A veces me parece sentir el peso de nuestros antepasados hundiéndose
entre las sombras.
Aquellas mujeres y hombres guardan una historia digna
del mejor relato.
A menudo siento que estos artículos son como una playa en la que las
olas depositan objetos venidos del tumulto del mar: nacaradas conchas,
algas como flores o un inesperado patito de plástico. Quiero decir que
hasta mi mesa, y supongo que hasta la de todos los columnistas, llegan
numerosos mensajes que a veces contienen peticiones de ayuda pero que,
sobre todo, son historias, relatos, fragmentos de vidas procedentes de
un mundo tan vasto como el océano.
Hace unas semanas recibí una carta de papel escrita a mano.
La
enviaba Laura Savater desde Ciudad Real, y con una letra firme y clara
decía lo siguiente: “No sé si esta carta pensada y repensada terminará
en tus manos y si te interesará.
Soy una mujer de 93 años que vivía en
Barcelona cuando era una niña; allí pasé la guerra.
Mi madre, como
tantos otros, enfermó de tuberculosis y se tuvo que ir a un sanatorio en
Castellón de la Plana.
Escribía un diario del que he sacado fotocopias de la última parte
(por aquello de la memoria histórica) contando su tristísimo viaje de
regreso a Barcelona.
Si te interesa me lo haces saber”.
Le pedí que me
lo enviara, claro está: cómo no me va a interesar el ofrecimiento de
esta mujer nonagenaria, de esta conmovedora Laura que en los confines de
su larga vida mira con amor el diario de su madre y piensa en darlo a
conocer al mundo, en rescatarlo de la creciente oscuridad.
Que otros
puedan llevar en la memoria a la madre muerta, además de ella.
A los pocos días recibí las fotocopias.
Son ocho y reproducen,
ampliadas, las hojas cuadriculadas de un pequeño cuaderno de espiral.
Imagino sus sobadas tapas de cartón azul.
E imagino a la mujer joven y enferma que escribe, con una letra muy
parecida a la de Laura, angustiadas palabras.
“Esta noche pasada he
llorado mucho porque me enteré de los bombardeos de Barcelona y pienso
que no sé si tengo hijos o no (…) pues hace doce días que estoy aquí y
no sé nada de ellos y esto es más de lo que puedo soportar”.
Y al día
siguiente: “Hoy han bombardeado este pueblo (…) y no cesan de llegar
camiones cargados de soldados (…) han echado un bando en el pueblo
prohibiendo terminantemente hablar de la guerra y al sanatorio han
traído un aviso de que si se oyen sirenas no nos asustemos y que no se
enciendan las luces (…) El miedo que tenemos todos no es para descrito” (sic).
Hay algo en esas palabras tan sencillas y en la humilde cuadrícula que
hace que te sientas transportada allí, a ese hospital de tuberculosos, a
esos años de plomo, a la indefensión aterrorizada de quien espera la
llegada de las bombas (recordemos Siria, por favor).
La madre, en fin, decide abandonar el sanatorio y regresar a Barcelona.
Junto a otras dos enfermas, intenta subir a un camión de soldados. Pasan
más de 20 vehículos antes de que un conductor se apiade y las
transporte, en un trayecto matador, hasta un pueblo cercano a
Villafranca.
El lugar está lleno de milicianos voluntarios que van para
el frente de Teruel: “Había hombres hasta con el pelo blanco y también
jovencitos de 16 y 18 pero todos con un entusiasmo grande”.
Hubo más
camiones, más penurias. La mujer acabó en Valencia. Ahí termina el
diario.
Laura dice que murió sola, en 1942, en un hospital de
tuberculosos de Murcia.
Se llamaba Agustina Ortuño y tenía 45 años.
Honrar a los muertos. Es lo que hace Laura. Y lo que yo hago al contar
todo esto.
A veces casi me parece sentir el peso de nuestros antepasados
sobre los hombros.
Esa cadena de mujeres y hombres que fueron niños y
crecieron y se sintieron felices y sufrieron; que compartieron comida o
que se pelearon; que gozaron del fuego del conocimiento o se pudrieron
de odio.
Desde que el invento de la escritura nos sacó de la prehistoria hace
6.000 años, sólo ha habido 200 generaciones de humanos (si calculamos 30
años para cada una).
Casi me parece verlos, una fila de individuos
hundiéndose en las sombras.
Ojalá pudiera nombrar a mis 200 antepasados
para rescatarlos del olvido. Tantas vidas insignificantes y pequeñas,
acumuladas a nuestras espaldas como granos de polvo, y sin embargo para
cada una de esas personas su existencia fue enorme, fue un tesoro.
Y en
verdad lo es. Hermosa y breve vida.
En enero se cumplieron 25 años de la muerte de Juan Benet. Un
aniversario que pasó inadvertido.
Es como si los vivos no quisieran que
los muertos les hagan sombra.
He vuelto a escuchar el Vals Kupelwieser, de Schubert, al cabo de unos cuantos años.
En la Academia hay tres grandes melómanos: el sabio Ignacio Bosque, el Doctor García Barreno y Félix de Azúa.
De vez en cuando nos intercambiamos información acerca de obras raras
que puedan desconocer los otros.
Mi saber musical es limitado, pero
alguna pequeña noticia puedo aportarles de tarde en tarde, y hace unas
semanas, hablando con Bosque de piezas breves y sencillas y
extraordinarias, le mencioné ese Vals.
A mí me lo descubrió Juan Benet
en otra vida, hacia 1971 o 1972, no mucho después de conocerlo.
Cuando
aún no existía el CD y no era posible repetir un tema en el tocadiscos
sin poner la aguja cada vez en el surco, se las ingenió (al fin y al
cabo era ingeniero) para oír Kupelwieser sin cesar durante todo un verano, mientras escribía parte de su novela Un viaje de invierno,de título schubertiano y en la que —no recuerdo si explícitamente, no la
releo desde su publicación en 1972— esa música desempeñaba algún
papel.
De hecho, en la guarda posterior de la primera edición, Benet
hizo reproducir el inicio de la partitura.
Es un vals para piano,
brevísimo (no dura ni minuto y medio), aparentemente modesto, según
quién lo interprete el piano suena casi como una pianola.
A lo largo de
tanto tiempo transcurrido, sólo he encontrado dos versiones en CD, una
de Michel Dalberto y otra de Hans Kann, lo cual indica que se graba poco
y es más bien pasado por alto.
Y, que yo sepa, en este soporte no
existe la versión que, en vinilo, escuchó Benet incansablemente, y
también los que nos quedamos deslumbrados por su hallazgo.
Se trataba de
un disco barato, a cargo del pianista italiano Rosario Marciano.
Esa
será siempre para mí la versión original, por mucho que las otras no
difieran en demasía, dadas la brevedad y sencillez de la maravillosa
pieza.
Esa música, a la vez melancólica y confiada, la tengo por tanto asociada
a la figura de Juan Benet, y ahora me doy cuenta de que el pasado 5 de
enero se cumplieron veinticinco años de su muerte, a los sesenta y
cinco, y de que el aniversario ha pasado bastante inadvertido, y de que
ni siquiera reparé yo en él en su día.
Su memoria, con todo, está más
viva que la de la mayoría de sus coetáneos desaparecidos (con la
excepción de Gil de Biedma), así que tampoco es cuestión de quejarse en
este siglo olvidadizo, o es más, deliberadamente arrasador de todo
recuerdo.
Es como si los vivos reclamaran cada vez más espacio, lo
necesitaran todo para que nada ni nadie les haga sombra ni los
obligue a comparaciones engorrosas o desfavorables.
La obra de Benet
está en las librerías gracias a la colección Debolsillo, y han salido
varios volúmenes de correspondencia y de escritos dispersos merced a la
labor recopilatoria y crítica de Ignacio Echevarría.
Algunos autores
jóvenes todavía se asoman a lo que escribió, y lo “salvan” del desdén
habitual con que todas las generaciones españolas de novelistas hemos
tratado a nuestros predecesores.
Así que algo es algo, y a fin de cuentas tampoco Benet contó en vida con
muchos lectores, ni lo pretendió: al no vivir de su pluma, se permitió
lo que quiso, ajeno a las modas y a los “gustos”;
sólo al final intentó
“complacer” levemente, cansado de que sus esfuerzos no obtuvieran más
que la recompensa del prestigio. Quizá llega un momento en el que eso no
basta.
En estos días de escuchar su Vals me acude con persistencia un
recuerdo concreto.
Poco después de los primerísimos síntomas de su
enfermedad, cuando aún se ignoraba su gravedad, llegué a su casa de la
calle Pisuerga.
Se levantó de su otomana, en la que solía leer y
escuchar música, y, desde su gran altura (medía 1,90 o así), en un gesto
en él infrecuente (era reacio a la cursilería), me abrazó tímida y
torpemente y me dijo, todavía en tono de guasa, o fingiéndolo: “Esto es
el fin, joven Marías, esto es el fin”.
“Pero qué dices”, le contesté,
sin darle el menor crédito; “qué va, qué tontería”.
No podía tomar la
frase en serio, no me parecía posible.
Si alguien vivía como si fuera
eterno, ese era él: siempre con proyectos, siempre activo y despierto,
disfrutando de lo que se trajera entre manos, siempre dispuesto a reír y
a divertirse.
No insistió, claro.
Cuando alguien muere, quienes le son cercanos tienden a consolarse y a
reunirse, aunque no se conozcan previamente.
Ese fue el caso de la
hermana de Benet, Marisol, que ahora cumple noventa y cuatro años, creo.
Durante los muchos que traté a Don Juan, nunca la vi. Un día, tras su
muerte, una señora me saludó en la calle Juan Bravo y se presentó.
Tenía
un aire de familia, pero desprendía una dulzura que Benet, pese a ser
un sentimental, no mostraba.
Desde entonces, de una manera para mí
conmovedora, Marisol aparecía en cuantas charlas o presentaciones
tuviéramos en Madrid los amigos mucho más jóvenes de su hermano pequeño:
Molina Foix, Azúa, Mendoza, yo mismo.
Con una fidelidad infalible, pese
a ir cumpliendo sus años; y aún lo hace.
Como si con su presencia
protectora y benévola, de apoyo a esos amigos, le estuviera rindiendo a
él homenaje, y recordándolo por discípulos interpuestos.
Si es que a
estas alturas merecemos todavía ese título, y nos cuadra.
Varios usuarios de las redes sociales han remitido el audio a la Policía alemana..
Federico Jiménez Losantos fue este viernes 'trending topic' en Twitter por unas declaraciones realizadas en su programa en EsRadio donde criticó que la Justicia alemana dejara libre a Carles Puigdemont, expresidente catalán detenido el pasado 25 de marzo al norte de Alemania.
Estas son parte de las declaraciones que hizo Jiménez Losantos, en las
que alentaba a "acciones" contra Alemania como "estallar cervecerías" o
tomar "alemanes de rehenes" en Baleares:
"El ratón al gato le puede hacer toda clase de fechorías.
Toda clase de
fechorías.
En Baleares, todas. En Baleares hay como 200.000 alemanes de
rehenes.
En Baviera pueden empezar a estallar cervecerías.
Ya pero usted
qué propone, ¿una acción? Naturalmente. Nos han abofeteado, nos han
dado una patada en los dídimos"
Unas declaraciones que muchos usuarios de las redes sociales han
hecho llegar a la Policía alemana, aunque seguro que muchos no esperaban
respuesta alguna de las autoridades germanas.
Sin embargo, la Policía de Múnich sí que ha respondido. Lo ha hecho a
este mensaje que hacía llegar el audio "en caso de que quieran tomar
medidas".
Miguel, Rodrigo, Guillermo y las gemelas Victoria y Cristina salen poco a poco del anonimato que decretó su padre.
Muchas veces Julio Iglesias
se ha lamentado en público de haber sido un padre ausente para Chabeli,
Julio José y Enrique, los tres hijos que tuvo con Isabel Preysler.
Su
vertiginosa carrera musical le llevaba de un lado para otro. Las
ausencias fueron tantas que su matrimonio acabó en divorcio.
Cuando
volvió a ser padre, pasados los 50 años, se prometió que no volvería a
sucederle lo mismo. Miguel Alejandro, de 19 años, Rodrigo, de 18, las gemelas Victoria y Cristina, de 16,
y Guillermo, de 10, han llevado una vida muy distinta a la de sus
hermanos mayores tanto a nivel familiar como mediático.
De hecho, una de
las cosas que más sorprende buceando en la historia de los hijos del
cantante y Miranda Rijnsburger es que no hay fotos de ellos.
La vida de los cinco ha estado alejada de los focos
mediáticos a diferencia de lo que sucedió con Chabeli, Julio José y
Enrique a los que su padre elevó a tema de portada, y cuando no, era su
madre la que lo hacía.
La mayor incluso inspiró un disco de éxito De niña a mujer.
La discreción que reina entre los Iglesias-Rijnsburger tiene que ver
con la personalidad de su madre, una mujer que no se esconde pero que
prefiere el segundo plano aunque en la intimidad del hogar manda y
mucho.
En agosto, el cantante y la que fuera modelo holandesa celebraron su octavo aniversario de boda, aunque cuando se decidieron a darse el sí quiero ya llevaban 20 años juntos y habían tenido ya a sus cinco hijos.
A los 74 años Julio Iglesias
ha dicho lo que jamás antes se le había oído: “No entiendo mi vida sin
Miranda”.
Pero la declaración no es totalmente exacta.
La pareja desde
hace mucho tiempo no vive junta.
Miranda está instalada en Miami con sus
niños y Julio Iglesias va y viene porque prefiere pasar más tiempo en
Punta Cana y Bahamas.
La vida escolar de los cinco hijos menores del cantante
transcurrió durante años en casa. El hecho de no haber asistido al
colegio les permitió pasar inadvertidos. Una profesora se encargó de su
formación y solo a final de curso acudían a un centro de estudios para
poder comprobar que cumplían el nivel exigido. Pero en 2013, el cantante
y su esposa estuvieron de acuerdo en que sus hijos se hacían mayores y
debían relacionarse con otros compañeros. Así comenzaron sus estudios en
el Miami Country Day School, situado en una de las zonas más lujosas de
la ciudad.
En los últimos meses, los hermanos Iglesias Rijnsburger han dado un paso adelante.
Las primeras han sido Victoria y Cristina. Las jóvenes se asomaron a la portada de la revista de cabecera de la familia, ¡Hola!, para protagonizar un reportaje y realizar sus primeras declaraciones. Todo ello de la mano de la firma Oscar de la Renta, el gran modisto fallecido en 2014 al que consideraban su tío.
El posado se realizó en la casa de su viuda en Connecticut (EE UU).
Antes de colocarse ante las cámaras, las jóvenes recibieron un mensaje
de su padre: “Os quiero mucho. Sed felices y naturales”. Su madre estuvo
con ellas supervisándolo todo.
Las jóvenes quieren ser modelos y, de
momento, triunfan en las redes sociales donde acumulan miles de
seguidores.
Miguel Iglesias Rijnsburger, el mayor de los cinco hijos de
Julio y Miranda, ha sido estos días también noticia porque le han
descubierto por las calles de Miami con una joven con quien sale desde
hace más de un año.
Se trata de Danielle Obolevitch,
una chica rusa de 19 años que vive en Miami y es una gran aficionada al
tenis.
Pero lo más sorprendente es el gran parecido que guarda con Anna Kournikova, la pareja de Enrique y recientemente madre de mellizos.
Miguel ha heredado la pasión por la música de su padre pero
él se dedica a producir.
Trabaja junto a su hermano Rodrigo, que es el
que quiere ser artista.
Aunque el verdadero objetivo del mayor es
ganarse la vida desde el otro lado del escenario, ya que estudia
Finanzas y está interesado en los negocios, como reveló en una
entrevista hace unos meses su hermano Julio José.
El cantante también
ayuda a Rodrigo a preparar su carrera musical a diferencia de lo que
sucedió con Enrique, que lo hizo solo.
El joven también lo contó a ¡Hola!
“Mi sueño es llegar a ser un artista como mi padre y mi hermano. Me encantaría dedicarme toda su vida a la música”.
La relación de los ocho hijos de Iglesias es escasa.
Julio
José, que suele trabajar con su padre, es quien más les trata. Enrique,
que apenas se habla con su progenitor, tampoco les frecuenta aunque
ellos se han declarado admiradores de su música y han acudido a algunos
de sus conciertos.
De hecho, algunas de las pocas fotos que hay de ellos
se deben a estas visitas.
Ahora todos ellos esperan el fallo del juez
sobre la demanda de paternidad de Javier Sánchez-Santos, que asegura ser
el noveno Iglesias.