El escritor publica nueva novela, 'Los perros duros no bailan', y habla de los sentimientos y de su obra.
Es una novela de acción. Los perros duros no bailan (Alfaguara, 2018) no es (únicamente) lo que parece desde el título, desde la tremenda portada en la que Negro,
el protagonista, presenta su cara y su alma, sus principios, esa cara
que lo dice todo. Es, además, una novela sobre los hombres, sobre los
sentimientos de los perros y de los hombres, pues es un hombre, Arturo Pérez-Reverte,
el que les da lenguaje y mirada. Mirada: sobre todo mirada. Si escuchan
esta entrevista hasta el final, entenderán que este escritor que está
en la actualidad y en la historia por su verbo directo, casi encarnado,
afilado, es también el novelista que en El pintor de batallas o en El Tango de la Guardia Vieja se ocupa de los asuntos del alma con la melancolía que alguna vez, también escribiendo de perros, le hace asomar una lagrimita. A través de un chat abierto en la web de EL PAÍS hallarán ustedes además la oportunidad para preguntarle al autor de Los perros duros no bailan de todo lo perruno y de todo lo humano.
Pelmazos. Déspotas.
Babosos. Enfermos con el culo al aire. Varios camareros hablan de los
peores clientes que han tenido que soportar, y sus anécdotas son oro
puro.
“Jefe, ¿y mi cafelito?”. “¡Oye, pollo, la cuenta!”
Cuando
hay que insultar a España, se nos reduce a un país de camareros, pero
uno de los gremios más desprestigiados aguanta estoico el peso de la
rutina diaria.
El primer carajillo del día, la comunión de la niña, el
desfase nocturno, la comida de empresa, la despedida de soltero.
El
horror.
Detrás de cada representación de esparcimiento hay un camarero
sudando la gota gorda.
Y frente a él, un cliente: el plasta, el
borrachuzo, el intenso, el agonías, el gritón, el indeciso, el
impaciente, el grosero y hasta el ladrón.
Si no reparamos en nuestra actitud como clientes, tampoco
en la santa paciencia que estos currelas acumulan, en las toneladas de
bilis que tragan o en el equilibrismo circense que demuestran al
desfilar con una bandeja a pulso llena de peligros.
Lidian con jornadas
interminables, les obligan a veces a cobrar en negro y, de premio, han
de memorizar comandas imposibles y sufrir la liberación ociosa del
cuñadismo.
Nos olvidamos de que trabajar en un chiringuito de playa
equivale a muchos másteres de Cifuentes y derretirse con la pajarita
anudada convalida una tesis doctoral en antropología cañí, donde la
firma en el aire para pedir la cuenta es la marca del zorro del biotipo
español.
Caballeros adormilados y argentinas que se embadurnan la
cara con jamón.
Chalados con el culo al aire y tuppers de pil-pil en la
disco.
Hasta fiestas salvajes de swingers, aunque esa sea una historia
bajo secreto de sumario.
Nos quejamos mucho de los camareros; que si no
son profesionales, que si son bordes.
Pero ¿cómo somos los que
permanecemos al otro lado de la barra? Ellos nos retratan con su
testimonio: necesitan desahogarse, porque el cliente no siempre tiene la
razón.
El cliente plasta/impaciente/insufrible vs listillo
“Con los clientes pesados desarrollas un filtro que te
permite apagar la frecuencia en la que emiten para centrarte en tu
trabajo mientras contestas amable y mecánicamente con monosílabos”, se
arranca Carmelo, un joven aunque ya experto camarero de un bar de tapeo
del madrileño barrio de Conde Duque.
La tralla de 30 años como camarero, 24 de ellos dentro de
uno de los locales imprescindibles en la noche bilbaína, explica el
expediente de alguien como Íñigo que lo ha visto casi todo y que se las
sabe todas.
Sin el casi. “No soporto al impaciente.
Es muy típico el que
te dice que lleva media hora y acaba de llegar”, dispara Íñigo, que
reconoce detectar a este tipo de listillo “a kilómetros”.
El responsable
del bar admite que “normalmente los camareros sabemos quién va a
intentar irse sin pagar.
Lo lleva escrito. Por su lenguaje corporal está
diciendo te la voy a liar.
Los fines de semana fuerzas para que te
paguen al instante porque hay un tipo de cliente que parece estar
mirando a la luna”.
A Íñigo también le irrita el cagaprisas: “Podría
entender más impaciencia en un sitio de menú del día, pero si vas a
pasar la noche en el bar… ¿Qué prisa tienes?”; y los pesados:
“Los que
creen que en el precio está incluido el camarero psicólogo, los que te
dan la chapa y tú te tienes que aguantar”. El plasta de diván, un
clásico.
Una versión alternativa del cliente fatigoso es con la que suele lidiar
Óscar, desde los 16 años trabajando en el restaurante familiar, en una
localidad playera del norte del país, y hoy ya propietario. Por su
cercanía con un hospital, al restaurante “vienen muchos médicos que son
un poco altivos.
Siempre tienen prisa y quieren que les atiendas
rápido”, nos pone en antecedentes.
“Y luego se tiran cuatro horas
hablando en la mesa y quieren que les saques chupitos”, sentencia Óscar
algo amargado.
El cliente tostado
“Un día abro el bar a las diez de la mañana y se me cuela
un tío todo pedo”, da comienzo a su vibrante relato una camarera de un
bar de Alonso Martínez, en Madrid.
“Como soy tan buena, le serví lo que
me pidió, creo que un whisky, y se puso a darme la chapa.
El pavo era un
faltoso. Empezó a decir bobadas”, recuerda.
“Me dijo: ‘¿No crees que el
papel de las camareras es el de dar coba al cliente?’
Yo le dije que no
pero él soltó: ‘pues haberte dedicado a otra cosa’. Ahí ya fue cuando
le dije que se pirara”.
No quedó ahí la cosa: “Lejos de hacerlo se acomodó en una
mesa. Entonces amenacé con llamar a la policía, pero al tío le daba
igual. Al final me vio bastante cabreada y se piró”.
Un valiente, “un
tonto”, en su retrato robot de este cliente que no pasaría de los
treinta y pico.
“El tío ya me estaba tocando la vaina como mujer”,
continúa, “además de como persona. Estábamos solos en el bar y se me
subió a la chepa.”
Menos desagradable fue para Carmelo la siguiente situación kafkiana:
“Tuve que convencer a un cliente, que llevaba una merluza importante, de
que ya me había pagado y que no hacía falta que me diese otros 500
euros.
Casi una hora enseñándole el recibo de la tarjeta con su propia
firma y que él no reconocía.
Cada mes te pasan de media dos bizarradas
parecidas”.
El cliente provecto
También el restaurante de Óscar se nutre de “gente mayor
que se ha pasado el día con su familiar en el hospital y te quieren
contar su vida”.
Retrata así a esa tercera edad que “por el mero hecho
de ser mayor piensa que tiene derecho a todo”.
Pone un ejemplo
ilustrativo: “Un señor que ya conozco y con el que tengo mucha paciencia
estaba comiendo en una mesa y me llama:
– Oye, tú, ¡capullo! Este rabo estofado es el más rico que me he comido en mi vida.
¿Me puedes poner lo que sobra para llevar?
– Claro, pero ¿por eso me tiene que llamar capullo? ¿Era
necesario?” El perfil mezcla edad vetusta y espíritu impertinente, véase
a continuación.
El cliente faltón
Al actual responsable de la restauración de un grupo
hotelero en Granada, con otros 4 años más de experiencia en un hotel de
lujo en Ibiza, casi tuvimos que taparle la boca.
“Los peores son los
maleducados”, arremete José sin esperar a los preliminares.
Una última
“movida” en la que unas chicas reservaron un cumpleaños en el
restaurante y le “montaron un pollo que no veas”, le sirve para defender
que “el cliente muchas veces no lleva la razón”.
A tumba abierta, rememora alguna jugarreta sonada.
“En
Ibiza tuvimos un grupo de 300 judíos franceses celebrando la Semana
Santa judía y fue la peor experiencia de mi vida laboral”, nos cuenta.
“Las personas más maleducadas, exigentes y sinvergüenzas que te puedes
echar a la cara.
Te dan ganas de pelearte con el cliente: usted me
revienta, yo le reviento… Alucinante”. Glups.
José sigue con aquel
infierno: “Tiraban los cubiertos al suelo para que los recogiéramos,
como si fuéramos sus esclavos.
Lo camareros hicimos un motín en mitad
del restaurante para no servirles nada más hasta que la organización nos
pidió perdón”.
Es su peor vez, aunque no la primera: “Nada más abrir la
gente ya quiere entrar en el bar.
Me preguntan: ‘Oye, ¿ponéis música y
servís?’ No sirvo alcohol hasta una hora para que no se metan los del
after”, puntualiza. Otro trance de dudoso gusto fue con “un cliente que
ya había venido el día anterior.
Me había quedado con su cara, era como
raruno. Estaba sin dormir o algo así, y me pidió vino
. Se sentó y el tío
se quedaba sopa. ¡Por la mañana!”, grita la pobre sin dar crédito.
“Yo
le decía: ‘Perdona, es que te estás quedando dormido’. Da una imagen
bastante chunga.
Y él: ‘Sí, lo siento’. Fui como tres veces a decírselo.
La última me dijo: ‘Ay, es que se está tan a gusto aquí, con la
musiquita… Si ves que me duermo, vienes y me lo dices’.
Otro le hubiera
echado, pero yo aguanté el chaparrón. Tampoco me estaba faltando al
respeto”, acaba reconociendo.
“Aquí gozamos de un 95% de clientela de calidad”, nos
cuenta al otro lado de la barra un camarero venezolano.
Nótese que
gradúa al público como lo haría con sus pócimas alcohólicas en un bar
que prepara sus propios macerados. “No tenemos gente pesada, tenemos muy
buenos clientes”, continúa con la sana publicidad.
Habrá que quedarse
entonces con el 5% restante. ¿Qué es lo que más odias de un cliente?,
ataco.
“Más que la indecisión, es la forma de hablar”, nos dice. Venden
un tipo de alcohol distinto y al explicar de qué se trata “ese 5% suele
ser un poco arrogante”. ¿En plan yo sé más que tú?, pregunto. “¡Sí!”,
responde conciso. Bingo, nos suena de algo esa gente.
“Tengo un restaurante de menú y doy con gente que se las da
de millonario”, nos cuenta Óscar.
“El típico que te da palmaditas o que
te chista, gente muy maleducada que luego resulta ser la más miserable.
Gente que te pide que le hagas descuento por cualquier razón.
Y si no,
se lleva las naranjas, las manzanas o las botellas de agua”. A José le
silban no por piropearle sino para pedirle la cuenta.
“Yo me acerco
educadamente”, recrea el camarero andaluz, “y le digo: disculpe
caballero, no veo ningún perro por aquí”.
El cliente guiri
Además de explicarnos la extraña manera de pedir la cuenta
que tienen los japoneses, “haciendo una cruz con los dedos”, al tirar de
anecdotario profesional Carmelo se acuerda de una clienta argentina “a
la que le habían dicho que la grasa del jamón era buena para la piel,
por lo que se frotó una ración de jamón ibérico por los brazos y la cara
ante la atónita mirada del personal del bar”. Un testimonio
espeluznante que merecería sin duda engrosar asimismo la categoría de
cliente rarito.
El cliente rencoroso y cibernauta
Nuestro Óscar no evita tocar un tema espinoso: TripAdvisor.
“Un señor me había reservado una mesa en pleno verano, un sábado a las
tres.
Eran las tres menos cinco y el señor muy nervioso.
A las tres y
tres minutos tenía la mesa lista, pero con sus santos cojones me puso en
TripAdvisor un pésimo como una catedral. Tiempo después, el hombre
volvió.
Me dijo que lo sentía, que se había equivocado.
Pero con sus
santos cojones no rectificó en TripAdvisor”, concluye demostrando que lo
tiene superado.
“Otro vino con una familia de ocho personas sin reserva
en pleno verano”, prosigue un Óscar lanzado.
“Les hice esperar un poco,
obviamente, pero les puse una mesa y quedaron todos encantados. Menos
este tocahuevos que me plantó una nota negativa en Tripadvisor diciendo
que no iba a volver.
La familia sigue viniendo y él también. Sé que es
él, pero no le he dicho nada”, revela resignado.
“Tienes que tragar ahora con demasiadas cosas para no
recibir una mala crítica”, admite.
“Te dicen que has tardado más de la
cuenta, que no les gusta como está decorado el local, que el papel del
baño les raspa el culo.
Me parece injustísimo”, se queja Óscar antes de
brindarnos el extra de un bonito simpa:
“Un matrimonio se levantó,
dijeron que se iban a fumar un cigarro y se piraron”.
El músico
rememora su infancia y adolescencia en la ciudad que le vio nacer como
artista. Este año cumple 40 años de carrera y lo celebra con un gran
recopilatorio y una gira.
Loquillo camina por La Rambla de Barcelona.Consuelo Bautista
Como si fuera una gran estatua de bronce en mitad del parque, Loquillo
(Barcelona, 1961) se detiene e intenta dibujar con sus palabras unas
vías de tren, aquellas que veía desde la ventana de su casa, allá por
los sesenta del siglo pasado. "Me sabía de memoria los horarios, de
mañana, de tarde, de noche. El ruido de los trenes me perseguía. ¿Cómo
no querer escapar lejos?", confiesa. El primer recuerdo que tiene de
aquellas vías, ahora sustituidas por arboledas y zonas de descanso, fue
cuando su madre le llevó, "agarrado de la mano", a ver en 1965 a los
cientos de "melenudos" que habían salido del histórico concierto de los Beatles en La Monumental, la misma plaza en la que, en 1976, ya adolescente, trabajó de seguridad o "lo que hiciese falta" para ver a los Rolling Stones. "A la gente del barrio nos colaban durante el último toro de las
corridas, pero esto era otra cosa . Aquí los grises repartieron y mi
trabajo consistió en recoger las botellas que la gente tiraba", cuenta. Este año se cumplen cuatro décadas desde que Loquillo debutó en la
música. Es mediodía y el músico ha regresado a su barrio barcelonés,
unos días antes de publicar este viernes un gran recopilatorio de tres
discos en el que repasa toda su carrera y al que seguirá una gira. La
primera de las composiciones que se recogen en la antología es Esto no es Hawai, la canción que le cambió la vida después de que Jesús Ordovás
la pinchase en Radio 3 en 1981. Aquel chaval, que se había quedado
prendado de las historias de Julio Verne, Robert Louis Stevenson y
Tintín, estaba pensando en hacer carrera militar con el fin de subirse a
un barco para recorrer el mundo. "Me hubiera ido a cualquier parte",
reconoce. "Ya tenía decidido que me subía a El Cano y me
largaba del barrio. De hecho, supe que la canción sonaba en la radio
cuando, haciendo prácticas de tiro, un oficial vino y me lo dijo". El Clot, cuya traducción es "agujero", tal y como recuerda Loquillo con
algo de sorna, es uno de los lugares más simbólicos de la vieja
Barcelona, un barrio industrial que se conocía como "el Manchester
catalán". Pese a la imparable gentrificación de la ciudad, todavía se
pueden ver algunos edificios de ladrillo rojo como el mercado, donde se
produjo la primera aparición nada conocida del músico en la radio cuando
siendo un niño Joaquín Soler Serrano le pidió en su programa que
dedicase una canción a alguien y José María Sanz Beltrán pidió para su
madre Summertime de Mondo Jerry. Otro edificio es la Farinera,
una antigua fábrica harinera convertida hoy en un centro cultural, en
donde Loquillo se vuelve a detener para remarcar que este era "un barrio
fronterizo" y señala la plaza de las Glorias, "eternamente en obras". "Era un gran descampado donde se hacía mercadillo y, sobre todo, era
centro de tráfico de droga", cuenta. Durante una parada en el bar La
Coctelera, presidido por fotografías en blanco y negro del antiguo
barrio, uno de sus camareros más veteranos, Joaquín, rememora que el
mismo lugar donde Loquillo jugaba al baloncesto era "territorio habitual
del Vaquilla y El Torete para vender género". La frontera del Clot quedaba también marcada por la línea ferroviaria en
dirección a Francia y por los talleres de Renfe, que estaban justo
enfrente de la casa de 49 metros cuadrados de la calle Hernán Cortés
donde el cantante vivía con sus padres, su tía y su abuela. Desde el
balcón veía a los grises "dando hostias" a los trabajadores de la
fábrica Hispano Olivetti que se manifestaban contra el franquismo. El
Clot era un destacado asentamiento obrero y sindicalista desde que fue
sitio de resistencia republicana, llegando a esconder en uno de los
edificios al lado de la carbonería de sus abuelos a Buenaventura Durruti,
una de las figuras más relevantes del anarquismo español y de la
organización sindical CNT. "Pero, con todo, la vida en el barrio se
hacía en familia, de puertas afuera", apunta. El barrio todavía conserva cierto ambiente cercano y acogedor.
Loquillo pasea tranquilo mientras los jóvenes le piden fotografías y los
más veteranos se detienen a charlar con él, entre ellos el padre de la
familia Ballesta cuyo hijo le dio a conocer el álbum Paul Simon Songbook, que le marcó, como otros de Bob Dylan o Buddy Holly. Sucedió igual con las primeras bandas de rock and roll
barcelonesas que supo por su padre, un estibador que trabajaba con el
hermano del cantante de Los Sírex y le pasaba discos. "Me los metía en
vena", dice. Tanto que Paqui, que le conoce desde niño y es dueña del
Celler La Paqui donde se para a tomar un vermú, reconoce que le veía pasear por las calles con “sus pintas” de chupa de cuero, botas y tupé, y se cambiaba de acera “por si no era él”.
Al pasear por La Rambla llena de turistas y comercios de souvenirs, marcas de ropa y comida rápida, Loquillo, que en mayo publicará el libro En las calles de Madrid
donde narra su llegada a la capital, reconoce que “Barcelona ahora es
un horror”. Hace 15 años se mudó a San Sebastián y desde entonces han
sido varias las ocasiones que no se ha mordido la lengua para opinar
contra lo que no le gusta de la ciudad. “Soy barcelonés”, sentencia. También se indigna con los lazos amarillos en solidaridad con los presos
independentistas catalanes que cuelgan de balcones y edificios
públicos. “No sé qué diría mi padre, que era republicano. Esos sí eran
presos políticos y sufrían represión. Muchos pagaban con su vida”,
asegura. Y vuelve a hablar de la “Barcelona libertaria” que él conoció. En esa Barcelona que “tiraba tomates a los señoritos que entraban al
Liceo”, se subió por primera vez a un escenario en 1978. Fue en la sala
Taboo, entonces un lugar de reunión de señoras. Buscaban a gente que
cantase oldies en inglés. Loquillo y su amigo Óscar Manresa no
tenían ni idea y se inventaban la letra de las canciones de Chuck Berry. “Era divertídisimo”, reconoce Manresa. “Podía haber sido un fracaso,
pero al ganador se le conoce en la línea de salida”, añade. El ganador
era Loquillo, que como cantaría poco después en uno de sus himnos quería
ser una rock and roll star, aquel chico del Clot que sabía cuándo pasaba el tren nocturno hacia la gloria.
"Cuando los políticos no son creíbles, cualquier populista puede serlo".
CADENA SER
La periodista de la Cadena SerPepa Bueno
ha recurrido a una afirmación del presidente de Francia, Emmanuel
Macron, para lanzar una contundente advertencia al presidente del
Gobierno, Mariano Rajoy, tras la renuncia de la presidenta madrileña, Cristina Cifuentes, a su máster fantasma en la Universidad Rey Juan Carlos. "Dice Macron que las democracias europeas deben escuchar la cólera
del pueblo para evitar que caigan en brazos de los populismos
autoritarios", ha comenzado su reflexión Bueno, antes de avisar a Rajoy
de que "ese aviso de la cólera debería obligar a reflexionar a Mariano
Rajoy".
"La presidenta de la Comunidad de Madrid sigue huyendo de su máster y
no ha encontrado ya mejor manera de hacerlo que renunciar a un título
que tiene bajo sospecha", ha continuado la periodista, quien ha matizado
que "no se sabe muy bien a qué renuncia Cifuentes".
En este punto, Bueno ha recalcado "el hartazgo, la cólera que provoca
una manera de actuar tan repetida en el PP: primero negar la evidencia,
después de esparcir basura alrededor, y por último, quizás al borde de
perder el poder, entonces ya sí dejarla caer".
Según Bueno, con este modo de proceder, los populares "se llevan por
delante lo que sea menester, la dignidad y el respeto a instituciones
como la Presidencia regional o la universidad pública y la propia
credibilidad de los políticos". Sentencia Bueno: "Cuando los políticos no son creíbles, cualquier populista puede serlo". Dice Emmanuel Macron que las democracias europeas deben escuchar la
cólera del pueblo para evitar que caigan en brazos de los populismos
autoritarios. En los países desarrollados la cólera no suele estallar de
una día para otro. Con rentas per cápita por encima de los 20.000
dólares, nadie quiere grandes sobresaltos políticos de la noche a la
mañana. Pero la cólera se acumula poco a poco cuando no se atisban
horizontes y la política se instala en la posverdad. Ese aviso de la cólera debería obligar a reflexionar a Mariano Rajoy. La presidenta de la Comunidad de Madrid sigue huyendo de su máster y no
ha encontrado ya mejor manera de hacerlo que renunciar a un título que
tiene bajo sospecha. No se sabe muy bien a qué renuncia Cifuentes, lo
que sí se sabe es el hartazgo, la cólera que provoca una manera de
actuar tan repetida en el PP: primero negar la evidencia, después de
esparcir basura alrededor, y por último, quizás al borde de perder el
poder, entonces ya sí dejarla caer. Y por el camino se llevan por
delante lo que sea menester, la dignidad y el respeto a instituciones
como la Presidencia regional o la universidad pública y la propia
credibilidad de los políticos. Cuando los políticos no son creíbles,
cualquier populista puede serlo. Ayer el Fondo Monetario Internacional incrementó la previsión de
crecimiento de la economía española pero advirtió de que el mercado de
trabajo sigue siendo muy desigual, que se lo digan a parados de larga
duración y precarios, y advirtió también de nuestra deuda pública. Ayer
también el Tribunal Constitucional le dijo al Gobierno que no puede
vetar las iniciativas de la oposición en el Congreso como si tuviera
mayoría absoluta porque no la tiene. Ayer, en fin, Europa escuchó
atentamente a un presidente de la república francesa que ganó las
elecciones, sin un partido detrás, por el descrédito de los partidos en
su país. Avisos de la cólera no faltan. Sólo falta oídos dispuestos a escucharla.