En enero se cumplieron 25 años de la muerte de Juan Benet. Un
aniversario que pasó inadvertido.
Es como si los vivos no quisieran que
los muertos les hagan sombra.
He vuelto a escuchar el Vals Kupelwieser, de Schubert, al cabo de unos cuantos años.
En la Academia hay tres grandes melómanos: el sabio Ignacio Bosque, el Doctor García Barreno y Félix de Azúa.
De vez en cuando nos intercambiamos información acerca de obras raras
que puedan desconocer los otros.
Mi saber musical es limitado, pero
alguna pequeña noticia puedo aportarles de tarde en tarde, y hace unas
semanas, hablando con Bosque de piezas breves y sencillas y
extraordinarias, le mencioné ese Vals.
A mí me lo descubrió Juan Benet
en otra vida, hacia 1971 o 1972, no mucho después de conocerlo.
Cuando
aún no existía el CD y no era posible repetir un tema en el tocadiscos
sin poner la aguja cada vez en el surco, se las ingenió (al fin y al
cabo era ingeniero) para oír Kupelwieser sin cesar durante todo un verano, mientras escribía parte de su novela Un viaje de invierno,de título schubertiano y en la que —no recuerdo si explícitamente, no la
releo desde su publicación en 1972— esa música desempeñaba algún
papel.
De hecho, en la guarda posterior de la primera edición, Benet
hizo reproducir el inicio de la partitura.
Es un vals para piano,
brevísimo (no dura ni minuto y medio), aparentemente modesto, según
quién lo interprete el piano suena casi como una pianola.
A lo largo de
tanto tiempo transcurrido, sólo he encontrado dos versiones en CD, una
de Michel Dalberto y otra de Hans Kann, lo cual indica que se graba poco
y es más bien pasado por alto.
Y, que yo sepa, en este soporte no
existe la versión que, en vinilo, escuchó Benet incansablemente, y
también los que nos quedamos deslumbrados por su hallazgo.
Se trataba de
un disco barato, a cargo del pianista italiano Rosario Marciano.
Esa
será siempre para mí la versión original, por mucho que las otras no
difieran en demasía, dadas la brevedad y sencillez de la maravillosa
pieza.
Esa música, a la vez melancólica y confiada, la tengo por tanto asociada
a la figura de Juan Benet, y ahora me doy cuenta de que el pasado 5 de
enero se cumplieron veinticinco años de su muerte, a los sesenta y
cinco, y de que el aniversario ha pasado bastante inadvertido, y de que
ni siquiera reparé yo en él en su día.
Su memoria, con todo, está más
viva que la de la mayoría de sus coetáneos desaparecidos (con la
excepción de Gil de Biedma), así que tampoco es cuestión de quejarse en
este siglo olvidadizo, o es más, deliberadamente arrasador de todo
recuerdo.
Es como si los vivos reclamaran cada vez más espacio, lo
necesitaran todo para que nada ni nadie les haga sombra ni los
obligue a comparaciones engorrosas o desfavorables.
La obra de Benet
está en las librerías gracias a la colección Debolsillo, y han salido
varios volúmenes de correspondencia y de escritos dispersos merced a la
labor recopilatoria y crítica de Ignacio Echevarría.
Algunos autores
jóvenes todavía se asoman a lo que escribió, y lo “salvan” del desdén
habitual con que todas las generaciones españolas de novelistas hemos
tratado a nuestros predecesores.
Así que algo es algo, y a fin de cuentas tampoco Benet contó en vida con
muchos lectores, ni lo pretendió: al no vivir de su pluma, se permitió
lo que quiso, ajeno a las modas y a los “gustos”;
sólo al final intentó
“complacer” levemente, cansado de que sus esfuerzos no obtuvieran más
que la recompensa del prestigio. Quizá llega un momento en el que eso no
basta.
En estos días de escuchar su Vals me acude con persistencia un
recuerdo concreto.
Poco después de los primerísimos síntomas de su
enfermedad, cuando aún se ignoraba su gravedad, llegué a su casa de la
calle Pisuerga.
Se levantó de su otomana, en la que solía leer y
escuchar música, y, desde su gran altura (medía 1,90 o así), en un gesto
en él infrecuente (era reacio a la cursilería), me abrazó tímida y
torpemente y me dijo, todavía en tono de guasa, o fingiéndolo: “Esto es
el fin, joven Marías, esto es el fin”.
“Pero qué dices”, le contesté,
sin darle el menor crédito; “qué va, qué tontería”.
No podía tomar la
frase en serio, no me parecía posible.
Si alguien vivía como si fuera
eterno, ese era él: siempre con proyectos, siempre activo y despierto,
disfrutando de lo que se trajera entre manos, siempre dispuesto a reír y
a divertirse.
No insistió, claro.
Cuando alguien muere, quienes le son cercanos tienden a consolarse y a
reunirse, aunque no se conozcan previamente.
Ese fue el caso de la
hermana de Benet, Marisol, que ahora cumple noventa y cuatro años, creo.
Durante los muchos que traté a Don Juan, nunca la vi. Un día, tras su
muerte, una señora me saludó en la calle Juan Bravo y se presentó.
Tenía
un aire de familia, pero desprendía una dulzura que Benet, pese a ser
un sentimental, no mostraba.
Desde entonces, de una manera para mí
conmovedora, Marisol aparecía en cuantas charlas o presentaciones
tuviéramos en Madrid los amigos mucho más jóvenes de su hermano pequeño:
Molina Foix, Azúa, Mendoza, yo mismo.
Con una fidelidad infalible, pese
a ir cumpliendo sus años; y aún lo hace.
Como si con su presencia
protectora y benévola, de apoyo a esos amigos, le estuviera rindiendo a
él homenaje, y recordándolo por discípulos interpuestos.
Si es que a
estas alturas merecemos todavía ese título, y nos cuadra.
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