Alejandra
Romero, que heredó de su abuelo el título de duquesa de Suárez, se casó
el pasado sábado y como estaba previsto ninguno de sus tíos maternos
acudió al enlace.
Sin cambios sobre lo previsto. Así tuvo lugar la boda blindada de Alejandra Romero, duquesa de Suárez y nieta del primer presidente de la democracia española, Adolfo Suárez, con Pedro de Armas, su novio desde la universidad. El
lugar elegido para la ceremonia, que se realizó en la capilla del club
Puerta de Hierro de Madrid, garantizaba la privacidad que querían los
contrayentes. Sólo los invitados que figuraban en una lista que tenía el
personal de seguridad de la entrada, tuvieron acceso al exclusivo lugar
elegido por los novios. Ni siquiera presentar una invitación era
suficiente y la pareja prefirió que personal especializado comprobara la
identidad de los invitados antes de franquearles el acceso.
Alejandra Romero accedió a la capilla del brazo de su padre, el
economista Fernando Romero, vestida con una creación de Jorge Acuña, un
traje recto de manga larga con adornos de plata y el pelo recogido en un
moño. Sólo unos pendientes de brillantes y un broche de su madre Miriam
Suárez, que hacía las veces de cuerpo de la mariposa que dibujaban los
adornos del cuello del vestido, rompían la elegante sobriedad de un
vestido hecho a la medida de la discreción de esta joven . En las manos,un sencillo ramo de peonías blancas.
Los duques
de Cambridge, que dieron la bienvenida a su tercer hijo este lunes, ya
han pasado la primera noche con él en Kensington Palace y se adaptan a
la llegada del nuevo miembro de la familia.
El tercer hijo de los duques de Cambridge a su salida del hospital St Mary's de Londres.Anwar HusseinWireImageLa llegada de un nuevo miembro a una familia siempre necesita un
período de reajuste, especialmente cuando en casa ya hay más niños. Este
es el caso de Guillermo de Inglaterra y Kate Middleton que, a partir de ahora, no solo tendrán que ajustar sus horarios y planes al bebé recién llegado sino que también tendrán que combinarlos con los de sus otros dos hijos, los príncipes Jorge y Carlota. La
rutina diaria de los duques de Cambridge es, con todas las diferencias
que implica su condición, como la de cualquier otra familia. Por las
mañanas Kate Middleton conduce su coche por la caótica hora punta
londinense para llevar al príncipe Jorge hasta el colegio y
para dejar a Carlota en la escuela infantil. No es de extrañar que los
horarios del nuevo bebé y las noches sin dormir hagan más complicada
esta tarea, y más si se tiene en cuenta que, tal y como apunta el diario
Daily Mail, los duques de Cambridge no quieren contar con ayuda extra para afrontar los primeros días con su nuevo hijo.
Los duques de CAmbridge a su salida del hospital St Mary's de Londres con su tercer hijo.Samir HusseinWireImage
A pesar de pertenecer a la familia real
Británica tanto Kate como Guillermo quieren que sus hijos lleven una
vida lo más normal posible y con este fin han diseñado una para ellos.
Para empezar no cuentan con tanto servicio doméstico y cuidadoras como
las que tenían el príncipe Carlos y Diana de Gales, pero aún así tienen a
su disposición una docena de personas que les ayudan en su vida diaria.
Esta no es la única diferencia que se ve entre el trato que el príncipe
Carlos tenía con sus trabajadores y el que tiene el príncipe Guillermo.
Por ejemplo, el duque de Cambridge llama al servicio por su nombre de
pila, y no por el apellido, como hacía su padre.
Una de las figuras más importantes dentro de este peculiar staff
es la madrileña María Borallo, que convive con la familia desde la
llegada del príncipe Jorge.
Borallo es la encargada de cuidar de los
pequeños, y de hecho ha aparecido en numerosas fotografías con los
vástagos de los duques de Cambridge, aunque siempre en un discreto
segundo plano.
Aunque su caso no es el mismo que el de cualquier pareja que vuelve a
casa con su bebé, está claro que la llegada de su nuevo hijo causará
revuelo en el apartamento 1A de Kensington Palace.
El cambio
en la percepción social sobre la depresión no se ha producido, ni de
lejos, en un grupo de trastornos mentales que afectan al 3 % de la
población: los psicóticos.
Una imagen de Janet Leigh en la secuencia de la ducha de la película 'Psicosis'.
En el campo de la depresión las cosas están cambiando. Un programa de
televisión de máxima audiencia abre su temporada con una abierta
descripción del sufrimiento por el que pasan los pacientes depresivos; varios personajes queridos y admirados por el público reconocen haber transitado por ese infierno y haber salido adelante; un cómic sobre un perro negro se hace viral y ayuda a personas afectadas y a sus familiares. La audacia y sensibilidad de periodistas, actores, escritores,
dibujantes… lo están consiguiendo, y el mensaje ha calado: la depresión
existe, afecta a mucha gente, genera un inmenso sufrimiento y una gran
discapacidad, pero tiene tratamiento. La audacia y sensibilidad de periodistas, actores, escritores,
dibujantes… lo están consiguiendo, y el mensaje ha calado: la depresión
existe, afecta a mucha gente, genera un inmenso sufrimiento y una gran
discapacidad, pero tiene tratamiento. Este cambio en la percepción
social del trastorno es histórico y puede significar un vuelco en la
vivencia futura del paciente depresivo: tendrá menos reparo o vergüenza
en expresar su dolencia, pedirá ayuda antes, el tratamiento -al ser más
temprano- resultará más eficaz, y la persona integrará más fácilmente su
trastorno dentro del amplio catálogo de experiencias humanas, en vez de
considerarse secretamente alguien tarado y anómalo.
Pero
este cambio no se ha producido, ni de lejos, en un grupo de trastornos
mentales que afectan al 3% de la población y representan la tercera
causa de discapacidad médica entre los 15 y los 44 años: los trastornos
psicóticos. Para mucha gente ajena al campo médico o psicológico, la
palabra psicosis evoca aún la aterradora silueta de un Anthony
Perkins muy alto, con peluca de mujer y un cuchillo en la mano. Es
decir, el miedo, el espanto, lo impredecible, lo siniestro. Se entiende
que el paciente psicótico sea reticente a aceptar tener este trastorno,
porque socialmente significa poco menos que encarnar las fuerzas de mal y
del peligro. Otro malentendido -en personas formadas e informadas en otros ámbitos,
por otro lado- es utilizar como sinónimos palabras como psicótico,
psicópata, esquizofrénico, psiquiátrico… La relevancia clínica y social
de estos trastornos exige que clarifiquemos estos conceptos y combatamos
los mitos y las tergiversaciones. A esto no contribuye el diccionario
de la RAE que considera que psicosis, en su primera acepción, significa
“enfermedad mental” (demasiado general), aunque luego especifica:
“enfermedad mental caracterizada por delirios y alucinaciones, como la
esquizofrenia o la paranoia”.
Otras definiciones, como la del
diccionario Webster´s hacen referencia a la “pérdida de contacto con la
realidad” (el núcleo de la psicosis) y a la frecuente aparición de
alucinaciones y delirios. Efectivamente, los trastornos psicóticos son
un grupo de enfermedades que cursan con alucinaciones (es decir,
percepciones sin objeto, falsas percepciones), delirios
(creencias falsas mantenidas con una convicción total a pesar de la
evidencia contraria o la argumentación lógica, que invaden y dominan al
sujeto) y/o lo que llamamos desorganización del pensamiento, es decir,
pérdida de la capacidad para estructurar las ideas, mantener una
conexión significativa lógica entre ellas. Esto se entiende mejor con un caso clínico, de los muchos que vemos en
la consulta. F., un chico joven, de unos 18 años, por lo demás
completamente normal, comienza, en el curso de unos meses, a cambiar su
manera habitual de comportarse: deja de ir a clase, se sale del equipo
de baloncesto, pasa mucho tiempo encerrado en su habitación, bien
conectado a Internet o leyendo libros y revistas de temas singulares, en
concreto sobre la vida extraterrestre y el más allá; fuma
secretamente porros, porque -según él- es “lo único que le calma”; los
padres le notan retraído, huidizo, irritable, “como cambiado”. Sus
escasas conversaciones empiezan a girar invariablemente sobre asuntos
“filosóficos”, abstractos, que los padres no llegan a entender. En su
discurso, parece que todo lo que ocurre en el mundo hace referencia a
él: la gente le mira por la calle, le hace gestos, los antiguos amigos
le mandan mensajes indirectos a través de Internet o TV, los libros de
su habitación le desvelan poco a poco un poderoso complot contra su
persona. Un día confiesa a su asustada madre que escucha voces en su
cabeza que le insultan y atormentan. Cada vez se siente más en peligro
porque de todas partes le llegan mensajes amenazantes, y su sensación de
soledad e indefensión es absoluta. No puede dormir, no puede comer ante
el miedo a ser envenenado, no puede estudiar ni hacer deporte ni salir
con sus amigos, cree ser grabado con cámaras de vídeo colocadas en su
casa, se siente parte de una pesadilla espantosa de la que no puede
salir y en la que no puede confiar en nadie. No considera estar enfermo,
porque ¿cómo puede uno dudar de su representación de la realidad? Si oye
voces (no las imagina, no las recuerda: las oye), si siente que le
persiguen (no se imagina, no fantasea, no cree: lo siente, lo sabe), si todo esto le está pasando, ¿cómo va a ser esto una enfermedad, que vaya a mejorar con un tratamiento? El caso es que F. tiene un episodio psicótico, y hay que estudiarlo,
descartar causas médicas o tóxicas (el cannabis podría tener algo que
ver, seguramente como desencadenante), evaluar el tipo de psicosis que
tiene y tratarlo. Tratarlo significa fundamentalmente ofrecerle una
ayuda, una confianza y una esperanza, transmitiéndole que esa pesadilla
puede remitir. Tratar significa acompañarlo, garantizar su seguridad,
favorecer su red de apoyo personal en este momento crítico. Y, junto a
esto, de forma imprescindible, corregir el desequilibrio bioquímico que
está favoreciendo estos síntomas tan aterradores. Afortunadamente
tenemos herramientas farmacológicas para combatir eficazmente los
delirios, las alucinaciones y la desorganización del pensamiento.
Utilizaremos las dosis mínimas eficaces (no las mega-dosis de
antaño) y durante los tiempos que marcan las guías Internacionales de
práctica clínica, en la fase aguda y posteriormente, para prevenir
recaídas, dado que la recurrencia en los trastornos psicóticos es muy
alta. En la mayoría de casos como el de F., al cabo de unas semanas, el
paciente estará mejor y podrá reiniciar, progresivamente y con ayuda,
sus proyectos vitales. Algunos de estos trastornos psicóticos
evolucionan a una esquizofrenia, enfermedad grave que cursa con recaídas
y, entremedias, lo que llamamos síntomas negativos (desmotivación,
apatía, aplanamiento afectivo…), pero otros tendrán una evolución
distinta, hacia un curso más esporádico o benigno. En todos los casos
será decisiva la ayuda familiar, social y profesional, y la
participación activa del paciente en la gestión de su caso, con un solo
objetivo: la recuperación funcional.
El abordaje de la psicosis es una asignatura pendiente de nuestra
sociedad. Tenemos un déficit de inversión en asistencia e investigación
de los trastornos psicóticos respecto a los países avanzados. Mientras en Reino Unido hay 15 psiquiatras por cada 100.000 habitantes (en Holanda 20 y en Noruega 29), en España hay ocho.
Esta diferencia es aún más clamorosa en los psicólogos clínicos y
enfermeros especialistas en salud mental. España invierte en salud
mental 5,5 euros por cada 100 que destina al gasto total sanitario, una
cifra inferior a la media de la UE, que alcanza los siete euros, lo que
explica la falta de recursos y repercute en las personas con trastornos
psicóticos. Algún partido político, digo yo, cogerá la bandera de la
integración de las personas con trastornos mentales y quizá la situación
pueda cambiar. Pero para ello, antes es necesario que la psicosis salga del rincón
oscuro del desconocimiento y el miedo. Que se conozcan estos trastornos,
se sepa que la inmensa mayoría de los pacientes psicóticos no son
violentos ni peligrosos (es evidente que merecen más nuestra empatía que
nuestro miedo), que se sepa que además de sus síntomas tienen que
soportar el rechazo y la discriminación. Que se difunda que estos
trastornos tienen tratamiento efectivo (farmacológico y psicosocial),
que es posible la integración y que la sociedad -como ha empezado a
hacer con los pacientes depresivos-, algún día, se tomará en serio
apoyar a chicos como F. y a sus familias.
Guillermo Lahera Forteza es psiquiatra, profesor de Psiquiatría y Psicología Médica en la Universidad de Alcalá e investigador adscrito al CIBERSAM.
Publicado por César G. Calero. Robin de los bosques, 1938. Imagen: Warner Bros.
«El robo
es la restitución, la recuperación de la posesión
. En vez de encerrarme
en una fábrica, como en un presidio; en vez de mendigar aquello a lo
que tenía derecho, preferí sublevarme y combatir cara a cara a mis
enemigos haciendo la guerra a los ricos atacando sus bienes…».
Marius Jacob, el célebre ladrón anarquista francés, mira a los magistrados de la audiencia de Amiens que le juzgan y lee su alegato —Por qué he robado—,
donde se autodefine como «un rebelde que vive del producto de sus
robos».
Es el mes de marzo de 1905 y Jacob se libra de la pena de
muerte, pero a cambio pasará los siguientes veintidós años de su vida en
un presidio de la Guayana Francesa.
La justicia le acusa de haber
perpetrado más de ciento cincuenta robos a iglesias, mansiones y
hoteles, entre otros delitos, junto a los Trabajadores de la Noche, la
banda de asaltantes libertarios que, con su audacia, ha traído de cabeza
a la policía francesa desde 1897.
Los hombres de Jacob se disfrazan de
curas, oficiales del ejército o señores de alta alcurnia, tratan de no
pegar un solo tiro y, después de cada golpe, dejan siempre un mensaje
mordaz bajo la firma de Atila, el seudónimo de Jacob:
«A Dios Todopoderoso, aquí están tus ladrones».
El
mito de Robin Hood, el ladrón noble que roba a los ricos en beneficio
de los pobres, se esparció por el mundo a partir del siglo XIV gracias a
los poemas, baladas y relatos orales que mencionaban ya algunas hazañas
del príncipe de los ladrones. Desde entonces, la imagen de los
«bandidos buenos» ha llegado a gozar de atributos casi divinos.
La
cultura popular les dedicó canciones y relatos, poemas y proverbios,
altares paganos y reinados simbólicos.
Las leyendas de esos forajidos
generosos nutrieron durante varios siglos el imaginario de los más
desfavorecidos.
Algunos abrazaron la revolución, otros impartieron su
propia interpretación de la justicia social y hubo quienes se dejaron
llevar por el gatillo fácil.
¿Qué tienen en común Pancho Villa y Diego Corriente? ¿Malverde y Lampião? ¿Gaspard de Besse y Phoolan Devi? ¿Jesse James y Jules Bonnot? ¿El Gauchito Gil y Marius Jacob? ¿Salvatore Giuliano y Juraj Jánošík? Para Eric Hobsbawm, el historiador marxista que abordó el fenómeno en sus libros Rebeldes primitivos (1959) y Bandidos (1969),
esos personajes y una legión más de almas rebeldes encarnan de una u
otra manera el prototipo del «bandido social», como bautizó el ensayista
británico a esos justicieros a los que el pueblo llano dotó de una
aureola de misticismo e invulnerabilidad, las mismas cualidades que en
su día se cantaron sobre el prodigioso arquero de los bosques de
Sherwood.
Hobsbawm
observó que las historias de esos bandoleros que robaban a los ricos y
redistribuían la riqueza entre los pobres (o al menos lo pregonaban) se
sucedían con características muy similares en diferentes rincones del
mundo.
Ese fenómeno universal se presentaba principalmente en las
sociedades campesinas que se hallaban en la etapa de evolución entre la
organización tribal y familiar y la sociedad capitalista industrial.
«En
las montañas y los bosques bandas de hombres fuera del alcance de la
ley y la autoridad, violentos y armados, imponen su voluntad mediante la
extorsión, el robo y otros procedimientos a sus víctimas.
De esta
manera, al desafiar a los que tienen o reivindican el poder, la ley y el
control de los recursos, el bandolerismo desafía simultáneamente al
orden económico, social y político.
Este es el significado histórico del
bandolerismo en las sociedades con divisiones de clase y estados (…) La
esencia de los bandoleros sociales es que son campesinos fuera de la
ley, a los que el señor y el Estado consideran criminales, pero que
permanecen dentro de la sociedad campesina y son considerados por su
gente como héroes, paladines, vengadores, luchadores por la justicia, a
veces incluso líderes de la liberación, y en cualquier caso como
personas a las que admirar, ayudar y apoyar», sostiene Hobsbawm en la
cuarta edición de Bandidos (1999).
Pese a circunscribir el bandolerismo social al ámbito rural, el
pensador marxista, cuya primera edición de ese ensayo recibió algunas
críticas de otros historiadores por no haber definido con más nitidez el
marco político en el que se desarrolla el fenómeno, dedica varias
páginas de su obra a otros proscritos que no actuaron estrictamente en
el mundo rural, como los expropiadores anarquistas del siglo XX.
Ese
forajido que levanta su espada o empuña el mosquetón contra los abusos y
en nombre de la justicia social posee ciertos rasgos que lo hacen
fácilmente identificable, bien se trate de un cosaco de las estepas
rusas, un dacoit
de la India o un bandolero andaluz. Hobsbawm detectó varios atributos a
la hora de perfilar la imagen de un bandido social.
En el ADN de todo
ladrón noble que se precie debe ser visible, como un tatuaje en la piel,
el apotegma que da sentido al mito de Robin Hood: «robar al rico para
dar al pobre».
El bandido bueno suele traspasar los márgenes de la ley
al ser víctima de una injusticia.
Esa afrenta le otorgará el
salvoconducto para no ser considerado un criminal por el pueblo.
El
ladrón generoso no mata si no es en defensa propia (una máxima que no
todos cumplirán a rajatabla), se siente invulnerable y cuando cae suele
deberse a una traición.
¿Era esa la imagen del arquero de Sherwood? Alejandro Dumas le hizo hablar así en Robin Hood el proscrito:
«Soy lo que la gente llama un bandido, un ladrón, ¡de acuerdo! Pero,
aunque desvalijo a los ricos, no tomo nada de los pobres. Detesto la
violencia, no derramo nunca sangre; amo a mi patria, y la tiranía me
resulta odiosa».
Los trovadores del siglo XIV ya cantaban las hazañas de
ese Robin Hood real o imaginario.
William Langland, autor del poema alegórico Piers Plowman
(1377), cita al príncipe de los bandidos por boca del sacerdote Sloth:
«Conozco rimas de Robin Hood».
Es la primera mención en un manuscrito al
proscrito del condado de Nottingham que se enfrenta a los caballeros
normandos y al clero.
Las proezas del ladrón generoso se siguen leyendo y
cantando en el siglo XV.
Muchos años después, en 1795, el anticuario
inglés Joseph Ritson dio a conocer una recopilación de
baladas sobre Robin Hood que despertarían con el paso del tiempo el
interés de historiadores, literatos, poetas y cineastas.
Pero
todo ese fervor historiográfico y literario sobre el forajido de los
bosques de Sherwood no ha logrado revelar si hubo un Robin Hood de carne
y hueso.
Su leyenda se nutrió sin duda de otros personajes, como Hereward the Wake (el Proscrito), el hijo de un noble sajón asesinado por los normandos que se alzó en armas contra el rey Guillermo el Conquistador en el siglo XI.
Fue el historiador Joseph Hunter
quien a mediados del siglo XIX investigó más a fondo sobre la figura
del héroe sajón en los archivos de York, y llegó a la conclusión de que
existió un tal Robert Hood nacido en 1290 que acabaría sublevándose contra Eduardo II
de Inglaterra y asaltando a los comerciantes que transitaban por el
bosque de Sherwood.
Las correrías de Hood terminarían con una promesa de
fidelidad al rey.
No obstante, durante los siglos XIII y XIV y hasta la
aparición de las primeras baladas en el siglo XV fueron varios los
proscritos identificados como Robin Hood, todos ellos insurrectos contra
los normandos.
Ese Robin Hood individual o colectivo, enfrentado a los
poderosos y defensor de los humildes, fue sublimado por el folclore
medieval. Su leyenda ha pervivido a lo largo de los siglos como una
corriente de agua subterránea, aflorando aquí y allá.
Hombres que nunca
oyeron hablar del príncipe de los ladrones retomaron su legado cada vez
que se alzaron en armas contra la injusticia social.
Un hombre toca el busto de San Jesús Malverde, Culiacán, 2011. Fotografía: Cordon.
Algunos
de los sucesores de Robin Hood se convirtieron en verdaderos santos
laicos a los que todavía hoy siguen venerando miles de fieles.
Y, al
igual que ocurre con el primer ladrón noble, en sus biografías conviven
hechos reales con otros surgidos de la imaginación popular.
Es el caso
de Jesús Malverde (Jesús Juárez Mazo), el bandido de Sinaloa, al que han
rendido tributo todos los narcotraficantes de ese estado mexicano en el
que aún se cantan corridos sobre sus supuestas hazañas.
Considerado un
ladrón generoso y ajusticiado en 1909, a Malverde le adoraban esas
clases populares de las que más tarde surgirían los grandes capos de los
cárteles sinoalenses.
A su capilla, erigida en la ciudad de Culiacán,
solían acudir campesinos de las sierras, pescadores y obreros.
Hasta que
llegaron los narcos y empezaron a ofrendar sus AK-47 mientras rezaban
una plegaria para que sus cargamentos de droga llegaran sin problemas a
su destino, al norte del río Bravo.
En el otro extremo de América
Latina, el culto piadoso le corresponde a otro salteador de caminos de
agrandado corazón, el Gauchito Gil (Antonio Mamerto Gil Núñez),
jefe de una banda de bandoleros de la provincia de Corrientes.
Cada 8
de enero, decenas de miles de fieles acuden a la localidad correntina de
Mercedes para pedirle que interceda por ellos.
Hay cientos de versiones
sobre las aventuras del más célebre de los «gauchos milagrosos».
La
mayoría, apócrifas.
Cuentan que el Gauchito Gil, devoto de San La
Muerte, tenía poderes sobrehumanos para desviar las balas enemigas, ahí
es nada. Pero tuvo el final trágico de casi todos los malevos.
Le
colgaron de un algarrobo boca abajo y le degollaron. Su primer «milagro»
fue ayudar a su verdugo, a quien antes de morir solo le reclamó que
rezara por él.
La leyenda cuenta que el verdugo le hizo caso y su hijo,
aquejado de una grave enfermedad, se curó.
Desde entonces el Gauchito
Gil no ha parado de recibir peticiones. Lleva ciento cuarenta años en el
asunto.