Supongo que a todos nos pasa con nuestros países: a veces nos desesperan.
Pero me parece que los españoles nos llevamos la palma en esto del desasosiego patrio.
Ahí está el “me duele España” unamuniano, o la jocosa y antaño repetida frase “¡qué país, Miquelarena!”.
Lo cierto es que tenemos un temperamento nacional harto bilioso que nos ha llevado a odiarnos, vilipendiarnos y matarnos los unos a los otros en diversas confrontaciones armadas.
Como dijo Gerald Brenan en su libro El laberinto español (1943), nuestra sociedad está atomizada en hordas que se atizan las unas a las otras sin que parezca cabernos el bien común en la mollera.
A los observadores extranjeros siempre les ha resultado llamativa la ferocidad con la que nos tratamos entre nosotros.
Todo esto no facilita una relación serena con tu país, y tampoco ayuda el hecho de tener una historia cuajada de anomalías e innumerables sobresaltos, desde dictaduras a golpes de Estado, pasando por terrorismos largos y sangrientos.
Tengo la sensación de haber vivido toda mi vida en un ay, soponcio va y soponcio viene a cuenta de las noticias nacionales, y en más de una ocasión he lamentado no ser de algún lugar aburridísimo como, pongamos, Suiza, para librarme de tanta agitación.
A esto hay que añadir que somos nuestros peores enemigos.
Ya lo dijo en el siglo XIX el escritor catalán Joaquín Bartrina en un famoso poema:
“Oyendo hablar a un hombre, fácil es / saber dónde vio la luz del sol. / Si alaba Inglaterra, será inglés. / Si os habla mal de Prusia, es un francés. / Y si habla mal de España… es español”.
Quizá sea cosa de un sentido del ridículo patológico; somos demasiado orgullosos y al mismo tiempo demasiado inseguros, y antes de que alguien nos critique, nos ponemos grandiosamente verdes nosotros mismos.
Decía Lord Byron que la decadencia del poderío español se debió a la publicación de El Quijote, porque el hecho de haber elegido como símbolo máximo de nuestra cultura a un soñador de quien todos se burlaban nos había enseñado a no perseguir nuestras ilusiones por miedo a convertirnos en un hazmerreír; mientras que en el por entonces boyante imperio inglés, por el contrario, se aplaudía a los visionarios, que eran quienes terminaban descubriendo las fuentes del Nilo o inventando el telar mecánico. En fin, ya se sabe que a Byron le encantaba decir cosas chocantes, pero hay algo que resuena a verdadero en esta boutade.
Claro que no sería culpa de El Quijote, sino que el libro habría sabido mostrar, precisamente, ese oscuro rasgo de nuestra sociedad. Siendo como soy hija de mi cultura, yo también arrastro toda esta confusión en mi cabeza: ser español no es sencillo ni cómodo.
Por eso ahora siento una alegría especial ante la certidumbre de haber dado un ejemplo al mundo con la huelga y las movilizaciones del 8 de marzo.
Porque además no se trata sólo de una huelga y un día, sino de un trabajo profundo, de un esfuerzo realizado por millones de personas desde hace años.
Nuestra sociedad fue enormemente machista; yo he conocido una España en la que las mujeres casadas no podían trabajar o abrirse una cuenta en un banco sin el permiso del marido (esta ley duró hasta 1975).
¡Qué larguísimo camino hemos recorrido!
Por supuesto que aún perdura el sexismo, pero estamos avanzando y abriendo brecha.
Hace un par de semanas, en el Festival de Literatura de Macao, la escritora Ana Margarida de Carvalho se quejaba de que en su país hubiera periódicos que festejaban el día de la mujer sacando tontas fotos de modelos guapas.
¡Y esto sucede en Portugal, una sociedad admirable a la que considero más civilizada que la nuestra en casi todo!
Es una nimiedad, pero reveladora: aquí sería impensable que pasara algo así, porque hemos convertido el sexismo en un debate público de primer orden.
Llevamos décadas deconstruyendo el machismo: el 82% de la población apoyó la huelga del 8 de marzo.
Muchísimas mujeres y muchísimos hombres de este país estamos haciendo historia.
Y la eufórica emoción de formar parte de un movimiento social semejante es lo que me hace decir que hoy me siento orgullosa de ser española.
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