Un Blues

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24 abr 2018

El mito de Robin Hood: ¿qué fue de los bandidos sociales?

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Robin de los bosques, 1938. Imagen: Warner Bros.

«El robo es la restitución, la recuperación de la posesión
. En vez de encerrarme en una fábrica, como en un presidio; en vez de mendigar aquello a lo que tenía derecho, preferí sublevarme y combatir cara a cara a mis enemigos haciendo la guerra a los ricos atacando sus bienes…».
 Marius Jacob, el célebre ladrón anarquista francés, mira a los magistrados de la audiencia de Amiens que le juzgan y lee su alegato —Por qué he robado—, donde se autodefine como «un rebelde que vive del producto de sus robos».
 Es el mes de marzo de 1905 y Jacob se libra de la pena de muerte, pero a cambio pasará los siguientes veintidós años de su vida en un presidio de la Guayana Francesa.
 La justicia le acusa de haber perpetrado más de ciento cincuenta robos a iglesias, mansiones y hoteles, entre otros delitos, junto a los Trabajadores de la Noche, la banda de asaltantes libertarios que, con su audacia, ha traído de cabeza a la policía francesa desde 1897. 
Los hombres de Jacob se disfrazan de curas, oficiales del ejército o señores de alta alcurnia, tratan de no pegar un solo tiro y, después de cada golpe, dejan siempre un mensaje mordaz bajo la firma de Atila, el seudónimo de Jacob:
 «A Dios Todopoderoso, aquí están tus ladrones».
El mito de Robin Hood, el ladrón noble que roba a los ricos en beneficio de los pobres, se esparció por el mundo a partir del siglo XIV gracias a los poemas, baladas y relatos orales que mencionaban ya algunas hazañas del príncipe de los ladrones. Desde entonces, la imagen de los «bandidos buenos» ha llegado a gozar de atributos casi divinos. 
La cultura popular les dedicó canciones y relatos, poemas y proverbios, altares paganos y reinados simbólicos.
 Las leyendas de esos forajidos generosos nutrieron durante varios siglos el imaginario de los más desfavorecidos. 
Algunos abrazaron la revolución, otros impartieron su propia interpretación de la justicia social y hubo quienes se dejaron llevar por el gatillo fácil. 
¿Qué tienen en común Pancho Villa y Diego Corriente? ¿Malverde y Lampião? ¿Gaspard de Besse y Phoolan Devi? ¿Jesse James y Jules Bonnot? ¿El Gauchito Gil y Marius Jacob? ¿Salvatore Giuliano y Juraj Jánošík? Para Eric Hobsbawm, el historiador marxista que abordó el fenómeno en sus libros Rebeldes primitivos (1959) y Bandidos (1969), esos personajes y una legión más de almas rebeldes encarnan de una u otra manera el prototipo del «bandido social», como bautizó el ensayista británico a esos justicieros a los que el pueblo llano dotó de una aureola de misticismo e invulnerabilidad, las mismas cualidades que en su día se cantaron sobre el prodigioso arquero de los bosques de Sherwood.

Hobsbawm observó que las historias de esos bandoleros que robaban a los ricos y redistribuían la riqueza entre los pobres (o al menos lo pregonaban) se sucedían con características muy similares en diferentes rincones del mundo.
 Ese fenómeno universal se presentaba principalmente en las sociedades campesinas que se hallaban en la etapa de evolución entre la organización tribal y familiar y la sociedad capitalista industrial.
 «En las montañas y los bosques bandas de hombres fuera del alcance de la ley y la autoridad, violentos y armados, imponen su voluntad mediante la extorsión, el robo y otros procedimientos a sus víctimas. 
De esta manera, al desafiar a los que tienen o reivindican el poder, la ley y el control de los recursos, el bandolerismo desafía simultáneamente al orden económico, social y político.
 Este es el significado histórico del bandolerismo en las sociedades con divisiones de clase y estados (…) La esencia de los bandoleros sociales es que son campesinos fuera de la ley, a los que el señor y el Estado consideran criminales, pero que permanecen dentro de la sociedad campesina y son considerados por su gente como héroes, paladines, vengadores, luchadores por la justicia, a veces incluso líderes de la liberación, y en cualquier caso como personas a las que admirar, ayudar y apoyar», sostiene Hobsbawm en la cuarta edición de Bandidos (1999).
 Pese a circunscribir el bandolerismo social al ámbito rural, el pensador marxista, cuya primera edición de ese ensayo recibió algunas críticas de otros historiadores por no haber definido con más nitidez el marco político en el que se desarrolla el fenómeno, dedica varias páginas de su obra a otros proscritos que no actuaron estrictamente en el mundo rural, como los expropiadores anarquistas del siglo XX.

Ese forajido que levanta su espada o empuña el mosquetón contra los abusos y en nombre de la justicia social posee ciertos rasgos que lo hacen fácilmente identificable, bien se trate de un cosaco de las estepas rusas, un dacoit de la India o un bandolero andaluz. Hobsbawm detectó varios  atributos a la hora de perfilar la imagen de un bandido social.
 En el ADN de todo ladrón noble que se precie debe ser visible, como un tatuaje en la piel, el apotegma que da sentido al mito de Robin Hood: «robar al rico para dar al pobre». 
El bandido bueno suele traspasar los márgenes de la ley al ser víctima de una injusticia.
 Esa afrenta le otorgará el salvoconducto para no ser considerado un criminal por el pueblo.
 El ladrón generoso no mata si no es en defensa propia (una máxima que no todos cumplirán a rajatabla), se siente invulnerable y cuando cae suele deberse a una traición. 

¿Era esa la imagen del arquero de Sherwood? Alejandro Dumas le hizo hablar así en Robin Hood el proscrito:
 «Soy lo que la gente llama un bandido, un ladrón, ¡de acuerdo! Pero, aunque desvalijo a los ricos, no tomo nada de los pobres. Detesto la violencia, no derramo nunca sangre; amo a mi patria, y la tiranía me resulta odiosa». 
Los trovadores del siglo XIV ya cantaban las hazañas de ese Robin Hood real o imaginario. 
 William Langland, autor del poema alegórico Piers Plowman (1377), cita al príncipe de los bandidos por boca del sacerdote Sloth: «Conozco rimas de Robin Hood». 
Es la primera mención en un manuscrito al proscrito del condado de Nottingham que se enfrenta a los caballeros normandos y al clero. 
Las proezas del ladrón generoso se siguen leyendo y cantando en el siglo XV. 
Muchos años después, en 1795, el anticuario inglés Joseph Ritson dio a conocer una recopilación de baladas sobre Robin Hood que despertarían con el paso del tiempo el interés de historiadores, literatos, poetas y cineastas.
Pero todo ese fervor historiográfico y literario sobre el forajido de los bosques de Sherwood no ha logrado revelar si hubo un Robin Hood de carne y hueso. 
Su leyenda se nutrió sin duda de otros personajes, como Hereward the Wake (el Proscrito), el hijo de un noble sajón asesinado por los normandos que se alzó en armas contra el rey Guillermo el Conquistador en el siglo XI.
 Fue el historiador Joseph Hunter quien a mediados del siglo XIX investigó más a fondo sobre la figura del héroe sajón en los archivos de York, y llegó a la conclusión de que existió un tal Robert Hood nacido en 1290 que acabaría sublevándose contra Eduardo II de Inglaterra y asaltando a los comerciantes que transitaban por el bosque de Sherwood.
 Las correrías de Hood terminarían con una promesa de fidelidad al rey. 
No obstante, durante los siglos XIII y XIV y hasta la aparición de las primeras baladas en el siglo XV fueron varios los proscritos identificados como Robin Hood, todos ellos insurrectos contra los normandos.
 Ese Robin Hood individual o colectivo, enfrentado a los poderosos y defensor de los humildes, fue sublimado por el folclore medieval. Su leyenda ha pervivido a lo largo de los siglos como una corriente de agua subterránea, aflorando aquí y allá. 
Hombres que nunca oyeron hablar del príncipe de los ladrones retomaron su legado cada vez que se alzaron en armas contra la injusticia social.
Un hombre toca el busto de San Jesús Malverde, Culiacán, 2011. Fotografía: Cordon.
Algunos de los sucesores de Robin Hood se convirtieron en verdaderos santos laicos a los que todavía hoy siguen venerando miles de fieles. 
Y, al igual que ocurre con el primer ladrón noble, en sus biografías conviven hechos reales con otros surgidos de la imaginación popular.
 Es el caso de Jesús Malverde (Jesús Juárez Mazo), el bandido de Sinaloa, al que han rendido tributo todos los narcotraficantes de ese estado mexicano en el que aún se cantan corridos sobre sus supuestas hazañas.
 Considerado un ladrón generoso y ajusticiado en 1909, a Malverde le adoraban esas clases populares de las que más tarde surgirían los grandes capos de los cárteles sinoalenses. 
A su capilla, erigida en la ciudad de Culiacán, solían acudir campesinos de las sierras, pescadores y obreros.
 Hasta que llegaron los narcos y empezaron a ofrendar sus AK-47 mientras rezaban una plegaria para que sus cargamentos de droga llegaran sin problemas a su destino, al norte del río Bravo.

 En el otro extremo de América Latina, el culto piadoso le corresponde a otro salteador de caminos de agrandado corazón, el Gauchito Gil (Antonio Mamerto Gil Núñez), jefe de una banda de bandoleros de la provincia de Corrientes.
 Cada 8 de enero, decenas de miles de fieles acuden a la localidad correntina de Mercedes para pedirle que interceda por ellos.
 Hay cientos de versiones sobre las aventuras del más célebre de los «gauchos milagrosos». 
La mayoría, apócrifas.
 Cuentan que el Gauchito Gil, devoto de San La Muerte, tenía poderes sobrehumanos para desviar las balas enemigas, ahí es nada. Pero tuvo el final trágico de casi todos los malevos.
 Le colgaron de un algarrobo boca abajo y le degollaron. Su primer «milagro» fue ayudar a su verdugo, a quien antes de morir solo le reclamó que rezara por él.
 La leyenda cuenta que el verdugo le hizo caso y su hijo, aquejado de una grave enfermedad, se curó.
 Desde entonces el Gauchito Gil no ha parado de recibir peticiones. Lleva ciento cuarenta años en el asunto.


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