Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

18 abr 2018

Pérez-Reverte: “La gente lleva su biografía en los ojos”......... Juan Cruz

El escritor publica nueva novela, 'Los perros duros no bailan', y habla de los sentimientos y de su obra.

Es una novela de acción. Los perros duros no bailan (Alfaguara, 2018) no es (únicamente) lo que parece desde el título, desde la tremenda portada en la que Negro, el protagonista, presenta su cara y su alma, sus principios, esa cara que lo dice todo. 
Es, además, una novela sobre los hombres, sobre los sentimientos de los perros y de los hombres, pues es un hombre, Arturo Pérez-Reverte, el que les da lenguaje y mirada.
 Mirada: sobre todo mirada.
 Si escuchan esta entrevista hasta el final, entenderán que este escritor que está en la actualidad y en la historia por su verbo directo, casi encarnado, afilado, es también el novelista que en El pintor de batallas o en El Tango de la Guardia Vieja se ocupa de los asuntos del alma con la melancolía que alguna vez, también escribiendo de perros, le hace asomar una lagrimita.
A través de un chat abierto en la web de EL PAÍS hallarán ustedes además la oportunidad para preguntarle al autor de Los perros duros no bailan de todo lo perruno y de todo lo humano. 
 

 

Los clientes que más odian los camareros.................... Miguel Ángel Palomo

Pelmazos. Déspotas. Babosos. Enfermos con el culo al aire. Varios camareros hablan de los peores clientes que han tenido que soportar, y sus anécdotas son oro puro.

Los clientes que más odian los camareros
A estos señores en algún momento les van a tocar las comandas.

 

“Jefe, ¿y mi cafelito?”. “¡Oye, pollo, la cuenta!”
 Cuando hay que insultar a España, se nos reduce a un país de camareros, pero uno de los gremios más desprestigiados aguanta estoico el peso de la rutina diaria.
 El primer carajillo del día, la comunión de la niña, el desfase nocturno, la comida de empresa, la despedida de soltero.
 El horror.
 Detrás de cada representación de esparcimiento hay un camarero sudando la gota gorda. 
Y frente a él, un cliente: el plasta, el borrachuzo, el intenso, el agonías, el gritón, el indeciso, el impaciente, el grosero y hasta el ladrón.
Si no reparamos en nuestra actitud como clientes, tampoco en la santa paciencia que estos currelas acumulan, en las toneladas de bilis que tragan o en el equilibrismo circense que demuestran al desfilar con una bandeja a pulso llena de peligros. 
Lidian con jornadas interminables, les obligan a veces a cobrar en negro y, de premio, han de memorizar comandas imposibles y sufrir la liberación ociosa del cuñadismo. 
Nos olvidamos de que trabajar en un chiringuito de playa equivale a muchos másteres de Cifuentes y derretirse con la pajarita anudada convalida una tesis doctoral en antropología cañí, donde la firma en el aire para pedir la cuenta es la marca del zorro del biotipo español.
Caballeros adormilados y argentinas que se embadurnan la cara con jamón.
 Chalados con el culo al aire y tuppers de pil-pil en la disco.
 Hasta fiestas salvajes de swingers, aunque esa sea una historia bajo secreto de sumario.
 Nos quejamos mucho de los camareros; que si no son profesionales, que si son bordes.
 Pero ¿cómo somos los que permanecemos al otro lado de la barra? Ellos nos retratan con su testimonio: necesitan desahogarse, porque el cliente no siempre tiene la razón.
El cliente plasta/impaciente/insufrible vs listillo
“Con los clientes pesados desarrollas un filtro que te permite apagar la frecuencia en la que emiten para centrarte en tu trabajo mientras contestas amable y mecánicamente con monosílabos”, se arranca Carmelo, un joven aunque ya experto camarero de un bar de tapeo del madrileño barrio de Conde Duque.

La tralla de 30 años como camarero, 24 de ellos dentro de uno de los locales imprescindibles en la noche bilbaína, explica el expediente de alguien como Íñigo que lo ha visto casi todo y que se las sabe todas.
 Sin el casi. “No soporto al impaciente. 
Es muy típico el que te dice que lleva media hora y acaba de llegar”, dispara Íñigo, que reconoce detectar a este tipo de listillo “a kilómetros”.
 El responsable del bar admite que “normalmente los camareros sabemos quién va a intentar irse sin pagar.
 Lo lleva escrito. Por su lenguaje corporal está diciendo te la voy a liar. 
Los fines de semana fuerzas para que te paguen al instante porque hay un tipo de cliente que parece estar mirando a la luna”. 
A Íñigo también le irrita el cagaprisas: “Podría entender más impaciencia en un sitio de menú del día, pero si vas a pasar la noche en el bar… ¿Qué prisa tienes?”; y los pesados: 
“Los que creen que en el precio está incluido el camarero psicólogo, los que te dan la chapa y tú te tienes que aguantar”. El plasta de diván, un clásico.
Una versión alternativa del cliente fatigoso es con la que suele lidiar Óscar, desde los 16 años trabajando en el restaurante familiar, en una localidad playera del norte del país, y hoy ya propietario. Por su cercanía con un hospital, al restaurante “vienen muchos médicos que son un poco altivos. 
Siempre tienen prisa y quieren que les atiendas rápido”, nos pone en antecedentes. 
“Y luego se tiran cuatro horas hablando en la mesa y quieren que les saques chupitos”, sentencia Óscar algo amargado. 

El cliente tostado
“Un día abro el bar a las diez de la mañana y se me cuela un tío todo pedo”, da comienzo a su vibrante relato una camarera de un bar de Alonso Martínez, en Madrid. 
“Como soy tan buena, le serví lo que me pidió, creo que un whisky, y se puso a darme la chapa.
 El pavo era un faltoso. Empezó a decir bobadas”, recuerda.
 “Me dijo: ‘¿No crees que el papel de las camareras es el de dar coba al cliente?’ 
Yo le dije que no pero él soltó: ‘pues haberte dedicado a otra cosa’. Ahí ya fue cuando le dije que se pirara”.

No quedó ahí la cosa: “Lejos de hacerlo se acomodó en una mesa. Entonces amenacé con llamar a la policía, pero al tío le daba igual. Al final me vio bastante cabreada y se piró”.
 Un valiente, “un tonto”, en su retrato robot de este cliente que no pasaría de los treinta y pico.
 “El tío ya me estaba tocando la vaina como mujer”, continúa, “además de como persona. Estábamos solos en el bar y se me subió a la chepa.”
Menos desagradable fue para Carmelo la siguiente situación kafkiana: 
“Tuve que convencer a un cliente, que llevaba una merluza importante, de que ya me había pagado y que no hacía falta que me diese otros 500 euros.
 Casi una hora enseñándole el recibo de la tarjeta con su propia firma y que él no reconocía.
 Cada mes te pasan de media dos bizarradas parecidas”. 

El cliente provecto
También el restaurante de Óscar se nutre de “gente mayor que se ha pasado el día con su familiar en el hospital y te quieren contar su vida”.
 Retrata así a esa tercera edad que “por el mero hecho de ser mayor piensa que tiene derecho a todo”. 
Pone un ejemplo ilustrativo: “Un señor que ya conozco y con el que tengo mucha paciencia estaba comiendo en una mesa y me llama:
– Oye, tú, ¡capullo! Este rabo estofado es el más rico que me he comido en mi vida. 
¿Me puedes poner lo que sobra para llevar?
– Claro, pero ¿por eso me tiene que llamar capullo? ¿Era necesario?” El perfil mezcla edad vetusta y espíritu impertinente, véase a continuación.
El cliente faltón
Al actual responsable de la restauración de un grupo hotelero en Granada, con otros 4 años más de experiencia en un hotel de lujo en Ibiza, casi tuvimos que taparle la boca. 
“Los peores son los maleducados”, arremete José sin esperar a los preliminares.
 Una última “movida” en la que unas chicas reservaron un cumpleaños en el restaurante y le “montaron un pollo que no veas”, le sirve para defender que “el cliente muchas veces no lleva la razón”.
A tumba abierta, rememora alguna jugarreta sonada. 
“En Ibiza tuvimos un grupo de 300 judíos franceses celebrando la Semana Santa judía y fue la peor experiencia de mi vida laboral”, nos cuenta. 
 “Las personas más maleducadas, exigentes y sinvergüenzas que te puedes echar a la cara. 
Te dan ganas de pelearte con el cliente: usted me revienta, yo le reviento… Alucinante”. Glups. 
José sigue con aquel infierno: “Tiraban los cubiertos al suelo para que los recogiéramos, como si fuéramos sus esclavos.
 Lo camareros hicimos un motín en mitad del restaurante para no servirles nada más hasta que la organización nos pidió perdón”.
Es su peor vez, aunque no la primera: “Nada más abrir la gente ya quiere entrar en el bar.
 Me preguntan: ‘Oye, ¿ponéis música y servís?’ No sirvo alcohol hasta una hora para que no se metan los del after”, puntualiza. Otro trance de dudoso gusto fue con “un cliente que ya había venido el día anterior.
 Me había quedado con su cara, era como raruno. Estaba sin dormir o algo así, y me pidió vino
. Se sentó y el tío se quedaba sopa. ¡Por la mañana!”, grita la pobre sin dar crédito. 
“Yo le decía: ‘Perdona, es que te estás quedando dormido’. Da una imagen bastante chunga.
 Y él: ‘Sí, lo siento’. Fui como tres veces a decírselo. La última me dijo: ‘Ay, es que se está tan a gusto aquí, con la musiquita… Si ves que me duermo, vienes y me lo dices’. 
Otro le hubiera echado, pero yo aguanté el chaparrón. Tampoco me estaba faltando al respeto”, acaba reconociendo.

“Aquí gozamos de un 95% de clientela de calidad”, nos cuenta al otro lado de la barra un camarero venezolano. 
Nótese que gradúa al público como lo haría con sus pócimas alcohólicas en un bar que prepara sus propios macerados. “No tenemos gente pesada, tenemos muy buenos clientes”, continúa con la sana publicidad.
 Habrá que quedarse entonces con el 5% restante. ¿Qué es lo que más odias de un cliente?, ataco.
 “Más que la indecisión, es la forma de hablar”, nos dice. Venden un tipo de alcohol distinto y al explicar de qué se trata “ese 5% suele ser un poco arrogante”. ¿En plan yo sé más que tú?, pregunto. “¡Sí!”, responde conciso. Bingo, nos suena de algo esa gente.
“Tengo un restaurante de menú y doy con gente que se las da de millonario”, nos cuenta Óscar. 
“El típico que te da palmaditas o que te chista, gente muy maleducada que luego resulta ser la más miserable.
 Gente que te pide que le hagas descuento por cualquier razón.
 Y si no, se lleva las naranjas, las manzanas o las botellas de agua”. A José le silban no por piropearle sino para pedirle la cuenta. 
“Yo me acerco educadamente”, recrea el camarero andaluz, “y le digo: disculpe caballero, no veo ningún perro por aquí”.

El cliente guiri
Además de explicarnos la extraña manera de pedir la cuenta que tienen los japoneses, “haciendo una cruz con los dedos”, al tirar de anecdotario profesional Carmelo se acuerda de una clienta argentina “a la que le habían dicho que la grasa del jamón era buena para la piel, por lo que se frotó una ración de jamón ibérico por los brazos y la cara ante la atónita mirada del personal del bar”. Un testimonio espeluznante que merecería sin duda engrosar asimismo la categoría de cliente rarito.
El cliente rencoroso y cibernauta
Nuestro Óscar no evita tocar un tema espinoso: TripAdvisor. “Un señor me había reservado una mesa en pleno verano, un sábado a las tres. 
Eran las tres menos cinco y el señor muy nervioso. 
A las tres y tres minutos tenía la mesa lista, pero con sus santos cojones me puso en TripAdvisor un pésimo como una catedral. Tiempo después, el hombre volvió.
 Me dijo que lo sentía, que se había equivocado. 
Pero con sus santos cojones no rectificó en TripAdvisor”, concluye demostrando que lo tiene superado.
 “Otro vino con una familia de ocho personas sin reserva en pleno verano”, prosigue un Óscar lanzado. 
“Les hice esperar un poco, obviamente, pero les puse una mesa y quedaron todos encantados. Menos este tocahuevos que me plantó una nota negativa en Tripadvisor diciendo que no iba a volver.
 La familia sigue viniendo y él también. Sé que es él, pero no le he dicho nada”, revela resignado.
“Tienes que tragar ahora con demasiadas cosas para no recibir una mala crítica”, admite.
 “Te dicen que has tardado más de la cuenta, que no les gusta como está decorado el local, que el papel del baño les raspa el culo.
 Me parece injustísimo”, se queja Óscar antes de brindarnos el extra de un bonito simpa:
 “Un matrimonio se levantó, dijeron que se iban a fumar un cigarro y se piraron”.


La Barcelona que alumbró a Loquillo........................ Fernando Navarro

El músico rememora su infancia y adolescencia en la ciudad que le vio nacer como artista. Este año cumple 40 años de carrera y lo celebra con un gran recopilatorio y una gira.

Loquillo camina por La Rambla de Barcelona. Loquillo camina por La Rambla de Barcelona.

Como si fuera una gran estatua de bronce en mitad del parque, Loquillo (Barcelona, 1961) se detiene e intenta dibujar con sus palabras unas vías de tren, aquellas que veía desde la ventana de su casa, allá por los sesenta del siglo pasado. 
"Me sabía de memoria los horarios, de mañana, de tarde, de noche. El ruido de los trenes me perseguía. ¿Cómo no querer escapar lejos?", confiesa.
 El primer recuerdo que tiene de aquellas vías, ahora sustituidas por arboledas y zonas de descanso, fue cuando su madre le llevó, "agarrado de la mano", a ver en 1965 a los cientos de "melenudos" que habían salido del histórico concierto de los Beatles en La Monumental, la misma plaza en la que, en 1976, ya adolescente, trabajó de seguridad o "lo que hiciese falta" para ver a los Rolling Stones.
 "A la gente del barrio nos colaban durante el último toro de las corridas, pero esto era otra cosa
. Aquí los grises repartieron y mi trabajo consistió en recoger las botellas que la gente tiraba", cuenta.
Este año se cumplen cuatro décadas desde que Loquillo debutó en la música. 
Es mediodía y el músico ha regresado a su barrio barcelonés, unos días antes de publicar este viernes un gran recopilatorio de tres discos en el que repasa toda su carrera y al que seguirá una gira.
 La primera de las composiciones que se recogen en la antología es Esto no es Hawai, la canción que le cambió la vida después de que Jesús Ordovás la pinchase en Radio 3 en 1981.
 Aquel chaval, que se había quedado prendado de las historias de Julio Verne, Robert Louis Stevenson y Tintín, estaba pensando en hacer carrera militar con el fin de subirse a un barco para recorrer el mundo.
 "Me hubiera ido a cualquier parte", reconoce. "Ya tenía decidido que me subía a El Cano y me largaba del barrio. De hecho, supe que la canción sonaba en la radio cuando, haciendo prácticas de tiro, un oficial vino y me lo dijo".
 
El Clot, cuya traducción es "agujero", tal y como recuerda Loquillo con algo de sorna, es uno de los lugares más simbólicos de la vieja Barcelona, un barrio industrial que se conocía como "el Manchester catalán".
 Pese a la imparable gentrificación de la ciudad, todavía se pueden ver algunos edificios de ladrillo rojo como el mercado, donde se produjo la primera aparición nada conocida del músico en la radio cuando siendo un niño Joaquín Soler Serrano le pidió en su programa que dedicase una canción a alguien y José María Sanz Beltrán pidió para su madre Summertime de Mondo Jerry.
 Otro edificio es la Farinera, una antigua fábrica harinera convertida hoy en un centro cultural, en donde Loquillo se vuelve a detener para remarcar que este era "un barrio fronterizo" y señala la plaza de las Glorias, "eternamente en obras". 
"Era un gran descampado donde se hacía mercadillo y, sobre todo, era centro de tráfico de droga", cuenta.
 Durante una parada en el bar La Coctelera, presidido por fotografías en blanco y negro del antiguo barrio, uno de sus camareros más veteranos, Joaquín, rememora que el mismo lugar donde Loquillo jugaba al baloncesto era "territorio habitual del Vaquilla y El Torete para vender género".
 La frontera del Clot quedaba también marcada por la línea ferroviaria en dirección a Francia y por los talleres de Renfe, que estaban justo enfrente de la casa de 49 metros cuadrados de la calle Hernán Cortés donde el cantante vivía con sus padres, su tía y su abuela.
 Desde el balcón veía a los grises "dando hostias" a los trabajadores de la fábrica Hispano Olivetti que se manifestaban contra el franquismo.
 El Clot era un destacado asentamiento obrero y sindicalista desde que fue sitio de resistencia republicana, llegando a esconder en uno de los edificios al lado de la carbonería de sus abuelos a Buenaventura Durruti, una de las figuras más relevantes del anarquismo español y de la organización sindical CNT.
 "Pero, con todo, la vida en el barrio se hacía en familia, de puertas afuera", apunta.
El barrio todavía conserva cierto ambiente cercano y acogedor. Loquillo pasea tranquilo mientras los jóvenes le piden fotografías y los más veteranos se detienen a charlar con él, entre ellos el padre de la familia Ballesta cuyo hijo le dio a conocer el álbum Paul Simon Songbook, que le marcó, como otros de Bob Dylan o Buddy Holly.
 Sucedió igual con las primeras bandas de rock and roll barcelonesas que supo por su padre, un estibador que trabajaba con el hermano del cantante de Los Sírex y le pasaba discos. "Me los metía en vena", dice.
 Tanto que Paqui, que le conoce desde niño y es dueña del Celler La Paqui donde se para a tomar un vermú, reconoce que le veía pasear por las calles con “sus pintas” de chupa de cuero, botas y tupé, y se cambiaba de acera “por si no era él”.

Al pasear por La Rambla llena de turistas y comercios de souvenirs, marcas de ropa y comida rápida, Loquillo, que en mayo publicará el libro En las calles de Madrid donde narra su llegada a la capital, reconoce que “Barcelona ahora es un horror”. 
Hace 15 años se mudó a San Sebastián y desde entonces han sido varias las ocasiones que no se ha mordido la lengua para opinar contra lo que no le gusta de la ciudad.
 “Soy barcelonés”, sentencia. 
 También se indigna con los lazos amarillos en solidaridad con los presos independentistas catalanes que cuelgan de balcones y edificios públicos.
 “No sé qué diría mi padre, que era republicano. Esos sí eran presos políticos y sufrían represión.
 Muchos pagaban con su vida”, asegura. Y vuelve a hablar de la “Barcelona libertaria” que él conoció.
 En esa Barcelona que “tiraba tomates a los señoritos que entraban al Liceo”, se subió por primera vez a un escenario en 1978.
 Fue en la sala Taboo, entonces un lugar de reunión de señoras. Buscaban a gente que cantase oldies en inglés.
 Loquillo y su amigo Óscar Manresa no tenían ni idea y se inventaban la letra de las canciones de Chuck Berry.
 “Era divertídisimo”, reconoce Manresa. “Podía haber sido un fracaso, pero al ganador se le conoce en la línea de salida”, añade. El ganador era Loquillo, que como cantaría poco después en uno de sus himnos quería ser una rock and roll star, aquel chico del Clot que sabía cuándo pasaba el tren nocturno hacia la gloria.

La escalofriante advertencia de Pepa Bueno a Rajoy tras la renuncia de Cifuentes a su máster fantasma

"Cuando los políticos no son creíbles, cualquier populista puede serlo".

CADENA SER
La periodista de la Cadena Ser Pepa Bueno ha recurrido a una afirmación del presidente de Francia, Emmanuel Macron, para lanzar una contundente advertencia al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, tras la renuncia de la presidenta madrileña, Cristina Cifuentes, a su máster fantasma en la Universidad Rey Juan Carlos.
"Dice Macron que las democracias europeas deben escuchar la cólera del pueblo para evitar que caigan en brazos de los populismos autoritarios", ha comenzado su reflexión Bueno, antes de avisar a Rajoy de que "ese aviso de la cólera debería obligar a reflexionar a Mariano Rajoy".

"La presidenta de la Comunidad de Madrid sigue huyendo de su máster y no ha encontrado ya mejor manera de hacerlo que renunciar a un título que tiene bajo sospecha", ha continuado la periodista, quien ha matizado que "no se sabe muy bien a qué renuncia Cifuentes".
En este punto, Bueno ha recalcado "el hartazgo, la cólera que provoca una manera de actuar tan repetida en el PP: primero negar la evidencia, después de esparcir basura alrededor, y por último, quizás al borde de perder el poder, entonces ya sí dejarla caer".

Según Bueno, con este modo de proceder, los populares "se llevan por delante lo que sea menester, la dignidad y el respeto a instituciones como la Presidencia regional o la universidad pública y la propia credibilidad de los políticos".
Sentencia Bueno:
 "Cuando los políticos no son creíbles, cualquier populista puede serlo".
Dice Emmanuel Macron que las democracias europeas deben escuchar la cólera del pueblo para evitar que caigan en brazos de los populismos autoritarios.
 En los países desarrollados la cólera no suele estallar de una día para otro. 
Con rentas per cápita por encima de los 20.000 dólares, nadie quiere grandes sobresaltos políticos de la noche a la mañana.
 Pero la cólera se acumula poco a poco cuando no se atisban horizontes y la política se instala en la posverdad.
Ese aviso de la cólera debería obligar a reflexionar a Mariano Rajoy.
 La presidenta de la Comunidad de Madrid sigue huyendo de su máster y no ha encontrado ya mejor manera de hacerlo que renunciar a un título que tiene bajo sospecha.
 No se sabe muy bien a qué renuncia Cifuentes, lo que sí se sabe es el hartazgo, la cólera que provoca una manera de actuar tan repetida en el PP: primero negar la evidencia, después de esparcir basura alrededor, y por último, quizás al borde de perder el poder, entonces ya sí dejarla caer. 
Y por el camino se llevan por delante lo que sea menester, la dignidad y el respeto a instituciones como la Presidencia regional o la universidad pública y la propia credibilidad de los políticos. Cuando los políticos no son creíbles, cualquier populista puede serlo.
Ayer el Fondo Monetario Internacional incrementó la previsión de crecimiento de la economía española pero advirtió de que el mercado de trabajo sigue siendo muy desigual, que se lo digan a parados de larga duración y precarios, y advirtió también de nuestra deuda pública.
 Ayer también el Tribunal Constitucional le dijo al Gobierno que no puede vetar las iniciativas de la oposición en el Congreso como si tuviera mayoría absoluta porque no la tiene.
 Ayer, en fin, Europa escuchó atentamente a un presidente de la república francesa que ganó las elecciones, sin un partido detrás, por el descrédito de los partidos en su país.
Avisos de la cólera no faltan. Sólo falta oídos dispuestos a escucharla.