Pelmazos. Déspotas. Babosos. Enfermos con el culo al aire. Varios camareros hablan de los peores clientes que han tenido que soportar, y sus anécdotas son oro puro.
“Jefe, ¿y mi cafelito?”. “¡Oye, pollo, la cuenta!”
Cuando
hay que insultar a España, se nos reduce a un país de camareros, pero
uno de los gremios más desprestigiados aguanta estoico el peso de la
rutina diaria.
El primer carajillo del día, la comunión de la niña, el
desfase nocturno, la comida de empresa, la despedida de soltero.
El
horror.
Detrás de cada representación de esparcimiento hay un camarero
sudando la gota gorda.
Y frente a él, un cliente: el plasta, el
borrachuzo, el intenso, el agonías, el gritón, el indeciso, el
impaciente, el grosero y hasta el ladrón.
Si no reparamos en nuestra actitud como clientes, tampoco
en la santa paciencia que estos currelas acumulan, en las toneladas de
bilis que tragan o en el equilibrismo circense que demuestran al
desfilar con una bandeja a pulso llena de peligros.
Lidian con jornadas
interminables, les obligan a veces a cobrar en negro y, de premio, han
de memorizar comandas imposibles y sufrir la liberación ociosa del
cuñadismo.
Nos olvidamos de que trabajar en un chiringuito de playa
equivale a muchos másteres de Cifuentes y derretirse con la pajarita
anudada convalida una tesis doctoral en antropología cañí, donde la
firma en el aire para pedir la cuenta es la marca del zorro del biotipo
español.
Caballeros adormilados y argentinas que se embadurnan la
cara con jamón.
Chalados con el culo al aire y tuppers de pil-pil en la
disco.
Hasta fiestas salvajes de swingers, aunque esa sea una historia
bajo secreto de sumario.
Nos quejamos mucho de los camareros; que si no
son profesionales, que si son bordes.
Pero ¿cómo somos los que
permanecemos al otro lado de la barra? Ellos nos retratan con su
testimonio: necesitan desahogarse, porque el cliente no siempre tiene la
razón.
El cliente plasta/impaciente/insufrible vs listillo
“Con los clientes pesados desarrollas un filtro que te
permite apagar la frecuencia en la que emiten para centrarte en tu
trabajo mientras contestas amable y mecánicamente con monosílabos”, se
arranca Carmelo, un joven aunque ya experto camarero de un bar de tapeo
del madrileño barrio de Conde Duque.
La tralla de 30 años como camarero, 24 de ellos dentro de
uno de los locales imprescindibles en la noche bilbaína, explica el
expediente de alguien como Íñigo que lo ha visto casi todo y que se las
sabe todas.
Sin el casi. “No soporto al impaciente.
Es muy típico el que
te dice que lleva media hora y acaba de llegar”, dispara Íñigo, que
reconoce detectar a este tipo de listillo “a kilómetros”.
El responsable
del bar admite que “normalmente los camareros sabemos quién va a
intentar irse sin pagar.
Lo lleva escrito. Por su lenguaje corporal está
diciendo te la voy a liar.
Los fines de semana fuerzas para que te
paguen al instante porque hay un tipo de cliente que parece estar
mirando a la luna”.
A Íñigo también le irrita el cagaprisas: “Podría
entender más impaciencia en un sitio de menú del día, pero si vas a
pasar la noche en el bar… ¿Qué prisa tienes?”; y los pesados:
“Los que
creen que en el precio está incluido el camarero psicólogo, los que te
dan la chapa y tú te tienes que aguantar”. El plasta de diván, un
clásico.
Una versión alternativa del cliente fatigoso es con la que suele lidiar
Óscar, desde los 16 años trabajando en el restaurante familiar, en una
localidad playera del norte del país, y hoy ya propietario. Por su
cercanía con un hospital, al restaurante “vienen muchos médicos que son
un poco altivos.
Siempre tienen prisa y quieren que les atiendas
rápido”, nos pone en antecedentes.
“Y luego se tiran cuatro horas
hablando en la mesa y quieren que les saques chupitos”, sentencia Óscar
algo amargado.
El cliente tostado
“Un día abro el bar a las diez de la mañana y se me cuela
un tío todo pedo”, da comienzo a su vibrante relato una camarera de un
bar de Alonso Martínez, en Madrid.
“Como soy tan buena, le serví lo que
me pidió, creo que un whisky, y se puso a darme la chapa.
El pavo era un
faltoso. Empezó a decir bobadas”, recuerda.
“Me dijo: ‘¿No crees que el
papel de las camareras es el de dar coba al cliente?’
Yo le dije que no
pero él soltó: ‘pues haberte dedicado a otra cosa’. Ahí ya fue cuando
le dije que se pirara”.
No quedó ahí la cosa: “Lejos de hacerlo se acomodó en una
mesa. Entonces amenacé con llamar a la policía, pero al tío le daba
igual. Al final me vio bastante cabreada y se piró”.
Un valiente, “un
tonto”, en su retrato robot de este cliente que no pasaría de los
treinta y pico.
“El tío ya me estaba tocando la vaina como mujer”,
continúa, “además de como persona. Estábamos solos en el bar y se me
subió a la chepa.”
Menos desagradable fue para Carmelo la siguiente situación kafkiana:
“Tuve que convencer a un cliente, que llevaba una merluza importante, de
que ya me había pagado y que no hacía falta que me diese otros 500
euros.
Casi una hora enseñándole el recibo de la tarjeta con su propia
firma y que él no reconocía.
Cada mes te pasan de media dos bizarradas
parecidas”.
El cliente provecto
También el restaurante de Óscar se nutre de “gente mayor
que se ha pasado el día con su familiar en el hospital y te quieren
contar su vida”.
Retrata así a esa tercera edad que “por el mero hecho
de ser mayor piensa que tiene derecho a todo”.
Pone un ejemplo
ilustrativo: “Un señor que ya conozco y con el que tengo mucha paciencia
estaba comiendo en una mesa y me llama:
– Oye, tú, ¡capullo! Este rabo estofado es el más rico que me he comido en mi vida.
¿Me puedes poner lo que sobra para llevar?
– Claro, pero ¿por eso me tiene que llamar capullo? ¿Era
necesario?” El perfil mezcla edad vetusta y espíritu impertinente, véase
a continuación.
El cliente faltón
Al actual responsable de la restauración de un grupo
hotelero en Granada, con otros 4 años más de experiencia en un hotel de
lujo en Ibiza, casi tuvimos que taparle la boca.
“Los peores son los
maleducados”, arremete José sin esperar a los preliminares.
Una última
“movida” en la que unas chicas reservaron un cumpleaños en el
restaurante y le “montaron un pollo que no veas”, le sirve para defender
que “el cliente muchas veces no lleva la razón”.
A tumba abierta, rememora alguna jugarreta sonada.
“En
Ibiza tuvimos un grupo de 300 judíos franceses celebrando la Semana
Santa judía y fue la peor experiencia de mi vida laboral”, nos cuenta.
“Las personas más maleducadas, exigentes y sinvergüenzas que te puedes
echar a la cara.
Te dan ganas de pelearte con el cliente: usted me
revienta, yo le reviento… Alucinante”. Glups.
José sigue con aquel
infierno: “Tiraban los cubiertos al suelo para que los recogiéramos,
como si fuéramos sus esclavos.
Lo camareros hicimos un motín en mitad
del restaurante para no servirles nada más hasta que la organización nos
pidió perdón”.
Es su peor vez, aunque no la primera: “Nada más abrir la
gente ya quiere entrar en el bar.
Me preguntan: ‘Oye, ¿ponéis música y
servís?’ No sirvo alcohol hasta una hora para que no se metan los del
after”, puntualiza. Otro trance de dudoso gusto fue con “un cliente que
ya había venido el día anterior.
Me había quedado con su cara, era como
raruno. Estaba sin dormir o algo así, y me pidió vino
. Se sentó y el tío
se quedaba sopa. ¡Por la mañana!”, grita la pobre sin dar crédito.
“Yo
le decía: ‘Perdona, es que te estás quedando dormido’. Da una imagen
bastante chunga.
Y él: ‘Sí, lo siento’. Fui como tres veces a decírselo.
La última me dijo: ‘Ay, es que se está tan a gusto aquí, con la
musiquita… Si ves que me duermo, vienes y me lo dices’.
Otro le hubiera
echado, pero yo aguanté el chaparrón. Tampoco me estaba faltando al
respeto”, acaba reconociendo.
“Aquí gozamos de un 95% de clientela de calidad”, nos
cuenta al otro lado de la barra un camarero venezolano.
Nótese que
gradúa al público como lo haría con sus pócimas alcohólicas en un bar
que prepara sus propios macerados. “No tenemos gente pesada, tenemos muy
buenos clientes”, continúa con la sana publicidad.
Habrá que quedarse
entonces con el 5% restante. ¿Qué es lo que más odias de un cliente?,
ataco.
“Más que la indecisión, es la forma de hablar”, nos dice. Venden
un tipo de alcohol distinto y al explicar de qué se trata “ese 5% suele
ser un poco arrogante”. ¿En plan yo sé más que tú?, pregunto. “¡Sí!”,
responde conciso. Bingo, nos suena de algo esa gente.
“Tengo un restaurante de menú y doy con gente que se las da
de millonario”, nos cuenta Óscar.
“El típico que te da palmaditas o que
te chista, gente muy maleducada que luego resulta ser la más miserable.
Gente que te pide que le hagas descuento por cualquier razón.
Y si no,
se lleva las naranjas, las manzanas o las botellas de agua”. A José le
silban no por piropearle sino para pedirle la cuenta.
“Yo me acerco
educadamente”, recrea el camarero andaluz, “y le digo: disculpe
caballero, no veo ningún perro por aquí”.
El cliente guiri
Además de explicarnos la extraña manera de pedir la cuenta
que tienen los japoneses, “haciendo una cruz con los dedos”, al tirar de
anecdotario profesional Carmelo se acuerda de una clienta argentina “a
la que le habían dicho que la grasa del jamón era buena para la piel,
por lo que se frotó una ración de jamón ibérico por los brazos y la cara
ante la atónita mirada del personal del bar”. Un testimonio
espeluznante que merecería sin duda engrosar asimismo la categoría de
cliente rarito.
El cliente rencoroso y cibernauta
Nuestro Óscar no evita tocar un tema espinoso: TripAdvisor.
“Un señor me había reservado una mesa en pleno verano, un sábado a las
tres.
Eran las tres menos cinco y el señor muy nervioso.
A las tres y
tres minutos tenía la mesa lista, pero con sus santos cojones me puso en
TripAdvisor un pésimo como una catedral. Tiempo después, el hombre
volvió.
Me dijo que lo sentía, que se había equivocado.
Pero con sus
santos cojones no rectificó en TripAdvisor”, concluye demostrando que lo
tiene superado.
“Otro vino con una familia de ocho personas sin reserva
en pleno verano”, prosigue un Óscar lanzado.
“Les hice esperar un poco,
obviamente, pero les puse una mesa y quedaron todos encantados. Menos
este tocahuevos que me plantó una nota negativa en Tripadvisor diciendo
que no iba a volver.
La familia sigue viniendo y él también. Sé que es
él, pero no le he dicho nada”, revela resignado.
“Tienes que tragar ahora con demasiadas cosas para no
recibir una mala crítica”, admite.
“Te dicen que has tardado más de la
cuenta, que no les gusta como está decorado el local, que el papel del
baño les raspa el culo.
Me parece injustísimo”, se queja Óscar antes de
brindarnos el extra de un bonito simpa:
“Un matrimonio se levantó,
dijeron que se iban a fumar un cigarro y se piraron”.
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