Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

24 abr 2018

Los detalles de la boda blindada de la nieta de Adolfo Suárez

Alejandra Romero, que heredó de su abuelo el título de duquesa de Suárez, se casó el pasado sábado y como estaba previsto ninguno de sus tíos maternos acudió al enlace.

Alejandra Romero Suárez, en el coche en el llegó a su boda con Pedro de Armas el pasado sábado.. GTRESOLINE

Alejandra Romero Suárez, en el coche en el llegó a su boda con Pedro de Armas el pasado sábado..  

Sin cambios sobre lo previsto. Así tuvo lugar la boda blindada de Alejandra Romero, duquesa de Suárez y nieta del primer presidente de la democracia española, Adolfo Suárez, con Pedro de Armas, su novio desde la universidad.
El lugar elegido para la ceremonia, que se realizó en la capilla del club Puerta de Hierro de Madrid, garantizaba la privacidad que querían los contrayentes.
 Sólo los invitados que figuraban en una lista que tenía el personal de seguridad de la entrada, tuvieron acceso al exclusivo lugar elegido por los novios.
 Ni siquiera presentar una invitación era suficiente y la pareja prefirió que personal especializado comprobara la identidad de los invitados antes de franquearles el acceso.

Alejandra Romero accedió a la capilla del brazo de su padre, el economista Fernando Romero, vestida con una creación de Jorge Acuña, un traje recto de manga larga con adornos de plata y el pelo recogido en un moño.
 Sólo unos pendientes de brillantes y un broche de su madre Miriam Suárez, que hacía las veces de cuerpo de la mariposa que dibujaban los adornos del cuello del vestido, rompían la elegante sobriedad de un vestido hecho a la medida de la discreción de esta joven
. En las manos, un sencillo ramo de peonías blancas.

 

Fernando, el hermano de Alejandra Romero, llega a la boda acompañado de Amelia Alonso, la mujer de su padre.
Fernando, el hermano de Alejandra Romero, llega a la boda acompañado de Amelia Alonso, la mujer de su padre. GTRESONLINE
 
El momento más emotivo de la ceremonia, además del intercambio de los anillos, fue cuando se recordó a Mariam, la madre de la novia, y a sus abuelos Amparo Illana y Adolfo Suárez. 
 Un lugar preferente ocupó el hermano de la novia, Fernando, que llegó al lugar del enlace conduciendo su coche y acompañado de Amelia Alonso, la mujer de su padre. 
Como estaba previsto no acudieron ninguno de los tíos de la novia, los otros hijos del expresidente y hermanos de Miriam, su madre, –Adolfo, Sonsoles, Laura y Javier Suárez Illana– que falleció a consecuencia de un cáncer de mama en 2004.
 Aunque, aparentemente sobrina y tíos se llevan bien, algo está roto en las relaciones familiares desde que sus tíos se enfrentaron al padre de la novia al fallecer su hermana. Según el entorno de la familia, la mala vida que Fernando Romero dio a su hermana durante los últimos años de su enfermedad son el motivo de estas desavenencias que sólo encontraron una escenificación de normalidad durante los funerales por Adolfo Suárez, fallecido el 23 de marzo de 2014. 
El novio, Pedro de Armas, el día antes de su boda en Madrid.
El novio, Pedro de Armas, el día antes de su boda en Madrid. GTRESONLINE
Tampoco ha facilitado mucho esta relación el hecho de que Alejandra Romero reclamara el título de duquesa de Suárez, tal y como le correspondía desde la aprobación de la Ley de Igualdad para la Sucesión de Titulos Nobiliarios de 2006.
 Una ley que derogó la prevalencia del varón sobre la mujer y que, en este caso, provocó que la hija mayor del expresidente fuera la legítima heredera de este título que al haber fallecido ella, pasó a su hija mayor. 
Su tío Adolfo, sin embargo, consideraba que él era el más adecuado para llevar la representación de ese honor que el rey Juan Carlos concedió a su padre en febrero de 1981 para premiar su “abnegación, tacto y prudencia al servicio de la reconciliación de todos los españoles como presidente del Gobierno”.
 Adolfo Suárez Jr. llegó a consultar la posibilidad de que él fuera quien recibiera el título con representantes del palacio de La Zarzuela.

 

Así encaja el nuevo bebé en la vida ‘real’ de Kate Middleton y Guillermo de Inglaterra

Los duques de Cambridge, que dieron la bienvenida a su tercer hijo este lunes, ya han pasado la primera noche con él en Kensington Palace y se adaptan a la llegada del nuevo miembro de la familia.

 

El tercer hijo de los duques de Cambridge a su salida del hospital St Mary's de Londres.
El tercer hijo de los duques de Cambridge a su salida del hospital St Mary's de Londres. WireImage
 
La llegada de un nuevo miembro a una familia siempre necesita un período de reajuste, especialmente cuando en casa ya hay más niños.
 Este es el caso de Guillermo de Inglaterra y Kate Middleton que, a partir de ahora, no solo tendrán que ajustar sus horarios y planes al bebé recién llegado sino que también tendrán que combinarlos con los de sus otros dos hijos, los príncipes Jorge y Carlota. 
La rutina diaria de los duques de Cambridge es, con todas las diferencias que implica su condición,  como la de cualquier otra familia.
 Por las mañanas Kate Middleton conduce su coche por la caótica hora punta londinense para llevar al príncipe Jorge hasta el colegio y para dejar a Carlota en la escuela infantil. No es de extrañar que los horarios del nuevo bebé y las noches sin dormir hagan más complicada esta tarea, y más si se tiene en cuenta que, tal y como apunta el diario Daily Mail, los duques de Cambridge no quieren contar con ayuda extra para afrontar los primeros días con su nuevo hijo.

Otro de los grandes retos a los que tendrán que hacer frente los duques de Cambridge es la adaptación de los hermanos mayores al recién llegado.
 Pero parece que es un tema que tienen más o menos controlado, ya que, una fuente cercana a la pareja ha asegurado al rotativo británico, que tanto Kate como Guillermo quieren involucrar lo máximo posible a sus hijos en la crianza de su hermano pequeño.
 Este ha sido, precisamente, el principal motivo por el que la pareja decidió abandonar el hospital solo siete horas después del nacimiento y poder estar de vuelta en Kensington Palace para la hora de dormir.
Los duques de CAmbridge a su salida del hospital St Mary's de Londres con su tercer hijo.
Los duques de CAmbridge a su salida del hospital St Mary's de Londres con su tercer hijo. WireImage
A pesar de pertenecer a la familia real Británica tanto Kate como Guillermo quieren que sus hijos lleven una vida lo más normal posible y con este fin han diseñado una para ellos. 
 Para empezar no cuentan con tanto servicio doméstico y cuidadoras como las que tenían el príncipe Carlos y Diana de Gales, pero aún así tienen a su disposición una docena de personas que les ayudan en su vida diaria. 
 Esta no es la única diferencia que se ve entre el trato que el príncipe Carlos tenía con sus trabajadores y el que tiene el príncipe Guillermo. 
 Por ejemplo, el duque de Cambridge llama al servicio por su nombre de pila, y no por el apellido, como hacía su padre.
Una de las figuras más importantes dentro de este peculiar staff es la madrileña María Borallo, que convive con la familia desde la llegada del príncipe Jorge.
 Borallo es la encargada de cuidar de los pequeños, y de hecho ha aparecido en numerosas fotografías con los vástagos de los duques de Cambridge, aunque siempre en un discreto segundo plano.
 
Aunque su caso no es el mismo que el de cualquier pareja que vuelve a casa con su bebé, está claro que la llegada de su nuevo hijo causará revuelo en el apartamento 1A de Kensington Palace. 
 

Por qué la psicosis te da miedo................. guillermo lahera forteza

El cambio en la percepción social sobre la depresión no se ha producido, ni de lejos, en un grupo de trastornos mentales que afectan al 3 % de la población: los psicóticos.

Una imagen de Janet Leigh en la secuencia de la ducha de la película 'Psicosis'.
Una imagen de Janet Leigh en la secuencia de la ducha de la película 'Psicosis'.
En el campo de la depresión las cosas están cambiando. Un programa de televisión de máxima audiencia abre su temporada con una abierta descripción del sufrimiento por el que pasan los pacientes depresivos; varios personajes queridos y admirados por el público reconocen haber transitado por ese infierno y haber salido adelante; un cómic sobre un perro negro se hace viral y ayuda a personas afectadas y a sus familiares
 La audacia y sensibilidad de periodistas, actores, escritores, dibujantes… lo están consiguiendo, y el mensaje ha calado: la depresión existe, afecta a mucha gente, genera un inmenso sufrimiento y una gran discapacidad, pero tiene tratamiento.
La audacia y sensibilidad de periodistas, actores, escritores, dibujantes… lo están consiguiendo, y el mensaje ha calado: la depresión existe, afecta a mucha gente, genera un inmenso sufrimiento y una gran discapacidad, pero tiene tratamiento. 
Este cambio en la percepción social del trastorno es histórico y puede significar un vuelco en la vivencia futura del paciente depresivo: tendrá menos reparo o vergüenza en expresar su dolencia, pedirá ayuda antes, el tratamiento -al ser más temprano- resultará más eficaz, y la persona integrará más fácilmente su trastorno dentro del amplio catálogo de experiencias humanas, en vez de considerarse secretamente alguien tarado y anómalo.

Pero este cambio no se ha producido, ni de lejos, en un grupo de trastornos mentales que afectan al 3% de la población y representan la tercera causa de discapacidad médica entre los 15 y los 44 años: los trastornos psicóticos.
 Para mucha gente ajena al campo médico o psicológico, la palabra psicosis evoca aún la aterradora silueta de un Anthony Perkins muy alto, con peluca de mujer y un cuchillo en la mano.
 Es decir, el miedo, el espanto, lo impredecible, lo siniestro. 
Se entiende que el paciente psicótico sea reticente a aceptar tener este trastorno, porque socialmente significa poco menos que encarnar las fuerzas de mal y del peligro.
Otro malentendido -en personas formadas e informadas en otros ámbitos, por otro lado- es utilizar como sinónimos palabras como psicótico, psicópata, esquizofrénico, psiquiátrico… 
La relevancia clínica y social de estos trastornos exige que clarifiquemos estos conceptos y combatamos los mitos y las tergiversaciones. 
A esto no contribuye el diccionario de la RAE que considera que psicosis, en su primera acepción, significa “enfermedad mental” (demasiado general), aunque luego especifica: “enfermedad mental caracterizada por delirios y alucinaciones, como la esquizofrenia o la paranoia”.

 Otras definiciones, como la del diccionario Webster´s hacen referencia a la “pérdida de contacto con la realidad” (el núcleo de la psicosis) y a la frecuente aparición de alucinaciones y delirios. Efectivamente, los trastornos psicóticos son un grupo de enfermedades que cursan con alucinaciones (es decir, percepciones sin objeto, falsas percepciones), delirios (creencias falsas mantenidas con una convicción total a pesar de la evidencia contraria o la argumentación lógica, que invaden y dominan al sujeto) y/o lo que llamamos desorganización del pensamiento, es decir, pérdida de la capacidad para estructurar las ideas, mantener una conexión significativa lógica entre ellas.
Esto se entiende mejor con un caso clínico, de los muchos que vemos en la consulta. F., un chico joven, de unos 18 años, por lo demás completamente normal, comienza, en el curso de unos meses, a cambiar su manera habitual de comportarse: deja de ir a clase, se sale del equipo de baloncesto, pasa mucho tiempo encerrado en su habitación, bien conectado a Internet o leyendo libros y revistas de temas singulares, en concreto sobre la vida extraterrestre y el más allá;
 fuma secretamente porros, porque -según él- es “lo único que le calma”; los padres le notan retraído, huidizo, irritable, “como cambiado”.
 Sus escasas conversaciones empiezan a girar invariablemente sobre asuntos “filosóficos”, abstractos, que los padres no llegan a entender. 
En su discurso, parece que todo lo que ocurre en el mundo hace referencia a él: la gente le mira por la calle, le hace gestos, los antiguos amigos le mandan mensajes indirectos a través de Internet o TV, los libros de su habitación le desvelan poco a poco un poderoso complot contra su persona.
 Un día confiesa a su asustada madre que escucha voces en su cabeza que le insultan y atormentan.
 Cada vez se siente más en peligro porque de todas partes le llegan mensajes amenazantes, y su sensación de soledad e indefensión es absoluta. No puede dormir, no puede comer ante el miedo a ser envenenado, no puede estudiar ni hacer deporte ni salir con sus amigos, cree ser grabado con cámaras de vídeo colocadas en su casa, se siente parte de una pesadilla espantosa de la que no puede salir y en la que no puede confiar en nadie.
 No considera estar enfermo, porque ¿cómo puede uno dudar de su representación de la realidad? Si oye voces (no las imagina, no las recuerda: las oye), si siente que le persiguen (no se imagina, no fantasea, no cree: lo siente, lo sabe), si todo esto le está pasando, ¿cómo va a ser esto una enfermedad, que vaya a mejorar con un tratamiento?
El caso es que F. tiene un episodio psicótico, y hay que estudiarlo, descartar causas médicas o tóxicas (el cannabis podría tener algo que ver, seguramente como desencadenante), evaluar el tipo de psicosis que tiene y tratarlo.
 Tratarlo significa fundamentalmente ofrecerle una ayuda, una confianza y una esperanza, transmitiéndole que esa pesadilla puede remitir.
 Tratar significa acompañarlo, garantizar su seguridad, favorecer su red de apoyo personal en este momento crítico.
 Y, junto a esto, de forma imprescindible, corregir el desequilibrio bioquímico que está favoreciendo estos síntomas tan aterradores. Afortunadamente tenemos herramientas farmacológicas para combatir eficazmente los delirios, las alucinaciones y la desorganización del pensamiento. Utilizaremos las dosis mínimas eficaces (no las mega-dosis de antaño) y durante los tiempos que marcan las guías Internacionales de práctica clínica, en la fase aguda y posteriormente, para prevenir recaídas, dado que la recurrencia en los trastornos psicóticos es muy alta.
 En la mayoría de casos como el de F., al cabo de unas semanas, el paciente estará mejor y podrá reiniciar, progresivamente y con ayuda, sus proyectos vitales.
 Algunos de estos trastornos psicóticos evolucionan a una esquizofrenia, enfermedad grave que cursa con recaídas y, entremedias, lo que llamamos síntomas negativos (desmotivación, apatía, aplanamiento afectivo…), pero otros tendrán una evolución distinta, hacia un curso más esporádico o benigno.
 En todos los casos será decisiva la ayuda familiar, social y profesional, y la participación activa del paciente en la gestión de su caso, con un solo objetivo: la recuperación funcional.

El abordaje de la psicosis es una asignatura pendiente de nuestra sociedad.
 Tenemos un déficit de inversión en asistencia e investigación de los trastornos psicóticos respecto a los países avanzados. 
Mientras en Reino Unido hay 15 psiquiatras por cada 100.000 habitantes (en Holanda 20 y en Noruega 29), en España hay ocho. Esta diferencia es aún más clamorosa en los psicólogos clínicos y enfermeros especialistas en salud mental.
 España invierte en salud mental 5,5 euros por cada 100 que destina al gasto total sanitario, una cifra inferior a la media de la UE, que alcanza los siete euros, lo que explica la falta de recursos y repercute en las personas con trastornos psicóticos.
 Algún partido político, digo yo, cogerá la bandera de la integración de las personas con trastornos mentales y quizá la situación pueda cambiar.
Pero para ello, antes es necesario que la psicosis salga del rincón oscuro del desconocimiento y el miedo.
 Que se conozcan estos trastornos, se sepa que la inmensa mayoría de los pacientes psicóticos no son violentos ni peligrosos (es evidente que merecen más nuestra empatía que nuestro miedo), que se sepa que además de sus síntomas tienen que soportar el rechazo y la discriminación.
 Que se difunda que estos trastornos tienen tratamiento efectivo (farmacológico y psicosocial), que es posible la integración y que la sociedad -como ha empezado a hacer con los pacientes depresivos-, algún día, se tomará en serio apoyar a chicos como F. y a sus familias.
Guillermo Lahera Forteza es psiquiatra, profesor de Psiquiatría y Psicología Médica en la Universidad de Alcalá e investigador adscrito al CIBERSAM.

 

El mito de Robin Hood: ¿qué fue de los bandidos sociales?

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Robin de los bosques, 1938. Imagen: Warner Bros.

«El robo es la restitución, la recuperación de la posesión
. En vez de encerrarme en una fábrica, como en un presidio; en vez de mendigar aquello a lo que tenía derecho, preferí sublevarme y combatir cara a cara a mis enemigos haciendo la guerra a los ricos atacando sus bienes…».
 Marius Jacob, el célebre ladrón anarquista francés, mira a los magistrados de la audiencia de Amiens que le juzgan y lee su alegato —Por qué he robado—, donde se autodefine como «un rebelde que vive del producto de sus robos».
 Es el mes de marzo de 1905 y Jacob se libra de la pena de muerte, pero a cambio pasará los siguientes veintidós años de su vida en un presidio de la Guayana Francesa.
 La justicia le acusa de haber perpetrado más de ciento cincuenta robos a iglesias, mansiones y hoteles, entre otros delitos, junto a los Trabajadores de la Noche, la banda de asaltantes libertarios que, con su audacia, ha traído de cabeza a la policía francesa desde 1897. 
Los hombres de Jacob se disfrazan de curas, oficiales del ejército o señores de alta alcurnia, tratan de no pegar un solo tiro y, después de cada golpe, dejan siempre un mensaje mordaz bajo la firma de Atila, el seudónimo de Jacob:
 «A Dios Todopoderoso, aquí están tus ladrones».
El mito de Robin Hood, el ladrón noble que roba a los ricos en beneficio de los pobres, se esparció por el mundo a partir del siglo XIV gracias a los poemas, baladas y relatos orales que mencionaban ya algunas hazañas del príncipe de los ladrones. Desde entonces, la imagen de los «bandidos buenos» ha llegado a gozar de atributos casi divinos. 
La cultura popular les dedicó canciones y relatos, poemas y proverbios, altares paganos y reinados simbólicos.
 Las leyendas de esos forajidos generosos nutrieron durante varios siglos el imaginario de los más desfavorecidos. 
Algunos abrazaron la revolución, otros impartieron su propia interpretación de la justicia social y hubo quienes se dejaron llevar por el gatillo fácil. 
¿Qué tienen en común Pancho Villa y Diego Corriente? ¿Malverde y Lampião? ¿Gaspard de Besse y Phoolan Devi? ¿Jesse James y Jules Bonnot? ¿El Gauchito Gil y Marius Jacob? ¿Salvatore Giuliano y Juraj Jánošík? Para Eric Hobsbawm, el historiador marxista que abordó el fenómeno en sus libros Rebeldes primitivos (1959) y Bandidos (1969), esos personajes y una legión más de almas rebeldes encarnan de una u otra manera el prototipo del «bandido social», como bautizó el ensayista británico a esos justicieros a los que el pueblo llano dotó de una aureola de misticismo e invulnerabilidad, las mismas cualidades que en su día se cantaron sobre el prodigioso arquero de los bosques de Sherwood.

Hobsbawm observó que las historias de esos bandoleros que robaban a los ricos y redistribuían la riqueza entre los pobres (o al menos lo pregonaban) se sucedían con características muy similares en diferentes rincones del mundo.
 Ese fenómeno universal se presentaba principalmente en las sociedades campesinas que se hallaban en la etapa de evolución entre la organización tribal y familiar y la sociedad capitalista industrial.
 «En las montañas y los bosques bandas de hombres fuera del alcance de la ley y la autoridad, violentos y armados, imponen su voluntad mediante la extorsión, el robo y otros procedimientos a sus víctimas. 
De esta manera, al desafiar a los que tienen o reivindican el poder, la ley y el control de los recursos, el bandolerismo desafía simultáneamente al orden económico, social y político.
 Este es el significado histórico del bandolerismo en las sociedades con divisiones de clase y estados (…) La esencia de los bandoleros sociales es que son campesinos fuera de la ley, a los que el señor y el Estado consideran criminales, pero que permanecen dentro de la sociedad campesina y son considerados por su gente como héroes, paladines, vengadores, luchadores por la justicia, a veces incluso líderes de la liberación, y en cualquier caso como personas a las que admirar, ayudar y apoyar», sostiene Hobsbawm en la cuarta edición de Bandidos (1999).
 Pese a circunscribir el bandolerismo social al ámbito rural, el pensador marxista, cuya primera edición de ese ensayo recibió algunas críticas de otros historiadores por no haber definido con más nitidez el marco político en el que se desarrolla el fenómeno, dedica varias páginas de su obra a otros proscritos que no actuaron estrictamente en el mundo rural, como los expropiadores anarquistas del siglo XX.

Ese forajido que levanta su espada o empuña el mosquetón contra los abusos y en nombre de la justicia social posee ciertos rasgos que lo hacen fácilmente identificable, bien se trate de un cosaco de las estepas rusas, un dacoit de la India o un bandolero andaluz. Hobsbawm detectó varios  atributos a la hora de perfilar la imagen de un bandido social.
 En el ADN de todo ladrón noble que se precie debe ser visible, como un tatuaje en la piel, el apotegma que da sentido al mito de Robin Hood: «robar al rico para dar al pobre». 
El bandido bueno suele traspasar los márgenes de la ley al ser víctima de una injusticia.
 Esa afrenta le otorgará el salvoconducto para no ser considerado un criminal por el pueblo.
 El ladrón generoso no mata si no es en defensa propia (una máxima que no todos cumplirán a rajatabla), se siente invulnerable y cuando cae suele deberse a una traición. 

¿Era esa la imagen del arquero de Sherwood? Alejandro Dumas le hizo hablar así en Robin Hood el proscrito:
 «Soy lo que la gente llama un bandido, un ladrón, ¡de acuerdo! Pero, aunque desvalijo a los ricos, no tomo nada de los pobres. Detesto la violencia, no derramo nunca sangre; amo a mi patria, y la tiranía me resulta odiosa». 
Los trovadores del siglo XIV ya cantaban las hazañas de ese Robin Hood real o imaginario. 
 William Langland, autor del poema alegórico Piers Plowman (1377), cita al príncipe de los bandidos por boca del sacerdote Sloth: «Conozco rimas de Robin Hood». 
Es la primera mención en un manuscrito al proscrito del condado de Nottingham que se enfrenta a los caballeros normandos y al clero. 
Las proezas del ladrón generoso se siguen leyendo y cantando en el siglo XV. 
Muchos años después, en 1795, el anticuario inglés Joseph Ritson dio a conocer una recopilación de baladas sobre Robin Hood que despertarían con el paso del tiempo el interés de historiadores, literatos, poetas y cineastas.
Pero todo ese fervor historiográfico y literario sobre el forajido de los bosques de Sherwood no ha logrado revelar si hubo un Robin Hood de carne y hueso. 
Su leyenda se nutrió sin duda de otros personajes, como Hereward the Wake (el Proscrito), el hijo de un noble sajón asesinado por los normandos que se alzó en armas contra el rey Guillermo el Conquistador en el siglo XI.
 Fue el historiador Joseph Hunter quien a mediados del siglo XIX investigó más a fondo sobre la figura del héroe sajón en los archivos de York, y llegó a la conclusión de que existió un tal Robert Hood nacido en 1290 que acabaría sublevándose contra Eduardo II de Inglaterra y asaltando a los comerciantes que transitaban por el bosque de Sherwood.
 Las correrías de Hood terminarían con una promesa de fidelidad al rey. 
No obstante, durante los siglos XIII y XIV y hasta la aparición de las primeras baladas en el siglo XV fueron varios los proscritos identificados como Robin Hood, todos ellos insurrectos contra los normandos.
 Ese Robin Hood individual o colectivo, enfrentado a los poderosos y defensor de los humildes, fue sublimado por el folclore medieval. Su leyenda ha pervivido a lo largo de los siglos como una corriente de agua subterránea, aflorando aquí y allá. 
Hombres que nunca oyeron hablar del príncipe de los ladrones retomaron su legado cada vez que se alzaron en armas contra la injusticia social.
Un hombre toca el busto de San Jesús Malverde, Culiacán, 2011. Fotografía: Cordon.
Algunos de los sucesores de Robin Hood se convirtieron en verdaderos santos laicos a los que todavía hoy siguen venerando miles de fieles. 
Y, al igual que ocurre con el primer ladrón noble, en sus biografías conviven hechos reales con otros surgidos de la imaginación popular.
 Es el caso de Jesús Malverde (Jesús Juárez Mazo), el bandido de Sinaloa, al que han rendido tributo todos los narcotraficantes de ese estado mexicano en el que aún se cantan corridos sobre sus supuestas hazañas.
 Considerado un ladrón generoso y ajusticiado en 1909, a Malverde le adoraban esas clases populares de las que más tarde surgirían los grandes capos de los cárteles sinoalenses. 
A su capilla, erigida en la ciudad de Culiacán, solían acudir campesinos de las sierras, pescadores y obreros.
 Hasta que llegaron los narcos y empezaron a ofrendar sus AK-47 mientras rezaban una plegaria para que sus cargamentos de droga llegaran sin problemas a su destino, al norte del río Bravo.

 En el otro extremo de América Latina, el culto piadoso le corresponde a otro salteador de caminos de agrandado corazón, el Gauchito Gil (Antonio Mamerto Gil Núñez), jefe de una banda de bandoleros de la provincia de Corrientes.
 Cada 8 de enero, decenas de miles de fieles acuden a la localidad correntina de Mercedes para pedirle que interceda por ellos.
 Hay cientos de versiones sobre las aventuras del más célebre de los «gauchos milagrosos». 
La mayoría, apócrifas.
 Cuentan que el Gauchito Gil, devoto de San La Muerte, tenía poderes sobrehumanos para desviar las balas enemigas, ahí es nada. Pero tuvo el final trágico de casi todos los malevos.
 Le colgaron de un algarrobo boca abajo y le degollaron. Su primer «milagro» fue ayudar a su verdugo, a quien antes de morir solo le reclamó que rezara por él.
 La leyenda cuenta que el verdugo le hizo caso y su hijo, aquejado de una grave enfermedad, se curó.
 Desde entonces el Gauchito Gil no ha parado de recibir peticiones. Lleva ciento cuarenta años en el asunto.