He aquí un grupo de personas fotografiando móviles, la
mayoría de ellas con su propio móvil.
La escena, que se captó en el último Mobile World Congress celebrado en Barcelona, resultaba algo inquietante, como la de alguien que pretendiera comprobar las características de un espejo observándolo a través del reflejo producido por otro.
Se aprecia una síntesis del asunto literario del doble.
Lo que diferencia a los teléfonos fotografiados de los que fotografían es que los primeros son de última generación. Contienen, pues, adelantos muy superiores a los de los segundos. De ahí quizá el hieratismo extraordinario de unos y la veneración casi religiosa de los otros.
Los fotografían porque los adoran.
El móvil es el amuleto por excelencia de nuestra cultura.
Vamos con él de la cocina al cuarto de baño y del cuarto de baño al dormitorio.
Nos lo metemos en el bolsillo hasta cuando bajamos la basura, por si acaso. ¿Por si acaso qué?
Por si acaso recibimos al fin esa llamada que pondrá las cosas en su sitio.
Una llamada de Dios, o del diablo, o de Hollywood, una llamada del más allá que dé sentido a nuestra vida.
El mismo Dios podría estar ahora mismo marcando nuestro número para hacernos la revelación definitiva.
El móvil es la zarza ardiente, es la luz que descabalgó a san Pablo, el móvil es la última frontera.
De ahí que no nos desprendamos de él ni en el quirófano. Personalmente, tengo dicho que lo metan en mi ataúd, por si la llamada se retrasa.
Mientras llega, nos entretenemos con el resto de sus prestaciones, que solo se han inventado para aliviar la espera.
La escena, que se captó en el último Mobile World Congress celebrado en Barcelona, resultaba algo inquietante, como la de alguien que pretendiera comprobar las características de un espejo observándolo a través del reflejo producido por otro.
Se aprecia una síntesis del asunto literario del doble.
Lo que diferencia a los teléfonos fotografiados de los que fotografían es que los primeros son de última generación. Contienen, pues, adelantos muy superiores a los de los segundos. De ahí quizá el hieratismo extraordinario de unos y la veneración casi religiosa de los otros.
Los fotografían porque los adoran.
El móvil es el amuleto por excelencia de nuestra cultura.
Vamos con él de la cocina al cuarto de baño y del cuarto de baño al dormitorio.
Nos lo metemos en el bolsillo hasta cuando bajamos la basura, por si acaso. ¿Por si acaso qué?
Por si acaso recibimos al fin esa llamada que pondrá las cosas en su sitio.
Una llamada de Dios, o del diablo, o de Hollywood, una llamada del más allá que dé sentido a nuestra vida.
El mismo Dios podría estar ahora mismo marcando nuestro número para hacernos la revelación definitiva.
El móvil es la zarza ardiente, es la luz que descabalgó a san Pablo, el móvil es la última frontera.
De ahí que no nos desprendamos de él ni en el quirófano. Personalmente, tengo dicho que lo metan en mi ataúd, por si la llamada se retrasa.
Mientras llega, nos entretenemos con el resto de sus prestaciones, que solo se han inventado para aliviar la espera.