto en caída libre............................. Rubén Amón..

El vídeo captado en el supermercado degenera la trama del máster a un escándalo no político sino social, de tal forma que Cifuentes no ha podido contener el ridículo ni el escarnio.



Un verso suelto en caída libre

El vídeo captado en el supermercado degenera la trama del máster a un escándalo no político sino social, de tal forma que Cifuentes no ha podido contener el ridículo ni el escarnio

Cristina Cifuentes ha dimitido.
 Es lo que pretendía Mariano Rajoy como salvaguarda del Gobierno de Madrid, pero el ni la presidenta ni el presidente hubieran sospechado un desenlace tan abrupto ni acaso grotesco.

El vídeo captado en el supermercado degenera la trama del máster a un escándalo no político sino social, de tal forma que Cifuentes, expuesta a las sombras de su pasado, no ha podido contener el ridículo ni el escarniO.
En realidad, Cifuentes (Madrid, 1964) venía descarriada de serie hasta el extremo de haber perfilado una idiosincrasia propia en el Partido Popular.
 Militaba en él desde los 16 años, pero la precocidad no ha implicado sustraerse a la incomodidad y la rebeldía, bien porque se declaraba agnóstica o discutía el énfasis democristiano del PP, bien porque se definía republicana o bien porque contradecía el dogmatismo antiabortista de sus compañeros. 
Tanto se definía ella como el nuevo PP, tanto el viejo conspiraba contra su insolencia y recreaba escenas de vudú.
Podían consentírsele sus opiniones porque Cifuentes, con dos coletas y verso libre, aportaba garantías electorales a la fortaleza de Madrid -accedió a la presidencia de la Comunidad en junio de 2015 - pero el escándalo del máster fantasma le ha sorprendido sin apenas aliados en el erial de la casa madre. 
María Dolores de Cospedal, la secretaria general, es una excepción. Y un motivo de controversia para la propia “Cifu”, pues la división del PP en familias y clanes mal avenidos convierte a los protectores de unos en enemigos de los otros, mirando de reojo el camino que señala el líder supremo con su dedo de César pontevedrés: arriba o abajo.
Mariano Rajoy ha antepuesto el Gobierno de Madrid a la ambiciosa carrera de su presidenta.
 Supone la operación ceder, transigir, a las presiones de Ciudadanos, pero Cifuentes no valía una misa ni un ejercicio extremo de solidaridad, menos aún cuando ella misma había colocado tan alto el umbral de la ejemplaridad: 
“Corrupción cero. 
 Levantar alfombras. Regenerar la vida política caiga quien caiga”, proclamó en un discurso premonitorio.
 Y contradictorio con las imágenes del vídeo viral que la sorprende robando unos productos de belleza en un súper de Vallecas (2011).
Asumía Cifuentes los términos de su propia ejecución para regocijo de los camaradas que la consideraban insolidaria con el partido.
 No ya porque ella misma oponía el modelo de Madrid a la falta de transparencia de Génova, sino porque desafiaba el tabú marianista de las primarias. 
Que fueron su manera de llegar al cargo de presidenta del PP madrileño en 2017, el camino de asumir todo el poder y el modo de limpiar los vestigios del aguirrismo.
Se entiende así que se atribuyera a la batería del fuego amigo la filtración corrosiva del máster.
 Cifuentes tenía más enemigos dentro del PP que fuera.
Y de muy diferentes orígenes, pues la aversión cenital de Soraya Sáenz de Santamaría, munición en la pugna contra Cospedal, cohabitaba con los recelos de Esperanza y con la venganza que le habían prometido Ignacio González, predecesor en el puesto de Cifuentes, 
y Francisco Granados, consejero plenipotenciario en el apogeo nauseabundo de la Púnica.

Han implicado Granados a Cifuentes en la trama de la corrupción con más palabras que pruebas. 
Y ha recordado en sede parlamentaria y judicial que la ya ex presidenta de la Comunidad no podía ser ajena a las cañerías desde sus responsabilidades, implicaciones y antigüedad en el partido

Cifuentes, licenciada en Derecho, madre de dos hijos, había sido once años diputada regional -1991-2011- y había desempeñado el cargo de secretaria de asuntos internos del PP, aunque la travesía del anonimato a la popularidad se lo proporcionaron sus años de carisma y beligerancia en el puesto de delegada del Gobierno y en la coyuntura de las grandes movilizaciones. 
Y no sólo por el hito callejero del 15M.
 También por la elocuencia del balance con que se resolvió la Marcha de la Dignidad de 2014: 20 detenidos, 100 heridos, 67 de ellos policías.
Trataron de caricaturizarla sus adversarios como la sheriff del Partido Popular a cuenta de sus veleidades policiales, pero es posible que su sentido castrense del orden -es hija de un general de artillería- contribuyera a perfilar la propia heterogeneidad del personaje. 
 Cifuentes se multiplicaba en las tertulias.
 Se exponía a los medios. 
 Convertía la oscuridad del puesto en un trampolín a la alta política, sobrepasando incluso el contratiempo de un gravísimo accidente de moto que pudo acabar con ella en 2013.
La redimieron su constancia, su perseverancia. 
Una mujer de instinto. Más superficial que profunda.
 Implacable, exigente.
 Y más mandona que autoritaria.
 Había encontrado en el presidencialismo el propio camino de ejercitación política, de forma que Madrid se le antojaba la meta volante a la Moncloa.
 Liberal y progre a la vez. 
Una candidata “moderna” cuya notoriedad en la vida pública no se explica sin las manos de arcilla de su Pigmalión, Marisa González.
 Había sido la aliada de Gallardón en la construcción de una reputación de político moderno, transversal.
 Y se apreciaba un trabajo similar en la fama mediática de Cifuentes, pero ni Marisa ni Cristina han sido capaces de gestionar la proyección incendiaria de una anécdota -el hurto del súper- ni el laberinto argumental del máster.

Los episodios no representa en sí mismos una catástrofe política, mucho menos en proporción a los escándalos de corrupción al uso en el partido, pero lo han terminado siendo el encubrimiento, la mentira y la intoxicación, de tal forma que el verso suelto ha sido víctima de la arrogancia, de la unanimidad de los medios, del calendario político, de un desenlace esperpéntico y de no haber construido un clan, una familia, que pudiera defenderla en el trance de la extremaunción.


 

 

Rajoy: este escarnio nos lo podía haber ahorrado

Se esperaba una dimisión limpia o una moción de censura, pero triunfó la tercera vía: la humillación sacada de los cajones de mugre.

Cristina Cifuentes.
Manejábamos hasta ahora dos escenarios posibles para un desenlace seguro: el desenlace era la salida de Cristina Cifuentes de la presidencia de la Comunidad de Madrid y del horizonte del PP; desde hace semanas era un cadáver político.
 Los caminos, por el contrario, eran alternativos. 
O presentaba la dimisión tras el caso del máster fraudulento en la Universidad Rey Juan Carlos forzada por Mariano Rajoy, el presidente de su partido; o se sometía a una moción de censura en la que Ángel Gabilondo, catedrático de tacha impecable, presentaba su candidatura en nombre del PSOE con el apoyo de Podemos y Ciudadanos, que cumplía así su compromiso de no permitir el engaño y la corrupción de los miembros de gobiernos que apoya.
La ecuación no era complicada. El regate estaba situado.
 Dos opciones.
 El cadáver de Cifuentes era un hecho, y Mariano Rajoy dirigía los tiempos, como suele.
 Lo más probable, tal y como se especulaba conforme a su carácter y andadura, es que apurara los plazos hasta que no hubiera más remedio y, a cinco minutos del triunfo de la moción de censura, forzara su sustitución por otro presidente de la Comunidad de Madrid que Ciudadanos pudiera apoyar.
 Iba a ser la fórmula para salvar este importante gobierno para un PP en horas bajas y satisfacer al mismo tiempo la casi parálisis habitual de Rajoy.

Pero ha triunfado la tercera vía, la que nadie esperaba y la que el presidente nos podía haber ahorrado a los ciudadanos. 
Desde algún cajón mugriento en algún despacho oscuro salió un vídeo que creían destruido con una humillación registrada:
 la de una líder política, entonces vicepresidenta de la Asamblea de Madrid, pillada como adolescente robando un par de cremas.
 La única diferencia es que los adolescentes no eligen cremas antiedad.
 Pero están en otra edad: la del desafío, la del riesgo, la de la aventura. 
No nos extenderemos aquí en la lectura patológica que tiene el robo por parte de una adulta que además tiene un buen sueldo.

Antes de la dimisión de Cifuentes, aún hoy se han oído "fuentes" cercanas a la presidenta sugiriendo que a quién no le ha saltado la alarma alguna vez en una tienda. 
Será por alarmas.
 Pero esta versión ha durado poco rato. En pocas horas, esta vez Cifuentes se ha ido. 
Víctima, dice, de una campaña de acoso, pero dimitida al fin.
El espectáculo ha llegado a su fin. 
Dramático, shakespeariano, de mutua destrucción asegurada
 Que el presidente del Gobierno sepa sin embargo que en su cadena de reacciones lentas, de mirar hacia otro lado ante la corrupción, esta vez tampoco le ha salido bien. 
Que nos lo podía haber ahorrado.
 ¿Aprenderá para la próxima vez? Porque lo que ya hemos aprendido nosotros es que, en el PP, siempre hay una próxima vez.

 

 

Cifuentes escucha cantar el ‘Gaudeamus’...............Por JUAN CRUZ

La presidenta de la Comunidad de Madrid ha pasado un calvario del que no ha querido aliviarse hasta este mediodía.

 

Cristina Cifuentes, en una imagen de archivo en la Asamblea de Madrid. En vídeo, declaraciones de Ángel Gabilondo tras publicarse el vídeo del supuesto robo. ©GTRESONLINE
 
Una de las escenas más patéticas (hasta este miércoles por la mañana, cuando se la ve, supuestamente, robar en un supermercado) que ha vivido Cristina Cifuentes en su lucha por seguir agarrada al poder, a su lado o detrás, fue cuando tuvo que escuchar en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares el Gaudeamus igituR con el que acabó la ceremonia de entrega del premio Cervantes al nicaragüense Sergio Ramírez
.
Ella estaba sola, rodeada de gente
. Tuvo que apresurarse para seguir el paso del presidente Mariano Rajoy, se vio ausente, acompañada de la sonrisa que ahora exhibe sin besos volados, junto a la reina Letizia, flanqueada por el alcalde de Alcalá de Henares, ante un auditorio que, como ella, escuchaba el famoso himno universitario.
Se dice de los listos que saben Latín. 
Es posible que Cifuentes, tan lista como para aprobar sin estudiar, sepa Latín, por tanto habrá podido deletrear en ese querido idioma las palabras que se iban cantando ante tan docta cámara universitaria.
 Ella estaba allí como presidenta de la Comunidad de Madrid, con ese atributo fue admitida en la mesa. 
Antes y después su compañero de charlas informales, de saludos protocolarios, fue su compañero de partido, Mariano Rajoy, a cuya falda simbólica se asió como una niña busca la protección de su madre. 

El patio donde los Reyes y el premiado se soltaron la tensión de todo este tipo de protocolos tuvo a Cristina Cifuentes como el blanco (el azul, vestía de azul) de todas las miradas: ¿con quién habla?, ¿quién le hace caso? ¿ya se fue?
 Había en torno a su figura la sensación de soledad que producen los seres humanos sobre los que cae una sospecha.
 Los que miran se dicen que no deben mirar y los que son mirados son en demasía conscientes de por qué los miran. Y el encuentro de los ojos sonroja, siempre pasa
Esta mujer ha pasado un calvario del que no ha querido aliviarse hasta este mediodía. 
 En el caso de lo que ocurrió en Alcalá de Henares era simplemente invitada a sentarse en lo más alto.
 Y no se quiere perder el trago de presidir la entrega de premios con la que la Comunidad celebra el 2 de mayo. Ella ha sufrido porque le gusta.
 Pero el momento en que nos fijamos más en ella, en esa soledad que eligió cuando decidió desafiar la verdad sobre su máster y sus relaciones con la comunidad universitaria, fue cuando ante tanto catedrático ilustre, en el seno de la metáfora más perfecta de lo universitario, empezó a sonar el Gaudeamus igitur.
  Las miradas buscaron entonces sus labios finos, su sonrisa invariable, y ante ese disparo de nieve que fue el himno ella se mantuvo incólume, blanca sobre el azul de su vestimenta.
 No abrió la boca, claro, y el texto cantado era en Latín, como siempre.

Pero en el español que se celebraba, ese español de Cervantes que se habla en el mundo y que habían elogiado ministro, premiado y rey, lo que dice en una de sus estrofas el Gaudeamus es: 
“Viva la Universidad/ vivan los profesores./ Vivan todos y cada cual/ de sus miembros, resplandezcan siempre”.
Ella ha tenido el arrojo de poner contra las cuerdas, para defender su máster falso y luego para decir que aprenderlo no le importaba en realidad, el prestigio de una universidad en concreto y, con ella, a toda la comunidad que se identifica con ese canto que ella escuchaba como quien oía llover.
Fue un momento patético y ella debió saberlo, porque seguro que sabe Latín.