Una fecha señalada, tanto para la familia como para la prensa que por fin ha podido despixelar
su cara para que la conozca el mundo.
Consciente de la expectación ha
sido la propia Reyes quien ha querido publicar una fotografía de su hijo
en su blog personal.
La imagen va acompañada de una carta en la que la actriz explica lo que
ha significado para ella la maternidad y cómo ha ido aprendiendo a lo
largo de estos 18 años.
"Ser madre es vivir en una montaña rusa de
emociones, y los niños no vienen con un manual de uso […]La hermosa
aventura de ser madre, un camino intenso, un máster, aplicando reglas,
amor, paciencia, risas, mucho hogar, abrazos y besos… silencios”,
apuntaba Reyes.
El primogénito de la artista venezolana llega a la mayoría de edad como ha vivido el resto de su vida: en medio de la polémica sobre quién es su padre. La Audiencia Provincial de Madrid reconoció en 2012 que Pepe Navarro es el progenitor de Alejandro. El periodista, que no ha querido hacerse las pruebas genéticas que
eliminarían cualquier atisbo de duda, siempre ha negado ser el padre.
La polémica sobre la supuesta paternidad de Navarro comenzó
en 2009 cuando Ivonne Reyes interpuso una demanda contra el presentador
de televisión alegando que este era el padre de su hijo. Según han
relatado, ambos se conocieron cuando trabajaban en el programa Esta noche cruzamos el Mississipiy comenzaron una relación que el periodista calificó de “intermitente y esporádica”. "Con Ivonne tenía una relación paternofilial", aseguró. "Cuando me dijo que estaba embarazada le pregunté si pensaba tener el
bebé. Nunca le pregunté quién era el padre. Yo sabía que no lo era",
explicó el pasado mes de abril en el programa Mi casa es la tuya
de Bertín Osborne. Eso sí, desveló que tuvo una idea para rentabilizar
su estado: propuso a Antena 3 hacer un programa en el que ella iría
contando sus experiencias durante la gestación, según asegura Navarro.
Su
presencia en la misa deja claro que la Infanta participa en la vida
familiar aunque sigue apartada de la actividad representativa
La infanta Cristina
ha asistido este martes a la misa por su abuelo don Juan de Borbón, en
el 25 aniversario de su muerte. La hija menor de los Reyes eméritos
llegó acompañada por su prima Alexia de Grecia al Monasterio de San
Lorenzo de El Escorial, donde ha coincidido con don Felipe y doña
Letizia, por primera vez desde hace casi un año, al menos en un acto
público. La ceremonia ha sido presidida por los Reyes de España y los
Reyes eméritos. Entre los 250 asistentes, estaba el ministro Íñigo
Méndez de Vigo, familiares del conde de Barcelona y personas vinculadas a
distintas etapas de su vida. Es la primera vez que doña Cristina coincide en un acto
público con los Reyes desde el 11 de mayo del año pasado, cuando acudió
junto a su hermana la infanta Elena al funeral por Alicia de
Borbón-Parma, en la capilla del Palacio Real de Madrid. De esta manera
queda claramente diferenciada la situación de Cristina de Borbón,
excluida de los actos oficiales pero no de la vida familiar. La Infanta
no estuvo en el 80 cumpleaños de su padre el pasado 5 de enero, pero don
Juan Carlos sí asistió días después al de Iñaki Urdangarin en Ginebra, donde acudió junto a la reina Sofía y la infanta Elena.
La Infanta está a la espera de que el Supremo falle sobre la
sentencia de su marido Iñaki Urdangarin. La Fiscalía ha pedido que se
eleve la pena a 10 años. Inicialmente fue condenado a seis años y tres meses. La infanta Cristina se situó, como nieta de don Juan, en primera fila junto a la infanta Margarita y su esposo, Carlos Zurita. El conde de Barcelona falleció en la Clínica Universitaria
de Navarra, en Pamplona, el 1 de abril de 1993 tras un largo proceso
canceroso. Sus restos descansan en la antesala del Panteón de Reyes,
conocida como el pudridero, en la que permanecerán hasta que puedan
reducirse para que ocupen la urna que los acogerá definitivamente bajo
la inscripción "Don Juan de Borbón, conde de Barcelona".
Una
familia se enclaustró para siempre en casa tras el asesinato de una hija
hasta que el último de sus miembros murió casi un siglo después.
La adolescente, su
asesino y el juez que lo mandó a la horca hace mucho que están muertos.
Las ferias de ganado de principios del siglo XX han desaparecido y
tampoco suena ya la música de los bailes populares que animaron una
España en blanco y negro.
El mundo en el que esto sucedió no existe, se
lo ha tragado el tiempo, pero Antoñito, el último testigo del
sufrimiento hasta la locura de la familia de la víctima, acude una vez
al año a adecentar sus tumbas en el cementerio.
Los
Rufino eran una familia adinerada de Pedro Martínez, un pequeño pueblo
de agricultores del interior de Granada.
Tenían ganado, tierras y una
tienda de ultramarinos que regentaba la madre.
La hija mayor, María
Francisca, era su ojito derecho.
Tocaba el acordeón y vestía bonitos
trajes bordados
. Su asesinato en 1904, a manos de un joven albañil que
intentó violarla, sumió en la oscuridad a sus padres y cinco hermanos.
Vestidos de negro, se encerraron para siempre en casa y cortaron casi
todos los lazos con el mundo exterior.
Enclaustrados, sin
televisor, fueron ajenos a dos golpes de Estado, una guerra civil, la
represión de la dictadura, la muerte del caudillo, la llegada de la
democracia y el fracaso rotundo de España en el único mundial de fútbol
que ha organizado.
Ignoraron el tiempo en el que les tocó vivir.
El
reloj de sus vidas se había parado en el instante en el que María
Francisca había muerto desangrada, a los 16 años de edad, en un sofá de
madera tallado con motivos florales.
Ese mueble de época,
restaurado, preside hoy el salón de la vivienda de Antoñito, el hombre
que se ocupó de los dos últimos miembros de la familia hasta que el
último de ellos murió a finales de los 80.
Al poco tiempo de morir José,
el hermano que vestía con elegantes trajes llenos de lamparones, como
Antonio Machado, una hermana llamada Pepica le pidió a través de la
ventana a Antoñito (José Antonio López Mesa según el DNI) que las
ayudara.
Solo quedaba ella y Casilda, una beata huidiza que pasaba la
vida bordando y leyendo folletos parroquiales.
El asesinato fue el
punto de quiebre de sus vidas. “Vivieron ese trauma y culparon al mundo.
Perdieron la fe en la humanidad”, dice Antoñito intentando descifrar el
misterio de su encierro.
Este soltero preocupado por preservar las
tradiciones de un entorno rural sin empleo y cada vez más deshabitado,
fue durante cuatro décadas secretario del Ayuntamiento y fuma tabaco
negro con elegancia, lo que le emparenta con otros paisanos como García Lorca.
Él se ocupó de
comprarles comida y partir leña para que no pasaran frío.
La casa estaba
en mal estado y dentro convivían con un mulo, una oveja y una cabrilla
ciega (“parece que la estoy viendo”, recuerda). Los hijos de los Rufino
apenas se relacionaron nadie y por supuesto ni se casaron ni tuvieron
descendencia.
Las pertenencias de valor se las habían robado los
milicianos durante la guerra civil, sin que ellos opusieran ninguna
resistencia, y el ganado y las tierras se las habían quedado los
trabajadores a su cargo que vieron cómo se desentendían de todo.
A
Antoñito nunca le hablaron del asesinato, aunque en su día, ochenta años
atrás, había tenido eco en la prensa.
Una muchacha de extraordinaria hermosura
Los detalles del crimen
se publicaron en el Noticiero Granadino, un periódico de la época.
El
periodista A. López Argüeta va directo al grano: “Anteayer en el pueblo
de Pedro Martínez se cometió un crimen”.
A continuación narra que una
muchacha “de extraordinaria hermosura” estaba sola en casa cuando
Antonio Fernández Rama, su primo, intentó obtener “gracias que ella se
negó a otorgar”.
Remata: “Encolerizado, acometió a la joven con una faca
asestándole siete puñaladas, dos de ellas mortales de necesidad.
El
criminal se presentó en el juzgado.
El brutal crimen ha causado
indignación en Pedro Martínez”.
La información es cierta en su esencia aunque imprecisa en los detalles, como recoge en algunos de sus libros Juan Rodríguez Titos,
un historiador local.
El asesino no era familia de la víctima y en
realidad utilizó para matarla un estilete que clavó dos veces, según el
acta de defunción. A Titos se le ha pasado por la cabeza escribir una
novela realista al estilo de A sangre fría, y un escritor del lugar, Francisco del Valle Sánchez, prepara una serie de relatos en el que incluye el caso de los Rufino.
El que se adentre en la mitología de Pedro Martínez
deberá estirar los límites de lo humano.
El pueblo cambió en los
sesenta la ubicación de su cementerio.
Los que trasladaron el ataúd de
la joven asesinada dijeron haber encontrado el cuerpo intacto, vestido
de blanco, tal y como lo habían enterrado medio siglo antes.
Cuando
transportaban el cadáver, un golpe de viento lo desintegró y sus cenizas
se esparcieron por el monte.
Los vecinos le dan fe testamentaria a los
que lo contaron.
Del asesino se sabe más
bien poco.
No hay rastro de su detención ni condena en los archivos de
la Guardia Civil ni en los juzgados.
La creencia general es que fue
condenado a morir en el patíbulo, que más tarde recibió un indulto y
que, al salir de prisión, vivió en Marruecos oculto bajo otra identidad.
La vergüenza lo desterró para siempre.
En el pueblo, casi
nadie sabe que en esa cripta sin inscripción, con dos clavos sobre el
cemento, uno por cada puñalada que recibió María Francisca, es la
sepultura de la familia en el cementerio.
Es un lugar tan anónimo y
discreto como fue su paso por la vida. Cada año, Antoñito arranca las
malas hierbas, pinta de negro la verja, de blanco el sepulcro.
Tiene 72
años y dice que, antes de que su tiempo también se acabe, quiere colocar
una placa que diga:
Las
memorias de Linda Gray Sexton, que se publican por vez primera en
España, desvelan la atormentada convivencia junto a su madre, la poeta
Anne Sexton.
Anne Sexton
fue un milagro literario. Empezó a escribir poesía en 1957 aconsejada
por su terapeuta. Tardó apenas dos años en publicar su primer libro. Pronto la reclamaron para recitales por todo Estados Unidos y una década
después, por Vive o muere, recibió el Pulitzer. Escribió una
obra de teatro autobiográfica, libros infantiles, lideró una banda de
rock poético (Anne Sexton and Her Kinds) y recibió varios doctorados
honoríficos, incluido el de Harvard. Un éxito de este a oeste,
fulgurante e intenso, que no alivió la inmensa desconexión con la
realidad que sentía.
En 1974, a los 45 años, se encerró en el garaje, encendió su Cougar rojo y respiró monóxido de carbono con una copa en la mano. El
décimo intento de suicidio que conoció su hija mayor, Linda Gray Sexton
(Newton, 1953).
El definitivo.
El que traspasó todas las barreras. “Su
suicidio me aterrorizaba y lo anhelaba a partes iguales. Deseaba
librarme de la tiranía de las múltiples neurosis que ese último año
parecían haber traspasado su personalidad.
Aquel último verano mi madre
ya no me gustaba. Anne era su enfermedad mental”, confía Linda Gray
Sexton en Buscando Mercy Street (Navona), las memorias donde
revive la relación entre ambas, publicadas en inglés en 1994 y
traducidas por vez primera al español de la mano de Ainize Salaberri.
Un
libro sobre degradación, creatividad, abandono, locura y honestidad
Cuando murió la poeta, Linda Gray Sexton tenía 21 años y
acababa de ser designada albacea literaria. Tuvo que afrontar el dolor
por la pérdida al mismo tiempo que se aventuraba por intimidades que
habría preferido ignorar, desde las aventuras extraconyugales a la
violencia maternal confesada en una sesión de terapia: “Hace tres
semanas cogí las cerillas y fui a la habitación de Linda. Escribir es
tan importante como mis hijas. Odio a Linda y la abofeteo”. Anne Sexton escribía una poesía
que fluía de sus propias heridas, versos que eran dagas en el alma
propia y de los demás (“Me iré ahora / sin vejez ni enfermedad, /
salvaje pero certeramente, / conociendo mi mejor camino”). A veces
versos sobre tabúes, asuntos socialmente vergonzantes como la
menstruación, el desapego maternal o los repetidos internamientos en
clínicas psiquiátricas. Sus dos hijas asistieron a esas idas y venidas
entre el vivir y el morir durante dos décadas, víctimas del desorden
mental de su madre, tan colosal en sus infiernos como en sus alegrías. En sus memorias, Linda Gray Sexton viaja desde el rechazo
(su madre confesó que intentó ahogarla en varias ocasiones y que solo
tenía energía para cuidar a su hija pequeña, Joy) a su estrategia para
atraer el amor materno. Con la intuición propia de los menores
arrinconados decidió que había un camino a su alcance: la poesía . La
niña se convirtió en una precoz crítica literaria de Anne Sexton, además
de una cuidadora siempre alerta para evitar la enésima pelea doméstica
que acabaría con el padre, Alfred Muller Kayo Sexton, maltratando a la madre mientras ella misma se autolesionaba.
Linda Gray Sexton con sus hijos Nathaniel y Gabe.john storeygett Tanto Linda como Joy crecieron suspirando por una madre
tradicional, de delantal y pasteles, en lugar de convivir con una que
frecuentaba abismos, que bebía en exceso, que se masturbaba o seducía a
hombres distintos al padre ante sus narices. Pero Sexton les ofreció lo
que tenía: experiencias salvajes, pasión por la verdad y por el arte,
además de una creatividad desbocada en cada cosa que hacía. “Si pudiera,
bajaría una estrella y la pondría en un elegante joyero. Si pudiera,
sellaría el amor dentro de una larga y fina botella para que le pudieras
dar un trago cuando lo necesitases”, escribe, poco antes de suicidarse,
en la carta donde nombra a su hija mayor su albacea.
Más sola que nunca
Después de querer salvarla de sí misma durante la infancia y
la adolescencia, Linda Gray comenzó a apartarse de su madre a partir de
los 16. Más sola que nunca, tras el divorcio, la entrada de Linda en
Harvard y el hastío de sus amigos, Anne Sexton
se hundió más y más: “Y ahora dicen que soy adicta. / Y se preguntan
ahora por qué”. Al mirar atrás, durante su duelo, Linda Gray se
culpabiliza: “Me negué a hacer que sus últimos días fuesen menos
dolorosos. Al final, dejé que muriera sola”. Sus memorias —que continuaron en 2011 con Half in Love,
inédito en España, donde ahonda en sus propias experiencias suicidas—
fueron casi tan controvertidas como la biografía de Anne Sexton, que
publicó Diane Middlebrook en 1991, con material radiactivo procedente de
las cintas de las sesiones de la poeta con el psiquiatra Martin Orne,
que desataron un proceso de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría
contra el médico.
A Linda Gray Sexton, que hasta entonces había publicado cuatro novelas,
le criticaron por usurpar la vida de su madre en beneficio propio. Una
parte de la familia dejó de hablarle. Martin Scorsese compró los
derechos para el cine, pero la escritora rechazó finalmente el proyecto
porque Miramax no le garantizó el control sobre el resultado. Con la
misma devoción por la verdad, “sin importar lo dolorosa que fuese”, que
sentía su madre, Linda Gray Sexton concluyó que la poesía de Anne Sexton
no podría entenderse sin sus secretos: “Lo fácil que hubiera resultado
cerrar las puertas de nuestras vidas en vez de invitar a todo el mundo a
entrar”.
”.