Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

1 abr 2018

Orgullosa de ser española....................................Rosa Montero

Llevamos siglos exhibiendo un temperamento bilioso. Pero ahora hemos hecho historia al convertir el sexismo en un debate público de primer orden.

A LO LARGO de la vida he tenido mis más y mis menos con esta sociedad a la que pertenezco. 
Supongo que a todos nos pasa con nuestros países: a veces nos desesperan. 
Pero me parece que los españoles nos llevamos la palma en esto del desasosiego patrio.
 Ahí está el “me duele España” unamuniano, o la jocosa y antaño repetida frase “¡qué país, Miquelarena!”.
 Lo cierto es que tenemos un temperamento nacional harto bilioso que nos ha llevado a odiarnos, vilipendiarnos y matarnos los unos a los otros en diversas confrontaciones armadas.
 Como dijo Gerald Brenan en su libro El laberinto español (1943), nuestra sociedad está atomizada en hordas que se atizan las unas a las otras sin que parezca cabernos el bien común en la mollera.
 A los observadores extranjeros siempre les ha resultado llamativa la ferocidad con la que nos tratamos entre nosotros.
Todo esto no facilita una relación serena con tu país, y tampoco ayuda el hecho de tener una historia cuajada de anomalías e innumerables sobresaltos, desde dictaduras a golpes de Estado, pasando por terrorismos largos y sangrientos. 
Tengo la sensación de haber vivido toda mi vida en un ay, soponcio va y soponcio viene a cuenta de las noticias nacionales, y en más de una ocasión he lamentado no ser de algún lugar aburridísimo como, pongamos, Suiza, para librarme de tanta agitación. 

A esto hay que añadir que somos nuestros peores enemigos. 
Ya lo dijo en el siglo XIX el escritor catalán Joaquín Bartrina en un famoso poema: 
 “Oyendo hablar a un hombre, fácil es / saber dónde vio la luz del sol. / Si alaba Inglaterra, será inglés. / Si os habla mal de Prusia, es un francés. / Y si habla mal de España… es español”.
 Quizá sea cosa de un sentido del ridículo patológico; somos demasiado orgullosos y al mismo tiempo demasiado inseguros, y antes de que alguien nos critique, nos ponemos grandiosamente verdes nosotros mismos. 
Decía Lord Byron que la decadencia del poderío español se debió a la publicación de El Quijote, porque el hecho de haber elegido como símbolo máximo de nuestra cultura a un soñador de quien todos se burlaban nos había enseñado a no perseguir nuestras ilusiones por miedo a convertirnos en un hazmerreír; mientras que en el por entonces boyante imperio inglés, por el contrario, se aplaudía a los visionarios, que eran quienes terminaban descubriendo las fuentes del Nilo o inventando el telar mecánico. En fin, ya se sabe que a Byron le encantaba decir cosas chocantes, pero hay algo que resuena a verdadero en esta boutade
Claro que no sería culpa de El Quijote, sino que el libro habría sabido mostrar, precisamente, ese oscuro rasgo de nuestra sociedad. Siendo como soy hija de mi cultura, yo también arrastro toda esta confusión en mi cabeza: ser español no es sencillo ni cómodo.
 Por eso ahora siento una alegría especial ante la certidumbre de haber dado un ejemplo al mundo con la huelga y las movilizaciones del 8 de marzo.
 Porque además no se trata sólo de una huelga y un día, sino de un trabajo profundo, de un esfuerzo realizado por millones de personas desde hace años.
 Nuestra sociedad fue enormemente machista; yo he conocido una España en la que las mujeres casadas no podían trabajar o abrirse una cuenta en un banco sin el permiso del marido (esta ley duró hasta 1975).
¡Qué larguísimo camino hemos recorrido! 
Por supuesto que aún perdura el sexismo, pero estamos avanzando y abriendo brecha.
 Hace un par de semanas, en el Festival de Literatura de Macao, la escritora Ana Margarida de Carvalho se quejaba de que en su país hubiera periódicos que festejaban el día de la mujer sacando tontas fotos de modelos guapas.
 ¡Y esto sucede en Portugal, una sociedad admirable a la que considero más civilizada que la nuestra en casi todo! 
Es una nimiedad, pero reveladora: aquí sería impensable que pasara algo así, porque hemos convertido el sexismo en un debate público de primer orden. 
Llevamos décadas deconstruyendo el machismo: el 82% de la población apoyó la huelga del 8 de marzo.
 Muchísimas mujeres y muchísimos hombres de este país estamos haciendo historia.
 Y la eufórica emoción de formar parte de un movimiento social semejante es lo que me hace decir que hoy me siento orgullosa de ser española.

¿Cómo pillar a un mentiroso?............................ Inmaculada Ruiz .......

Aunque parezca increíble, engañar es un arte no apto para todos los públicos.
 Su práctica efectiva requiere de una importante actividad cerebral e implica un intenso ejercicio de memoria y control de los gestos y las emociones.
 
Aunque intentemos controlarlo, cuando mentimos a alguien, nuestro cuerpo nos delata.
 No existe un detector fiable, a nadie le crece la nariz, pero sí hay pistas que nos pueden indicar el riesgo de que alguien nos está engañando.
 La policía, los investigadores y los servicios de inteligencia de los gobiernos lo saben y se instruyen para detectarlo
.Decir la verdad es un acto cerebral simple. Sólo hay que bucear en nuestra memoria, recordar los detalles de lo que vamos a contar y hacerlo tal cual.
 Sin florituras. 
Mentir, sin embargo, requiere una intensísima actividad mental, lo que al final puede llevar al error.
 No es fácil cambiar el relato, hacerlo coherente y, sobre todo, creíble.
 Al construir una nueva versión tenemos que intuir o saber qué información tiene el otro para que no nos pille.
 Mientras hablamos, vamos calibrando las señales que emite: vemos si nos está creyendo o no, e ir así adecuando la historia. 
 Por si fuera poco, hay que memorizar la trola que estamos soltando y evitar caer en contradicciones.
La dilatación de las pupilas, morderse los labios, sentir calor, tener sed o no parar de mover las manos pueden delatar señales de engaño
Por si esta labor cognitiva fuera poca, en la mentira intervienen factores emocionales muy potentes, como la excitación que nos provoca lograr colar una historia con éxito, el miedo a que nos pillen y la anticipación de la vergüenza y la culpa, si al final descubren el engaño.no debe obviarse que se necesitará mucho más tiempo del necesario para decir la verdad.
 En esta demora y en la complejidad de sus mecanismos radica la facilidad para cometer fallos.
 Cualquier gesto involuntario acaba delantándonos.
 Al mentir tenemos dos emociones contrapuestas y enfrentadas: la excitación por el éxito y el miedo al fracaso.
 Intentar reprimirlas no es nada fácil: nuestros gestos las reflejarán de una u otra manera en cualquier desliz
Si a esto añadimos el control sobre el contenido de nuestro relato, hace falta una personalidad muy determinada para mantener cara de póker.
 
Según explican en el seminario Detección del riesgo de mentira impartido por la Escuela de Inteligencia de la Universidad Autónoma de Madrid, hay dos tipos de señales que nos dejan en evidencia:Las que muestran la tensión que llevamos dentro a través de movimientos faciales (como la dilatación de las pupilas, el parpadeo excesivo, el mantener la mirada con frialdad o, por el contrario, esquivarla) o corporales (movimiento de piernas, jugar con un objeto).
 Y las que muestran una emoción reprimida, como una casi imperceptible mueca de satisfacción o un desvío de la mirada que denota incomodidad.
 Algo parecido a decirle a la pareja que vienes de trabajar cuando la cruda realidad impuso una visita al amante.
 Se puede detectar el engaño a los cinco segundos de que empiece el relato, pues en ese momento se fuerza la expresión para convencer al otro.
 Otra situación clave es justo al final, cuando el mentiroso se relaja y afloran sus verdaderos sentimientos (y sus incoherencias).

¿Cómo pillar a un mentiroso?
La falsedad se intuye también con los movimientos de la cabeza que contradicen el mensaje verbal, como negar algo de palabra pero asintiendo con la cabeza, o al contrario.
 Las manos pueden traicionarnos: usarlas excesivamente, tocarse o frotarse la nariz, la cabeza, los ojos o cubrirse parcial o totalmente la boca al hablar podrían indicar que la historia que nos cuentan es una farsa. 
La tensión acumulada produce un aumento de la temperatura corporal, lo que hace que tengamos mucha sed, calor, queramos desabrocharnos algún botón de la camisa, desanudarnos la corbata, quitarnos el collar. 
Sospeche si alguien se aprieta continuamente los labios.
 Cuando engañamos a alguien, el cuerpo tiende a distanciarse, ya sea cruzándose de brazos o poniendo un bolso o una chaqueta en el regazo como muestra de separación.
 Desconfíe de los continuos movimientos de piernas o de pies, de los tics nerviosos, de los apretones de manos. 
Preste atención si el interlocutor no para de jugar, presionar o tocar continuamente cualquier objeto que tenga cerca.

Estas expresiones no van nunca aisladas.
 Si uno quiere averiguar la verdad, hay que examinarlas en su conjunto.
 Eso sí, antes que nada debe conocer bien a esa persona: saber si tiene tics, si suele hablar rápido o lento, si es tranquilo o nervioso. Las señales pueden ser engañosas.
 Una apariencia de frialdad, por ejemplo, es relevante en alguien normalmente inquieto. 
Al final, Pinocho es un cuento: no existe un mecanismo fiable para detectar la mentira, pero hay ciertos gestos que inconscientemente nos hacen dudar. 
Así que si quiere mentir, aplíquese este cuento. 

Aspavientos de rectitud..................................Javier Marías

Deberíamos desconfiar de esta sociedad farisaica, encantada de sí misma y a la que le preocupa más su propia imagen que las calamidades del mundo.

UN GRAVÍSIMO ATAQUE de rectitud recorre el mundo, y España en particular.
 Esto sería bueno en principio, dados los delirantes niveles de corrupción de nuestros políticos y de la sociedad, que hace cuatro días los reelegía a sabiendas, una y otra vez.
 Pero cuando la rectitud no es resultado de un convencimiento estrictamente personal, sino algo sobrevenido, impostado y narcisista, y además se da en forma de arrebatos o ataques, constituye uno de los mayores peligros que acechan a la humanidad. 
He dicho “narcisista” y es así, o así lo veo yo.
 Otros prefieren utilizar el neologismo “postureo”, viene a ser lo mismo. 
El exceso de rectitud afecta a todas las capas sociales y a todas las ideologías, derecha, centro, izquierda, populismo o demagogia; a los tertulianos, a muchos columnistas y actores y actrices, escritores, cantantes e historiadores, y sobre todo a individuos desconocidos que creen haber dejado de serlo gracias a las redes y a sus plataformas.
En la discusión de hace unas semanas sobre la “prisión permanente revisable” o más bien “cadena perpetua hasta nueva orden”, los partidos enfrentados en el Congreso escenificaron sus histriónicos alardes de rectitud.
 Los que defendían su mantenimiento se mostraban como dechados de compasión hacia las víctimas y sus familiares, a los que no tenían reparo en utilizar con obscenidad.
 Los que abogaban por derogarla representaban, con más exageración que convicción, la rectitud de quien cree en la redención de los pecadores por encima de cualquier cosa, de quien sostiene que nadie hay intrínsecamente malvado y que a todos se nos puede rehabilitar.
 Ambas posturas merecen tomarse en consideración, no digo que no.
 Lo que casi las invalidaba en ese debate era la forma aspaventosa y espúrea de presentarlas, la carrera por ver quién se alzaba con el trofeo a la rectitud. 
No muy distinto es lo sucedido con la muerte del niño almeriense Gabriel Cruz.
 En las televisiones —repugnantes la mayoría— se libraba una competición para dilucidar qué presentador u opinador estaba más indignado, desolado y dolido.
 Y qué decir de las reacciones tuiteras de la gente: sus comentarios no iban a llegarle a la presunta asesina, así que el único verdadero sentido de los insultos, exabruptos y maldiciones era la recompensa y autocomplacencia de quienes los proferían. 
También similar ha sido la reacción de muchos ante la muerte de un mantero en Lavapiés, en Madrid. 
Incluso después de deshacerse el malentendido (no: malintencionada tergiversación) de que la policía le había provocado un infarto al perseguirlo, la “virtud” mimética se apoderó de políticos y tertulianos, que decidieron que lo que quedaba bien, lo más recto, era continuar atribuyendo su muerte a la xenofobia y al capitalismo, en abstracto.
 Sí, claro, cualquier persona pobre, excluida, desempleada, es, en sentido amplio, víctima del sistema.  
Pero no se organizan incendios y disturbios por cada una que fallece, y a fe mía que son millares.
 ¿Cuándo el noble afán de rectitud se convierte en exceso siniestro? En mi opinión es muy fácil detectar la frontera, y lo habitual de estos tiempos es que grandes porciones de la población la traspasen inmediatamente, casi por sistema.
 La rectitud —el concepto que cada cual tenga de ella— debería atañer tan sólo a nuestro comportamiento individual, es decir, a nuestro propósito de no hacer esto o lo otro, de regirnos por unos principios o normas más bien intransferibles y ceñirnos a ellos en la medida de lo posible.
 El exceso se da en cuanto alguien no aspira tan sólo a eso, sino a que los demás adopten su código particular y comulguen con él, por las buenas o por las malas.
 Entonces el recto se convierte en censor, en prohibicionista, en inquisidor y en dictador 
Ese recto en exceso no se conforma con no fumar ni beber ni drogarse, no ir de putas ni a los toros, no ver porno y proteger a los animales, sino que pretende que nadie fume ni beba ni se drogue, etc, y que cada represión suya sea aplaudida y ensalzada.
 Lo mismo que quienes antaño pretendían que todo el mundo fuera a la iglesia y nadie pudiera fornicar ni ver porno, etc.
 Es probable que López, Marqués de Comillas, no mereciera la estatua que desde hace siglo y pico tenía en una plaza de Barcelona, pero la alcaldesa Colau fue incapaz de enviar a unos operarios para retirarla sobriamente, sin más: su exhibicionismo la llevó a organizar una kermés con juglares, bailarines, títeres y batucadas, lo cual delata que no le importaba tanto la injusticia a la que ponía fin cuanto cosechar una ovación, escenificar su rectitud chirriante, y con jactancia decirse: 
“Pero hay que ver qué bien quedo, mecachis en la mar”. 
Hoy, no cabe duda, se encuentra un desmedido placer en escandalizarse y en indignarse, y cuando anda por medio el placer —en lo que sólo debería provocar consternación—, es preciso desconfiar. 
Lamento decirlo, pero, con las excepciones que quieran, veo una sociedad farisaica, encantada de sí misma y más preocupada por la figura que compone ante su propio espejo que por las infamias y calamidades del mundo ante las que se subleva supuestamente.
 Es como si, más que ocuparse y dolerse de ellas, en cada ocasión se preguntara: 
“¿Qué postura nos conviene ahora, para mejor presumir?” 


 

31 mar 2018

Del amor y la desgracia................................... Elvira Lindo

Con los hijos la vida cambia, pero también deseas recuperar a la mujer que fuiste.

El Parque del Retiro, cerrado al público.
El Parque del Retiro, cerrado al público. EL PAÍS

Mañana de sábado en la peluquería, tratando infructuosamente de esquivar la atracción del papel couché con el libro en el que ando inmersa estos días, El nudo materno, de la escritora neoyorquina Jane Lazarre.
 Pienso en el retraso que llevamos en España en cuanto al cuestionamiento del mito de la maternidad, que tan pernicioso ha sido para quien tiene un hijo por vez primera.
 El nudo materno fue escrito en el 76 y en el 79 The New York Times ya lo reseñaba como un clásico.
 Advertía el crítico de que la visión de la madre unas veces ideal otras castrante retratada desde la ficción o en ensayos psicológicos solía tratarse desde el punto de vista de los hijos.
 

Lazarre escribió la experiencia en primera persona: Jane, estudiante de antropología, hija de una cultivada familia judía de Nueva York, se une sentimentalmente a un hombre negro (la cuestión racial pesa en la narración), decide tener un niño y narra sus pensamientos obsesivos desde el momento en que lleva la orina en un bote de refrescos para el test hasta que el crío tiene dos años y ella comienza a sentirse liberada de ese lazo que inunda su cabeza de sentimientos contradictorios en los que confluyen la angustia paralizante y el amor incondicional de la mítica ”buena madre”, donde solo caben la generosidad y la dosis de masoquismo que el resto de las mujeres imperfectas no seríamos capaces de asumir.
“La mayoría de nosotras”, escribe Lazarre, 
“no somos como ella. Por mucho que lo intentamos, cuando nos acosan las dudas mientras estamos a solas con nuestros hijos, nuestros auténticos yos vuelven una y otra vez, nos acechan.
 Aún así, queremos tener hijos.
 Y los amamos desmedida e intensamente como esta 'buena madre', si es que existe”. 
Qué bien nos hubiera venido esta caligrafía fundamental a aquellas que en algún momento hemos escrito sobre los tormentos que atenazan esto que se describe como la experiencia que te cambiará vida.
 Cierto que la cambia, pero también que deseas recuperar a la mujer que fuiste, a no ser, como ya digo, que te asista una voluntad de renuncia a cualquier otra faceta que no sea la de ser madre. 
Me pregunto cuántos lectores varones sentirán curiosidad por este libro testimonial que la poeta Adrienne Rich calificó de original e importante:
 “No puedo imaginar que, al leerlo, una mujer no se conmueva o un hombre no se sienta deslumbrado”. 
Sería un buen indicio que algunos hombres vieran en un libro sobre la maternidad algo más que un manual de obstetricia, psicología o una experiencia de interés exclusivamente femenino.
 Hay madres que prolongarían para siempre ese tramo de la vida en el que el hijo depende por completo de su cuidado; hay otras que lo aman más cuanto más lo conocen y que celebran los signos progresivos de independencia del niño como una liberación mutua. Leo y pienso. 
Leo y observo. A mi lado hay una joven con un bebé de días asistido por la abuela. 
Es una recién nacida tan plácida que sospecho que no es la primera de esta madre.
 De pronto, suena su móvil y contesta. Es la policía. Lo sé porque ella va repitiendo en voz alta lo que le están diciendo.
 Le están diciendo que su niño está en estado crítico
 Las manos de la joven tiemblan y la niña casi se le escurre de los brazos. La abuela se hace cargo de la nieta.
 Todas las que estamos allí las rodeamos.
Las peluqueras y yo, que soy la última clienta. Son cerca de las dos de la tarde.
 Me viene la imagen de la noche anterior cuando me levanté asustada por el ruido del viento y me asomé a la calle. La madre grita, “pero esto no puede ser, esto es absurdo, pero ¿cómo que un árbol?”.
 Se ha perdido la comunicación con la policía, pero una peluquera la recupera: la ambulancia del Samur y la policía pasarán por la puerta a recogerla. 
Hay algo que todas sospechamos pero que nadie dice.
 Hay ojos llorosos, incredulidad y esos temblores de frío que solo provoca la desgracia súbita.
 La joven se desploma y cuando la sientan en una silla se pone rígida, los brazos abiertos, muy separados del tronco.
Habla para ella misma, habita ya en el universo de la desgracia. 
La alegría de mi vida, dice con los ojos espantados, pero si es la alegría de mi vida.
 Ya sabemos que el niño tiene o tenía cuatro años, que paseaba por el Retiro con su padre.
 La pobre abuela abraza a su hija, trata de devolverla al mundo, de serenarla.
 Un policía entra, toma con delicadeza a la bebé en sus brazos. Un psicólogo desciende de la ambulancia.
 Los gritos de la madre paralizan la calle.
 Nosotras, y ahora los vecinos, asistimos a la escena en silencio, como un cortejo fúnebre.
Paseo estos días bordeando el Retiro cerrado. 
 La visión del parque de la felicidad me devuelve cada día esta escena brutal. Pero no quiero evitarla. Es un acto de amor.
 Ojalá, dice Lazarre, las madres aprendiéramos a amar a los niños de otras mujeres.