«El robo
es la restitución, la recuperación de la posesión
. En vez de encerrarme
en una fábrica, como en un presidio; en vez de mendigar aquello a lo
que tenía derecho, preferí sublevarme y combatir cara a cara a mis
enemigos haciendo la guerra a los ricos atacando sus bienes…».
Marius Jacob, el célebre ladrón anarquista francés, mira a los magistrados de la audiencia de Amiens que le juzgan y lee su alegato —Por qué he robado—,
donde se autodefine como «un rebelde que vive del producto de sus
robos».
Es el mes de marzo de 1905 y Jacob se libra de la pena de
muerte, pero a cambio pasará los siguientes veintidós años de su vida en
un presidio de la Guayana Francesa.
La justicia le acusa de haber
perpetrado más de ciento cincuenta robos a iglesias, mansiones y
hoteles, entre otros delitos, junto a los Trabajadores de la Noche, la
banda de asaltantes libertarios que, con su audacia, ha traído de cabeza
a la policía francesa desde 1897.
Los hombres de Jacob se disfrazan de
curas, oficiales del ejército o señores de alta alcurnia, tratan de no
pegar un solo tiro y, después de cada golpe, dejan siempre un mensaje
mordaz bajo la firma de Atila, el seudónimo de Jacob:
«A Dios Todopoderoso, aquí están tus ladrones».
El
mito de Robin Hood, el ladrón noble que roba a los ricos en beneficio
de los pobres, se esparció por el mundo a partir del siglo XIV gracias a
los poemas, baladas y relatos orales que mencionaban ya algunas hazañas
del príncipe de los ladrones. Desde entonces, la imagen de los
«bandidos buenos» ha llegado a gozar de atributos casi divinos.
La
cultura popular les dedicó canciones y relatos, poemas y proverbios,
altares paganos y reinados simbólicos.
Las leyendas de esos forajidos
generosos nutrieron durante varios siglos el imaginario de los más
desfavorecidos.
Algunos abrazaron la revolución, otros impartieron su
propia interpretación de la justicia social y hubo quienes se dejaron
llevar por el gatillo fácil.
¿Qué tienen en común Pancho Villa y Diego Corriente? ¿Malverde y Lampião? ¿Gaspard de Besse y Phoolan Devi? ¿Jesse James y Jules Bonnot? ¿El Gauchito Gil y Marius Jacob? ¿Salvatore Giuliano y Juraj Jánošík? Para Eric Hobsbawm, el historiador marxista que abordó el fenómeno en sus libros Rebeldes primitivos (1959) y Bandidos (1969),
esos personajes y una legión más de almas rebeldes encarnan de una u
otra manera el prototipo del «bandido social», como bautizó el ensayista
británico a esos justicieros a los que el pueblo llano dotó de una
aureola de misticismo e invulnerabilidad, las mismas cualidades que en
su día se cantaron sobre el prodigioso arquero de los bosques de
Sherwood.
Hobsbawm
observó que las historias de esos bandoleros que robaban a los ricos y
redistribuían la riqueza entre los pobres (o al menos lo pregonaban) se
sucedían con características muy similares en diferentes rincones del
mundo.
Ese fenómeno universal se presentaba principalmente en las
sociedades campesinas que se hallaban en la etapa de evolución entre la
organización tribal y familiar y la sociedad capitalista industrial.
«En
las montañas y los bosques bandas de hombres fuera del alcance de la
ley y la autoridad, violentos y armados, imponen su voluntad mediante la
extorsión, el robo y otros procedimientos a sus víctimas.
De esta
manera, al desafiar a los que tienen o reivindican el poder, la ley y el
control de los recursos, el bandolerismo desafía simultáneamente al
orden económico, social y político.
Este es el significado histórico del
bandolerismo en las sociedades con divisiones de clase y estados (…) La
esencia de los bandoleros sociales es que son campesinos fuera de la
ley, a los que el señor y el Estado consideran criminales, pero que
permanecen dentro de la sociedad campesina y son considerados por su
gente como héroes, paladines, vengadores, luchadores por la justicia, a
veces incluso líderes de la liberación, y en cualquier caso como
personas a las que admirar, ayudar y apoyar», sostiene Hobsbawm en la
cuarta edición de Bandidos (1999).
Pese a circunscribir el bandolerismo social al ámbito rural, el
pensador marxista, cuya primera edición de ese ensayo recibió algunas
críticas de otros historiadores por no haber definido con más nitidez el
marco político en el que se desarrolla el fenómeno, dedica varias
páginas de su obra a otros proscritos que no actuaron estrictamente en
el mundo rural, como los expropiadores anarquistas del siglo XX.
Ese
forajido que levanta su espada o empuña el mosquetón contra los abusos y
en nombre de la justicia social posee ciertos rasgos que lo hacen
fácilmente identificable, bien se trate de un cosaco de las estepas
rusas, un dacoit
de la India o un bandolero andaluz. Hobsbawm detectó varios atributos a
la hora de perfilar la imagen de un bandido social.
En el ADN de todo
ladrón noble que se precie debe ser visible, como un tatuaje en la piel,
el apotegma que da sentido al mito de Robin Hood: «robar al rico para
dar al pobre».
El bandido bueno suele traspasar los márgenes de la ley
al ser víctima de una injusticia.
Esa afrenta le otorgará el
salvoconducto para no ser considerado un criminal por el pueblo.
El
ladrón generoso no mata si no es en defensa propia (una máxima que no
todos cumplirán a rajatabla), se siente invulnerable y cuando cae suele
deberse a una traición.
¿Era esa la imagen del arquero de Sherwood? Alejandro Dumas le hizo hablar así en Robin Hood el proscrito:
«Soy lo que la gente llama un bandido, un ladrón, ¡de acuerdo! Pero,
aunque desvalijo a los ricos, no tomo nada de los pobres. Detesto la
violencia, no derramo nunca sangre; amo a mi patria, y la tiranía me
resulta odiosa».
Los trovadores del siglo XIV ya cantaban las hazañas de
ese Robin Hood real o imaginario.
William Langland, autor del poema alegórico Piers Plowman
(1377), cita al príncipe de los bandidos por boca del sacerdote Sloth:
«Conozco rimas de Robin Hood».
Es la primera mención en un manuscrito al
proscrito del condado de Nottingham que se enfrenta a los caballeros
normandos y al clero.
Las proezas del ladrón generoso se siguen leyendo y
cantando en el siglo XV.
Muchos años después, en 1795, el anticuario
inglés Joseph Ritson dio a conocer una recopilación de
baladas sobre Robin Hood que despertarían con el paso del tiempo el
interés de historiadores, literatos, poetas y cineastas.
Pero
todo ese fervor historiográfico y literario sobre el forajido de los
bosques de Sherwood no ha logrado revelar si hubo un Robin Hood de carne
y hueso.
Su leyenda se nutrió sin duda de otros personajes, como Hereward the Wake (el Proscrito), el hijo de un noble sajón asesinado por los normandos que se alzó en armas contra el rey Guillermo el Conquistador en el siglo XI.
Fue el historiador Joseph Hunter
quien a mediados del siglo XIX investigó más a fondo sobre la figura
del héroe sajón en los archivos de York, y llegó a la conclusión de que
existió un tal Robert Hood nacido en 1290 que acabaría sublevándose contra Eduardo II
de Inglaterra y asaltando a los comerciantes que transitaban por el
bosque de Sherwood.
Las correrías de Hood terminarían con una promesa de
fidelidad al rey.
No obstante, durante los siglos XIII y XIV y hasta la
aparición de las primeras baladas en el siglo XV fueron varios los
proscritos identificados como Robin Hood, todos ellos insurrectos contra
los normandos.
Ese Robin Hood individual o colectivo, enfrentado a los
poderosos y defensor de los humildes, fue sublimado por el folclore
medieval. Su leyenda ha pervivido a lo largo de los siglos como una
corriente de agua subterránea, aflorando aquí y allá.
Hombres que nunca
oyeron hablar del príncipe de los ladrones retomaron su legado cada vez
que se alzaron en armas contra la injusticia social.
Algunos
de los sucesores de Robin Hood se convirtieron en verdaderos santos
laicos a los que todavía hoy siguen venerando miles de fieles.
Y, al
igual que ocurre con el primer ladrón noble, en sus biografías conviven
hechos reales con otros surgidos de la imaginación popular.
Es el caso
de Jesús Malverde (Jesús Juárez Mazo), el bandido de Sinaloa, al que han
rendido tributo todos los narcotraficantes de ese estado mexicano en el
que aún se cantan corridos sobre sus supuestas hazañas.
Considerado un
ladrón generoso y ajusticiado en 1909, a Malverde le adoraban esas
clases populares de las que más tarde surgirían los grandes capos de los
cárteles sinoalenses.
A su capilla, erigida en la ciudad de Culiacán,
solían acudir campesinos de las sierras, pescadores y obreros.
Hasta que
llegaron los narcos y empezaron a ofrendar sus AK-47 mientras rezaban
una plegaria para que sus cargamentos de droga llegaran sin problemas a
su destino, al norte del río Bravo.
En el otro extremo de América
Latina, el culto piadoso le corresponde a otro salteador de caminos de
agrandado corazón, el Gauchito Gil (Antonio Mamerto Gil Núñez),
jefe de una banda de bandoleros de la provincia de Corrientes.
Cada 8
de enero, decenas de miles de fieles acuden a la localidad correntina de
Mercedes para pedirle que interceda por ellos.
Hay cientos de versiones
sobre las aventuras del más célebre de los «gauchos milagrosos».
La
mayoría, apócrifas.
Cuentan que el Gauchito Gil, devoto de San La
Muerte, tenía poderes sobrehumanos para desviar las balas enemigas, ahí
es nada. Pero tuvo el final trágico de casi todos los malevos.
Le
colgaron de un algarrobo boca abajo y le degollaron. Su primer «milagro»
fue ayudar a su verdugo, a quien antes de morir solo le reclamó que
rezara por él.
La leyenda cuenta que el verdugo le hizo caso y su hijo,
aquejado de una grave enfermedad, se curó.
Desde entonces el Gauchito
Gil no ha parado de recibir peticiones. Lleva ciento cuarenta años en el
asunto.
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