“No fui un
ejemplo a seguir positivo”, reconoce en su blog Bridget Malcom, la
modelo de 26 años, que se disculpa con sus fans y reconoce que sufrió
dismorfia corporal.
La modelo Bridget Malcom ha desfilado para muchas firmas de moda, ha protagonizado la portada de numerosas revistas y ha sido ángel de Victoria’s Secret en los desfiles de 2015 y 2016. Ahora, la joven australiana de 26 años ya se define como exmodelo y
pide disculpas a sus fans por “haber promovido una imagen corporal poco
saludable”. “No fui un ejemplo a seguir positivo”, ha escrito la top en su blog esta semana. Malcom reconoce por primera vez su obsesión por su estado físico y habla de la dismorfia corporal
que sufrió entonces: “Es algo aterrador. He tenido conversaciones con
otras modelos, todas delgadas que se veían gordas. Es muy difícil de
entender si estás fuera de este mundo. Por primera vez ahora me miro en
el espejo y veo que soy realmente yo la que se ve reflejada. Por primera
vez desde que puedo recordar me gusta mi cuerpo”. Precisamente Malcom se vio involucrada a finales de 2015 en una polémica a través de las redes sociales en la que la acusaban de promover la anorexia por algunas de sus publicaciones en Instagram. La modelo defendió entonces su delgadez y aseguró que mantenía una
dieta sana que combinaba con ejercicio. "¿Podemos parar lo de avergonzar
la delgadez? Estoy extremadamente en forma y saludable y no hay ni
rastro de anorexia", escribió a sus más de 300.000 seguidores. El post, titulado Bienestar, Positividad del Cuerpo: Dismorfia Corporal,
cuenta su experiencia durante sus años como modelo en los que comía
menos de lo que su cuerpo necesitaba y se sometía a agotadoras sesiones
de entrenamiento. Malcolm asegura que jamás mintió sobre lo que comía,
pero “no eran las raciones adecuadas para mi cuerpo”, detalla. “Si
alguien me ofrecía una pieza de fruta, me ponía nerviosa y temía
engordar por comer algo que no había planeado ingerir ese día”,
confiesa.
Una vez ha sido consciente de su problema, la modelo lamenta
ahora las entrevistas en las que hablaba de sus hábitos alimenticios:“De verdad pensaba que comer verduras y batidos de proteínas
era suficiente. No es algo saludable y me siento muy culpable por
promover comidas dañinas”.
La australiana reconoce que fue una amiga suya la que le
ayudó a ver su problema y, desde entonces, está “feliz y libre” después
de “hacer las paces” con su cuerpo, aunque reconoce que al principio no
fue fácil. “Cuando tomé la decisión de comenzar a comer normal realmente
tuve problemas con la dismorfia, porque estaba ganando peso de verdad. No era una gran cosa, tiré unos vaqueros viejos, pero mi mente no estaba
hecha para tener un cuerpo curvilíneo”, cuenta.
"Yo era un
hombre gay encerrado, que estaba ocultándome. Temía relacionarme con
cualquiera para que no me descubrieran", dice el cantante.
Pues Ricky que tontería siempre se dijo que eras "Gay" todos lo sabíamos y cuando saliste de ese armario en el que dices, no fue nunca una sorpresa....quizás entre muchachitas que no distinguen nada, pero si tú temías que se supiera todos lo sabíamos.
O quizás tampoco era algo fuera de lo común y estabas en tu derecho de ocultarte, pero repito nadie nos sorprendimos como con otros famosos cantantes, o actores o diseñadores...
Una
exposición en París reivindica a la pintora de mujeres cotidianas, una
de las responsables de introducir el movimiento pictórico en Estados
Unidos.
Niña en un sillón azul, óleo de 1878. Collection of Mr. and Mrs. Paul Mellon
Existe un feroz desajuste entre la vida de Mary Cassatt, la
pintora estadounidense que vivió 60 años en Francia como una mujer
soltera, sin descendencia y plenamente independiente, y los temas que
solía escoger para sus cuadros, delicadas odas al amor materno-filial
que, desde el punto de vista actual, pueden parecer excesivamente
remilgadas e incluso algo conservadoras. Una muestra en el Museo
Jacquemart-André de París, donde sus cuadros se exponen hasta el 23 de
julio, reivindica ahora su semiolvidada producción e intenta resolver
las aparentes contradicciones que encierra su biografía. Hija de un banquero que se enriqueció con el comercio de
algodón, Cassatt (Pittsburgh, 1844- París, 1926) creció en una familia
de origen francés, que idolatraba la patria de sus ancestros. Por eso,
tras estudiar en la Academia de Bellas Artes de Filadelfia, la más
ilustre de Estados Unidos, se marchó a París con la voluntad de escapar
al destino de vulgar acuarelista que se solía reservar a las mujeres artistas. Y con la intención secreta de integrarse en el círculo impresionista,
que entonces empezaba a hacer estragos. “Terminó siendo una de las
cuatro pintoras aceptadas por los impresionistas, junto con Berthe
Morisot, Eva Gonzalès y Marie Bracquemond”, recuerda el conservador jefe
del museo, Pierre Curie. Compartiría con la escuela francesa el mismo
sentido de la luz y del color, además de un idéntico interés por “un
naturalismo alusivo, que no era mimético como podía serlo el
academicismo”, según Curie.
Cassatt dejó de lado los temas habituales del movimiento y
optó por reflejar la vida cotidiana de las mujeres corrientes a finales
del siglo XIX. Se alejó de las figuras femeninas clásicas de la pintura
religiosa, pero también de la inclinación de los impresionistas por
prostitutas y demi-mondaines. Lo que parecía decir Cassatt con
sus lienzos era que las madres de familia inscritas en el antepasado de
la clase media también tenían derecho a protagonizar sus propios
cuadros. Tal vez fuera eso lo que disgustó a la sociedad biempensante en
su país natal. En 1895, cuando presentó una de sus obras, El baño,
la crítica se estremeció y lo llamó “crudo”, “brutal” y “poco
armonioso”. Cuesta entender qué escándalo pudo provocar un cuadro que
representaba a una mujer aseando a su hija. Hasta que se observa que
esta última aparece semidesnuda, lo que se oponía frontalmente a las
decorosas leyes del academicismo victoriano. Su protagonista era, además, una mujer respetable que se ocupaba de una tarea propia del personal doméstico.
Mary Cassatt en 1914.Archives of American Art, Smithsonian Institution
Pese a todo, Cassatt también tuvo sus admiradores. En
especial, en su patria adoptiva. Pese a su pesimismo decadentista,
Huysmans vio muchas calidades en su obra. “Desprende lo que ninguno de
nuestros pintores sabría expresar: la feliz quietud, la bonhomía
tranquila de un interior”, dejó escrito. Pero su mayor defensor siempre fue Edgar Degas,
gracias a quien terminó integrándose en el grupo impresionista en 1877. La descubrió tres años antes, frente a una pintura histórica de su
primera etapa expuesta en el Salón Oficial. “Por fin alguien que siente
como yo”, habría dicho delante del lienzo. Dos años después, tras
entablar amistad, la retrató jugando a cartas, dura como un tahúr y en
una postura tirando a masculina. Cassatt siempre aborreció ese retrato. Y también, de manera intermitente, a su autor. “Durante
meses no podíamos ni vernos. Pero, después, algo que había pintado yo
nos volvía a unir”, dijo a una de sus amigas más íntimas, Louisine
Havemeyer, líder de las sufragistas en Nueva York, admirada por su
amistad con el pintor, reputado por su carácter volcánico y opiniones
intempestivas. ¿Fue su mentor, su amigo, su amante? El crítico Forbes
Watson aseguraba que una vez oyó a Degas decir: “Nunca podría haber
hecho el amor con ella”. A Cassatt no se le conoció, de hecho, ninguna
pareja. “Ha habido especulaciones sobre su lesbianismo, pero no creo que
fuera eso. Más bien creía que los hombres eran un obstáculo. A finales
del siglo XIX, las mujeres que querían vivir en libertad debían
separarse de ellos”, expresó el historiador Paul Fisher, especialista en
la Belle Époque, en 2016. En la Exposición Universal de Chicago en
1893, fue invitada a presentar un mural, en el que distintas mujeres
recogían frutas y las tendían a niños y a otras féminas. “Muchos
historiadores del arte han interpretado que sus escenas domésticas eran
una forma de apoyar las vidas confinadas de las mujeres en el siglo
XIX”, señala la comisaria de la muestra, Nancy Mowll Matthews, gran
especialista en Cassatt y autora de una biografía de referencia. “En
realidad, el tema de la madre y el hijo no era un símbolo de las
restricciones de la mujer, sino de su papel central respecto a la
inmortalidad. La de Cassatt no pasó por tener hijos, sino por colgar sus
cuadros en museos junto a Botticelli y Rafael”, añade la comisaria,
recordando su apoyo al derecho al voto y la ayuda que prestó a jóvenes
pintoras.
Madre e hijo o El espejo ovalado The Metropolitan Museum of Art.
Cassatt también es considerada la mayor responsable de la introducción del impresionismo en Estados Unidos. En 1886, acompañada del marchante Charles Durand-Ruel, desembarcó en
Nueva Inglaterra con 300 cuadros impresionistas, de autores como Manet,
Monet, Degas o Sisley. Mecenas como los Rockefeller o los Carnegie los
adquirieron por decenas. Y, tras sus respectivas muertes, los cedieron a
las colecciones que constituirían los grandes museos estadounidenses,
lo que explica su considerable presencia en sus actuales galerías.
Poco antes del cambio de siglo, se pasó a los pasteles y
empezó a pintar escenas más convencionales. Perdió la espontaneidad que
caracterizaba sus primeros lienzos, llenos de niños mal sentados, madres
de manos ajadas y escenas cotidianas y sutilmente revolucionarias. “Vendí mi alma a los marchantes, eso es todo. Los marchantes me robaron
la vida”, dejó dicho antes de morir. Entonces empezó a trabajar por encargo, igual que su némesis, la
popularísima pintora Cecilia Beaux, por la que siempre sintió un odio
profundo por su falta de ambición. Tampoco le cayeron bien otros
estadounidenses expatriados en París, como Henry James o Edith Wharton, a
quienes consideraba excesivamente pretenciosos y fascinados por la alta
sociedad. Nada que ver con esta mujer adinerada, pero con una
conciencia política situada en la vanguardia de su tiempo.
Las
cofradías, obligadas a no procesionar de noche, interpretaron a su
manera el término “alba” descubriendo un amanecer distinto para Sevilla.
Nazarenos del Cristo de las Tres Caídas de la Hermandad de la Esperanza de Triana, en La Madrugá de 2017.CRISTINA QUICLERAFP/Getty Images
Alegre, piadosa, pagana, desmedida, exuberante... La Semana Santa
de Sevilla parece un espectáculo medido y perfecto, un prodigio de
sensorialidad teatral y mística, pero en realidad es un artefacto
organizado estratégicamente siglo a siglo; un fenómeno que sobrevivió a
incendios, epidemias, iconoclastias, crisis económicas y revoluciones
laicas. ¿Dónde remontar sus orígenes? ¿A las devociones medievales? ¿A
las lecturas simbólicas de la Contrarreforma? ¿A los excesos
ornamentales del barroco? Hasta hace poco, se argumentaba que la
Contrarreforma era el periodo en el que surge. Y el siglo XIX, con los
aires románticos de la llamada Corte Chica del duque de Montpensier y la
infanta María Luisa de Borbón, el momento en el que se fija su estética
definitiva. Sin embargo, un riguroso estudio plantea ahora una revisión de estos orígenes remontando al siglo más inesperado los inicios de la Semana Santa sevillana: el XVIII. La investigadora Rocío Plaza Orellana plantea en su Los orígenes modernos de la Semana Santa de Sevilla. El poder de las cofradías (1777-1808),
publicado por El Paseo, esta relectura de una celebración que en muchas
ocasiones ha datado sus inicios basándose solo en la tradición, algo
mucho más remoto. Para Sevilla, el XVIII no fue un momento glorioso. Después
de los siglos XVI y XVII, con el monopolio comercial con las Indias que
la convierten en la capital económica de España, el XVIII será un tiempo
de oscuridades. La decadencia cristalizó en 1717, cuando el monopolio
con América pasa a Cádiz. Sin embargo, Sevilla, como señalaron en su día
los historiadores Antonio Domínguez Ortiz y Francisco Aguilar Piñal, se
convertirá esa centuria en un laboratorio para las reformas ilustradas
de Carlos III. Las transformaciones anunciarán el cambio del antiguo al
nuevo régimen y afectarán al urbanismo, la Universidad, el teatro... y la Semana Santa. Estos ensayos de modernidad despertarán fuertes tensiones
entre el poder civil y el eclesiástico. Y se plasmarán en episodios como
el ascenso y caída del asistente ilustrado Pablo de Olavide, quien
intentó cambiar la vieja Sevilla —y con ella su Pasión—,
pero que sufrirá un proceso inquisitorial por “impío y miembro podrido
de la religión”, precisamente por su rechazo a las devociones populares. “El proceso de Olavide tuvo numerosos vértices. Destacan, por la
trascendencia que tendrían después para las cofradías, dos acusaciones:
permitir los bailes de máscaras y las comedias y su falta de piedad
religiosa”, explica Plaza, profesora de Historia del Arte en la
Universidad de Sevilla. La Semana Santa que ahora se vive es hija de ese
tiempo, ya que sobrevive a la dura batalla de las reformas ilustradas. Su deslumbrante Madrugá surge en su concepción actual en esa época. ¿Cómo se inventó? Paradójicamente, estos cortejos nocturnos de la
madrugada del Viernes Santo se inician en el Siglo de las Luces. La
Madrugá es un resultado de ciertas trampas legales que los cofrades
usaron para evitar las reformas ilustradas. Por ejemplo, la
interpretación —no sin picaresca— del concepto temporal del alba, el
momento en que debían salir las procesiones para evitar la noche. El Consejo de Castilla implanta en 1777 una serie de leyes
para controlar las costumbres de las cofradías. En realidad, estas
medidas las había iniciado Olavide una década antes como parte de sus
reformas ilustradas: una vez caída la noche, las cofradías no podían
encontrarse por las calles, ante los posibles desórdenes públicos y
delitos amparados en las sombras. Tampoco se permitían los rostros
cubiertos de los penitentes y disciplinantes. Las medidas iban en
sintonía con las del marqués de Esquilache prohibiendo las capas y
sombreros, que terminaron en el motín que hizo caer al ministro de
Carlos III. El rey obligó a que las cofradías estuvieran “recogidas y
finalizadas antes de ponerse el sol”. ¿Y qué se hizo en Sevilla? Ni más
ni menos que quebrantar las leyes del reino poniendo sus imágenes en la
calle de noche amparadas en una curiosa interpretación. Fue la Hermandad
del Silencio, fundada en el siglo XIV, la que en 1774, obligada al
cambio, dictó que acompañarían a Jesús Nazareno y la Virgen de la
Concepción en un “alba” o amanecer, lo que se tradujo por las dos de la
madrugada. “Esta decisión vino a formar parte de la compleja estrategia
de engaños, resistencias y desacatos que las cofradías ofrecieron a los
nuevos ordenamientos provenientes de Madrid, como si Sevilla tuviera
otro amanecer”, detalla Plaza. Igual ocurrió con El Gran Poder, y después lo harían la Macarena —ambas
siguen haciendo su estación de penitencia en La Madrugá— y la Carretería
—que en la actualidad procesiona la tarde del Viernes Santo—, que
procesionaba el Jueves Santo por la tarde y a la que también le
sorprendía la noche. Así, salió media hora después del alba, cobijada ya
en la madrugada. “Como se contaría muchos años después, fueron capaces
de hacer de la noche día, sólo con su presencia. Cuando El Gran Poder se
hizo definitivamente con su madrugada, Olavide aún continuaba en manos
del Santo Oficio”, añade la investigadora desvelando la Sevilla que ganó
la batalla de la Ilustración.